Hace ya casi medio año le envié a la legendaria Bonnie Nadell un mail en el que le preguntaba si los derechos de publicación en español de The Broom of the System, la primera novela de David Foster Wallace, estaban libres. Bonnie Nadell respondió afirmativamente y a partir de ahí se inició un lento proceso mediante el cual, como es lógico, la agente de Wallace quería y debía asegurarse de que la propuesta de publicación iba en serio y era solvente. En este proceso me apoyó, y apoya, Ana S. Pareja, editora de Alpha Decay, quien no sólo
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24 abr 2012
13 dic 2011
El rey pálido
Lo están haciendo de nuevo: están reseñando (/opinando sobre) un gran libro sin haberlo leído. Además le están contando al lector una interpretación que el propio editor ofrece al final, tomada de las notas del autor. Piensan que el lector no es inteligente, que por estar ante un libro inacabado (al menos según la edición americana) no va a enterarse de la misa entera, y por ello creen que deben añadir especulaciones y verborrea sobre la vida y circunstancias de DFW para convocar al morbo y/o provocar lástima y así aumentar los acercamientos a una obra que ellos, quienes no la han leído, entenderían si de verdad la hubieran leído.
8 nov 2011
La crítica literaria según DFW
En 2009 la Universidad de Texas adquirió, a través del Harry Ransom Center, el archivo personal del escritor David Foster Wallace. El archivo contiene manuscritos de sus libros, relatos y ensayos, escritos colegiales y juveniles, cartas, poemas, materiales de enseñanza y libros. Los materiales son en su mayoría accesibles previa petición al Centro y reproducibles en estudios, ensayos y artículos periodísticos o de investigación. Sólo hay que acercarse a Austin, Texas, aunque queda algo lejos y el billete de avión es caro.
19 oct 2011
Entrevistas breves con hombres repulsivos
Mondadori lleva meses amenazando con publicar la traducción de El rey pálido, la novela inconclusa de David Foster Wallace, pero ya, por fin, el 17 de noviembre podremos abalanzarnos sobre un ejemplar para devorarlo y, quizá, terminar su trabajo. Hay que ponerse metas complicadas. Abandonar los sudokus y la narrativa barata. Los objetivos a corto plazo devuelven granos de alegría y tedio inmediato. Ya basta de quejas, quizá no podamos levantar el PIB pero eso no significa que estemos dormidos. Podríais empezar por dejar de leer pamplinas y poneros al día.
3 ago 2010
Publicidad agresiva: libreros que se vuelven velociraptors
Llevo unos días navegando por la red a ratos, entre trabajo y trabajo y funciones básicas y funciones básicas. Además de —como cada vez más españoles— leer el periódico, he ido entrando en decenas de blogs de letraheridos más o menos confesos, mejor o peor dispuestos a salir del armario. Cada uno hace de su capa un sayo y escribe sobre lo que le parece, en variada forma y diverso fondo. Pero lo que más me ha satisfacido de esta caótica investigación ha sido ver confirmadas mis anteriores conclusiones basadas en una, digamos, observación desvaída de las tendencias lectoras: se lee de todo y al buen tuntún; se considera la leche lo que no es más que mera banalidad encuadernada (ahora es fácil perpetrar estas desaforadas y apresuradas críticas sin gastar ni un euro, pues las editoriales tienen a bien ofrecer un trozo del principio del libro —¡ah, qué principios! — para enganchar al cándido lector —no me explico cómo todavía a ningún distribuidor se le ha ocurrido vender libros en los puestos de helados de las playas, en los chiringuitos, ofrecerlos como packs junto con las tumbonas (para dormir mejor la siesta), las cremas solares y los artículos de playa; como souvenirs exóticos en la tiendas de recuerdos (typical spanish, oiga), lleve dos y pague tres o al revés; e-books en los estancos para quienes utilicen el kindle o similar, junto con las recargas del móvil o del bonobús; libros ofrecidos a voces por esas arenas de obra que achicharran los pies urbanos (más negocio para los del top-manta); cómo aún no ha ideado nadie la explotación in situ, a pie de orilla y en toda situación favorable, de la aburrición del veraneante, de la necesidad del ligón de mostrarse culto ante la maciza que lee en topless, de rellenar con palabras ajenas las noches en blanco por defecto de protección solar o escándalo vecinal; cómo no haber creado aún máquinas expendedoras de literatura, o adaptar el formato de bolsillo a las ya caducas de tabaco; por qué no haber aprovechado el tirón de ventas del Ipad para cargarlo con la mitad de un libro y esperar a que el lector compre el resto; o ya puestos, por qué nadie hace toallas playeras con el primer capítulo de un libro impreso, o camisetas, o incluso sombrillas para ir girándolas y leer los poemas estampados en cada triángulo de tela mientras estamos tumbados… no me explico esto ni tantas otras malas historias—).
