Hace pocos años incrementé mi obra inédita con un relato que, más o menos al principio, dice así:
“Mira las solapas y, en su mayoría, ve caras viejas. Jóvenes —que lo sean más que él— aún hay pocos. Pero todo se andará, aunque evite incurrir en este pensamiento como cuando era pequeño y dudaba sobre la autenticidad de la pureza de la Virgen. Tanto éste como aquél son tabúes autoimpuestos que le torturan; por ser dogma el segundo, el primero es sólo cuestión de tiempo que pase de mero escozor a grito salvaje en sus tímpanos.”
Recuerdo cuando a Rodrigo Fresán se le consideraba un joven valor de la literatura en castellano. Era joven, desde luego, pero no precisamente un yogur con la fecha de caducidad impresa en el lejano futuro. Jóvenes promesas literarias con cerca de 40 (cuarenta) años y que hoy ya los sobrepasan con creces. ¿Qué hicieron para llegar ahí? ¿Cómo se las ingeniaron para despuntar en un panorama editorial sencillamente aterrador, plagado de falsos artistas, y cuyos planteamientos estéticos son tan espurios como los meramente financieros o inmobiliarios?
Pensemos que el mundo literario visible es la punta de un iceberg. Por debajo, tragando agua y bilis, hay todo un continente de autores que esperan su momento para salir a la superficie. Libran batallas para, como mucho, aspirar a dar unas boqueadas de aire frío antes de sumergirse de nuevo en un océano helado.
De vez en cuando, un cacho de hielo se desprende de la mísera y abigarrada base y sale a la superficie. Solo. Sin la seguridad que da la masa visible (y la invisible) frente el calor de los focos que amenazan con derretirlo en pocos segundos. Pero puede ser que este osado trozo famélico de reconocimiento atraiga a otros semejantes. Más cubitos que, quizá inopinadamente, se unirán a él hasta formar un pequeño islote que comenzará su ya no tan solitaria andadura por aquellas aguas, estos mares. Utopía: hundir el presuntuoso Titanic. Abrirle un agujero en la cubierta de estribor para que se vaya a pique y todos esos falsos viajeros a ninguna parte dejen de ufanarse de ir en primera clase.
Esto es una historia sobre la evolución de las especies. Como nos contaron y hemos leído, la vida se inició en el agua. Los cubitos de hielo consiguieron hacer una mínima brecha en el Titanic y pusieron rumbo a la orilla. Allí se dieron cuenta de que no se descongelarían si se mantenían siempre juntos. El primer cubito se llamaba Vicente, el segundo Agustín. Estaban además Javier, Eloy, Lolita, Jorge. La gente comenzó a reconocerlos por la calle. Mira, ahí van esos cubitos. Como las calles estaban sucias, y además hacía mucho calor para unos simples cubitos, de ser transparentes tornáronse de un marrón uniforme y brillante, color chocolate, y perdieron la consistencia sólida; su ser devino crema; untuosos con ellos mismos aunque algo ásperos para los demás. Entonces el cubito Agustín soñó con cuando era pequeño y su madre le ponía Nocilla sobre rebanadas de pan para merendar. La Nocilla tenía la misma consistencia que ellos ahora: mantecosa, marrón chocolate. El cubito escribió, pues, un poema en prosa y lo tituló Nocilla Dream.
Yo pedí Nocilla Dream por mail y me lo enviaron por correo y fui a pagarlo al banco. Mucho debió de interesarme lo que el cubito Vicente escribió sobre el primer poema en prosa del cubito Agustín para que soportara aquellas burocracias. Y Agustín, tras comprobar que los focos no derriten, sólo calientan los ánimos y las ánimas, compuso otras dos obras más, Experience y Lab, con el Nocilla delante. Triple (o trilógico) éxito, pues. Entretanto a los cubitos, ya reconocibles por la pátina crema(tística) que iban dejando por las avenidas y plazas cuando desfilaban, los críticos taxonómicos les fueron añadiendo, como quien pega chicles en el pelo de los demás, otros trozos de hielo desperdigados que danzaban por ahí. Quizá estos últimos se dejaron querer por causa del chocolate. Quizá no. Lo cierto es que ahora había ya cubitos Manuel, Juan Francisco, Mercedes, Robert, Mario, Jordi…: todos Nocillas a los meros efectos administrativos. Se erigieron (o los erigieron) en el Nocilla Team y, reconocidos como en su momento lo fueron los Globetrotters, fueron libres de irse a trotar por el mundo, enseñando sus cabriolas y mates —los "mira, mamá, sin manos"— en canchas posmodernas, vanguardistas, canchas con un solo espectador o miles, según se terciara.
Es decir: ya podía hablarse de Generación. Como la del 27. O de grupo consolidado, como el de Bloomsbury. Pero con base en los 70 y en blogs, en lugar de otros tipos de espacios más prosaicos y épocas absurdamente pretéritas. Especies de espacios que no se llenarían por más que hicieran inmensas listas de pensamientos dichos y por decir. Fue más o menos entonces cuando uno de los mejores cubitos, digamos un cubito añadido —no sé si decir postizo o evitarlo; quedémonos con lo de mejor cubito—, se sacó de la manga el término Mutantes. Porque los cubitos ya no eran lo que fueron, habían cambiado. De ricos en hidrógeno y oxígeno habían pasado a estar compuestos por leche, cacao, avellanas, azúcar y grasas saturadas. Era el momento de la diáspora, del spin-off. Cubitos tan gordos no podían limitarse a estar siempre juntos. Hagamos las Américas, se dijeron. Hagamos vidas paralelas, pero separadas —acordaron. La red es un espacio que lo soporta todo, incluso la distancia. Un acuerdo peligroso pero a la postre inteligente y rentable. Una apuesta literaria afterhours.