Hay una librera de Cambrils, Natália Zarco, que, harta de comprobar cómo el primitivismo inunda las estanterías supuestamente dedicadas a la literatura, ha decidido pasar a la acción y autodenominarse librera velociraptora. Y le han hecho una entrevista en un periódico, en la dice considerarse fundamentalista, estar harta de la literatura de supermercado, y dispuesta a luchar por (no contra) la literatura sumergida (el término, sobre todo en estos tiempos, me parece genial). Coincido con ella en que “la ambición intelectual del lector se ha perdido totalmente”. El artículo está en catalán, lengua que leo y entiendo pero que, por pereza y torpeza, no hablo. Como guinda recomienda en su página de Facebook, para leer en plena canícula, Breves entrevistas con hombres repulsivos, de David Foster Wallace.
Venga, con un par.
25 jul 2010
Réquiem
Sobre David Foster Wallace escribí el 21 de noviembre de 2006:
Me ha dado por pensar que tenía razón Bolaño con aquello de que la Literatura es un trasunto kitsch de la mitología griega. El Olimpo y sus dioses y los adoradores y los oráculos y las batallas entre mortales defendiendo la adoración oligoteísta en contra de la poli-, y no digamos ya si contra la mono-. Los lectores, sin percatarse, cuando cierran un libro y hablan a otros de éste y de su autor e intentan transmitir su entusiasmo por lo que acaban de experimentar, no están haciendo otra cosa que narrar una experiencia mística; no pueden creer cómo han sido capaces de vivir hasta ese momento sin leer tal libro; su vida sin ese libro carece de sentido. Imaginemos ahora que ese lector sólo ha leído ese libro de ese determinado autor. Si se ha “entusiasmado” tanto, lo normal será que se lance a la caza y captura de los demás libros del autor (y si es libro único o era ya el último de la completa obra ya leída, entonces mala suerte, muchacho, a llorar por los rincones o a releer por sistema —aunque entonces parte de esa magia acabará perdiéndose por manosearla tanto; un poco como en algunos matrimonios). Andará inicialmente buscando la ganga aunque eso le obligue a dilatar la nueva experiencia —es más, será como si estuviera rezando para encontrar otro libro aún más barato que el otro, otra pieza para él de incalculable valor, digamos, psíquico—, será como si hubiera añadido otra estampa más a su altar particular iluminado con velas de olor y le rezara a su grupito de imágenes “santas” para encontrar la pieza adecuada no demasiado tarde y poder así satisfacer lo que si el hallazgo se demora mucho irá convirtiéndose poco a poco en verdadero mono de la prosa de ese ya idolatrado autor. Si no la encuentra y su adicción entra irremediablemente en fase de pre-delirium tremens, quizá entonces claudique y vaya a librerías normales —vale decir comerciales— y si no lo encuentra en éstas quizá lo encargue y, si tampoco, pues qué le vamos a hacer, iremos a la biblioteca donde con un quizá y un poco de mala suerte tampoco lo tengan, ¡oh, mierda!, y entonces no sé qué narices vas a hacer para poder ponerte otra vez como cochino en una charca (Alvear(1)), ciego a bombones (una novia que tuve: por qué engordará el chocolate, decía), o huraño como Gollum al encontrar ese tan particular anillo que hace que la mierda que te (nos) rodea se vuelva invisible cuando tienes la joya literaria entre las manos.
Así me he sentido yo con Foster Wallace, Annabella. Aunque, como es natural, no excluyo ser uno entre pocos enfrentado a muchos más otros que 1) no les gusta Foster Wallace por encontrarlo difícil, digresivo o con vida pero sin alma (sic de José María Guelbenzu), 2) tienen envidia de que un (otro) americano —y este además con pañuelo en la cabeza como los tontainas de Milly Vanilly y vaqueros semirajados y sonrisa de querubín pero que en el fondo les da que es de autosuficiencia, jactancia y algunas otras cosas peores—, sea quien traiga las epifanías de la época envueltas en tochazos que pueden causarte una seria esguince cervical y tendinitis en los antebrazos, no hablemos de las casi pesadillas si tienes la suerte de, de vez en cuando, disponer de unos minutos para quedarte traspuesto a mediodía, después de comer, y 3) no les guste Foster Wallace sin que ello necesariamente implique prejuicios como en 2) o estrechez como en 1), sino que más bien se trate de que prefieren ir-enterándose-de-las-cosas-de-una-en-una y a ser posible con un orden cronológico adecuado y sin neologismos ni deconstrucciones del texto ni variaciones infinitas y extremadamente minuciosas sobre tal o cual aparente nimiedad aunque tu vecino de lecturas te diga que precisamente eso, todo junto —además de una gigantesca capacidad de exprimir hasta la última gota del limón—, sea lo que hace que la prosa de este freaky de la literatura sea tan altamente adictiva, atractiva, y todos los –iva que queramos pero no, y de ninguna manera, y aquí está la gracia del eclecticismo que propongo, excluyente.
Posteriormente, el día 25 de noviembre del mismo año, tecleé:
Voy, más o menos, por la mitad. El trabajo es ahora como un moscardón que no puedes quitarte de encima. Objetivos que, si renuncias a alcanzarlos, es como si estuvieras quitándote años de vida (futura). Algo antiético con uno mismo desde un punto de vista psicoergonómico. Pérdida de tiempo útil bajo una óptica exclusivamente monetaria versus distensión mental y avance en ese camino sinuoso y nunca paralelo y no siempre escondido. O responsabilidad y rol asignados versus imaginación y cojines y manta sobre las piernas. Un coñazo electivo en el que siempre termina triunfando el sentido común, esa característica principal de la cordura definida mediante cánones tradicionalistas. Y también, sí, un coñazo pero, afortunadamente, con elementos gratificantes no directamente relacionados con el bolsillo, por fortuna.
En aquellos maravillosos años había leído poco a Foster Wallace. Breves entrevistas con hombres repulsivos fue mi primera lectura suya. Relatos sin la ortodoxa y herrumbrosa estructura usual y ergonómica que, curiosa y sorprendentemente, siguen escribiéndose y, más extrañamente aún, leyéndose. Entrevistas con sólo respuesta, imagina tú la pregunta, tampoco es que sea demasiado complicado ni te exija un severo estrujamiento de tus neuronas. Pero también relatos, definiciones léxicas, gamberradas puestas por escrito. De ahí pasé a Algo supuestamente divertido que nunca volvería a hacer. Se trata de, en puridad, un libro recopilatorio de artículos hilarantes o cachondos, elige tú el término, escritos con la óptica genial de un excepcional observador de los actos y naturaleza humanas que no se conformaba con el mero relato descriptivo-narrativo e iba más allá de las habituales suposiciones. Como en Hablemos de langostas, lo mismo que el anterior pero más actual en su publicación. Un escritor amigo (que también es amigo escritor, nótese la diferencia) me observaba el martes pasado por la noche que los lectores de Foster Wallace lo son, en su mayoría, de sus artículos periodísticos. Artículos que destilan inteligencia y abruman con su carga irónica, parodiando literariamente el reflejo de actitudes cuyas características esenciales pasarían, de otro modo y como siempre, inadvertidas. Recuerdo con especial contundencia un artículo suyo sobre la obra de Bryan Garner Dictionary of Modern American Usage, no recuerdo en qué libro aparece. Se trata de un texto denostado por cierto sector de la crítica estadounidense porque en él Wallace aprovecha para contar parte de su vida en familia, vida absolutamente dominada por la literatura y especialmente por la corrección gramatical que su madre imponía en la casa. Hay una frase que define genialmente a Foster Wallace, escrita por una alumna suya en un comentario a una crítica demoledora (a really evisceration) que hicieron sobre su artículo de Garner: “He works a class to the point of suicide”. David agotaba el tema hasta un punto demencial. Lo que para quienes apreciábamos su literatura era quizá lo mejor de su literatura.
La broma infinita merece atención aparte. Qué es esto, nos preguntamos, mil doscientas páginas en las que se habla de tenis, drogas, cine, literatura, velos, bellezas que matan, publicidad, televisión, camaradería y soledad, familia. En el blog del lector malherido se dice “los fans de David Foster Wallace me caen todos muy mal”. Los odia porque sólo puede comprender a un lector así por un impulso tipo “voy a leerme una novela de más de mil páginas”; y también mete en el mismo saco a los lectores del 2666 de Bolaño. No puede ser menos objetivo con este tipo de comentarios, aunque el mencionado lector malherido conserve, en la mayoría de sus artículos, una capacidad de criterio encomiable. La broma infinita es una de las pocas obras que me han dado varios quebraderos de cabeza. Primero, su búsqueda. Hasta encontrarla en una librería de Castellón, recorrí no menos de veinte diseminadas en toda la geografía nacional. No la pedí por correo porque me gusta tener los libros en la mano antes de comprarlos. Al final la vi en un estante y la cogí y me fui directo a la caja sin siquiera quitarle el plástico protector para ver qué era aquello. Segundo porque hizo que gastara un tiempo no literario en cosas literarias y que perdiera un dinero no ficticio en inversiones en ficción no cotizada. No voy a decir de qué va, sólo que se trata una maravilla de la literatura. Ignoro sin Harold Bloom, en sus revisiones del canon de la literatura mundial, la ha incluido ya o no, pero debería o, si no, sus lectores deberíamos acaudillar una iniciativa para (por ejemplo, vía Facebook) que la incluyera.