Antes de ello sufrieron, no obstante, penalidades. Fueron vilipendiados, pasados por las piedras de la crítica, acusados de plagio intelectual y de banalidad conceptual. Parte de la culpa de estos ataques la tuvieron los propios cubitos, a los cuales, como suele decirse, les va la marcha. Por ejemplo: se arrogaron la capacidad de renovación de la literatura española. Como si ellos, por razón de constituirse en mera agrupación reconocible en los medios, fueran los únicos a quienes pudiera atribuirse la construcción de cosas diferentes y avanzadas con las letras. Una postura un tanto maniquea que parecía negar la posibilidad de innovación fuera de su círculo. Los de al lado, algo que estaba cantado, se cabrearon. Pero los de enfrente se enfadaron mucho más, pues se veían retratados en las etiquetas que uno de los cubitos, el más jurista y quizá el menos cubista, procedió a adjudicar a sectores enteros del frigorífico literario. (Divide y vencerás.) A éstos les dedicaron el epíteto de tardomodernos, otorgándoles una fecha de caducidad basada en los gustos atrofiados de los lectores, éstos en su mayoría acomodados a la sopa boba ofrecida por las editoriales mayoritarias y los críticos financiados por los mass media. A los primeros (los de al lado, es decir, sus semejantes puros) los consolaron dedicándoles piropos posmodernos, y a quienes evidenciaban trazas de permeabilidad al cambio que ellos propugnaban comenzaron a llamarlos, como ya he dicho, mutantes.
Mutar ¿hacia dónde? El cubito Vicente, con la frialdad que otorgan los ensayos tecnológicos, predijo un mundo pangeico, mixto, digital, audiovisual. Un mundo literario construido mediante la unión de fragmentos narrativos provenientes de múltiples disciplinas —queda mejor decir interdisciplinar, pero no me da la gana—, sin excluir las tecnológicas y científicas. Un espectro espacial en el que todo tiene cabida, desde los textos reciclados (que no son otra cosa que las citas de toda la vida y los intertextos literarios) hasta los SMS escritos con la jerga propia de los mismos. Pero además los anuncios publicitarios, los extractos de comentarios en foros y blogs, las llamadas telefónicas, los territorios de la arquitectura y la geografía. Esta política anexionista, de nuevo colono en la vieja América, devino amplio concepto de basura literaria, científica y tecnológica cuyas aprovechables partes conviven en un nuevo espacio, el literario, que aspira a adaptarse a los frenéticos ritmos sociales sin desdeñar —en una postura contraria a la de la tradicional alta cultura, que las consideró siempre bazofia de baja extracción— cualesquiera de sus exponentes (y excrecencias) ontológicas. A todo esto el cubito Vicente le denominó la Luz Nueva, para intentar borrar el otro adjetivo decididamente más pringoso y menos poético: es decir, Nocilla. El objetivo es limpiar de obsolescencias el futuro inmediato. Renovar superficies pintando —componiendo, pensando, versificando, posteando, escribiendo— de otro modo que se diluya con el carácter de la sociedad actual. Poco falta para que, como en las mejores pesadillas de los inventores de reality shows, sean los lectores quienes acaben escribiendo los libros de los autores, interviniendo en ellos mediante un papel que supere al clásicamente pasivo de la pura y simple lectura.
Después del pacto para ampliar horizontes físicos e intelectuales, los hielitos han seguido creciendo y publicando. Es posible que hayan bajado un escalón para así poder coger de la mano —manos heladas, despersonalizadas, manos sin un yo reconocible— a un grupo de lectores más nutrido, porque el número de los anteriores era realmente pírrico. Ahora encontramos cubitos mejor dirigidos. Hielos sólidos en Alfaguara (Manuel Vilas), témpanos reconocidos en Seix-Barral (Vicente Luis Mora), aludes de nieve en la Pompeu Fabra (Eloy Fernández Porta), o rocas de hielo en Anagrama (Juan Francisco Ferré). Algunas barras de hielo están temporalmente hibernando, a la espera de próximas publicaciones. Estos cubitos saben a dónde van porque de hecho vienen de allí. A mí, personalmente —y desmintiendo el tono de lo escrito hasta ahora—, me gustan varias de las escarchas que producen estos hielos. Suelo coger un vaso ancho y llenarlo a medias de una bebida fuerte y completarlo con otra más banal, habiendo puesto antes un solo cubito, cualquiera de ellos, para degustarlos de uno en uno. Porque las agrupaciones están bien para salir a la superficie, pero luego te das cuenta de que frente a un teclado sólo cabe uno. Y que todos los demás, detrás o al lado, mirando y apuntando, no ayudan sino, más bien, estorban.
Próximo capítulo: El cubito Vicente Luis Mora.