La niña del pelo raro (relatos y una novela corta, que no da nombre al libro), y Extinción (relatos) son igualmente memorables. Aunque en Extinción se aprecie un afilamiento del estilo, normal en todo escritor por el mero paso del tiempo, y de la temática, características ambas que no contentan a sus lectores quizá más superficiales (véase el blog Sólo de libros). Porque la literatura de Foster Wallace, le decía yo el martes por la noche al escritor-amigo-escritor, tiene varios niveles, otra de sus virtudes. Un nivel lúdico que atrae, entretiene y divierte; otro irónico, que también divierte e invita a pensar; otro más, elitista, odiado por todos esos que son legión del quiero y no puedo; uno más puramente didáctico; otro intertextual, como no podía ser de otra manera; y otros… Y no puede estarse de acuerdo con Guelbenzu cuando dice que el drama está ausente de la literatura de Foster Wallace, que no tiene alma por tanto. Podríamos poner una tonelada de ejemplos: la entrevista al tipo que se acuesta con la masticadora de avena que fue violada en una carretera; la nota a pie de página sobre las consecuencias personales del éxito sobre el tipo que inventó la vacuna contra el sida o el cáncer, no me acuerdo de cuál fue; la prueba efectuada sobre consumidores del nuevo pastelito industrial denominado Delitos; el avance en la dependencia toxicómana del tenista Incandenza; el artículo sobre el rodaje de Carretera perdida de David Lynch; o el audaz sobre el televisivo David Letterman; etc. Lo que sí puede afeársele (pero sería un error porque desproveería a su literatura de una de sus características fundamentales) es el grado superlativo de incidencia en detalles que para otros escritores serían superfluos. David Foster Wallace no es Carver, ¿queda claro? Él mismo, en La niña del pelo raro, se refiere a la escritura de una escritora que, junto con otras personas, se dirige a un congreso organizado por McDonald's (y al que asiste el mismo payaso Ronald MacDonald), con un simple “mira, mamá, sin manos”. Esto es lo que hace Foster Wallace, dirigir a sus lectores hacia una reflexiva mirada irónica sobre su propia escritura, la de él, e invitarlos a que la critiquemos y diseccionemos, a que averigüemos cómo hace lo que hace, pues parece estar escribiendo “sin manos”.
En definitiva, te quedes con el nivel de lectura que te quedes, y si son varios mucho mejor, lo que sin duda sucederá es que disfrutarás como cochino en una charca.
Terminemos con un minuto de palabrería y con estas notas a pie de página que no añaden nada a lo ya escrito, pero que creo dicen más que el habitual silencio respetuoso con alguien fallecido. David Foster Wallace se suicidó colgándose en su casa mientras su mujer estaba fuera haciendo unos recados. Tenía pulsiones suicidas conocidas por su entorno. Él mismo pidió en algunas ocasiones el internamiento. Dejó viuda y lectores viudos. En las muchas reverencias que se le hicieron tras su muerte, se le retrató como “campeón del experimentalismo”, pero la que más acertada veo es la de que “hurgaba entre la basura”, pues quedarse con el simple recuerdo de la estructura de sus textos y su estilo es reducirlo a mero compositor artesano y no al vocacional derribista que en realidad fue. Un genio, para de verdad serlo, tiene que ser incomprendido. Qué mejor entonces que una muerte digna de escritor para comenzar a leerlo y, de paso, comprenderlo.
(1) Quien, para los que no tuvieron la suerte de conocerlo, fue un amigo internauta que un mal día, como en el relato de Hawthorne, desapareció sin dejar rastro aunque con casi total seguridad se quedó a espiarnos desde unas ventanas con cortinas y la adecuada penumbra en la casa de enfrente. Al respecto escribí, un día antes del primer comentario, lo siguiente: “Como dije y quizá alguien haya leído, estoy leyendo La broma infinita, de David Foster Wallace. Hace eones que un forista muy apreciado de por aquí inauguró una moda consistente en ir comentando las lecturas aun sin haberlas terminado en el momento de comenzar a escribir o hablar sobre ellas. El forista, hace bastantes meses más de dos años, decidió dejar de postear temporalmente dando, pues ese era su estilo, una excusa para hacerlo en apariencia convincente en aquel momento pero que hoy, ahora, tras esa ausencia tan grande y el vacío molecular y hasta como de cráter lunar que se nota en LA porque él no está, tiene todos los visos quizá no de una tomadura de pelo, pero sí de un engaño con pretexto profesional que puede que escondiera una autoexigencia psíquica basada en imperativos familiares que desconocemos porque no se ha dignado en venir y contárnoslo aunque sólo fuera en una mera y mísera visita de cortesía; un hola pasaba por aquí hasta luego encantado de poder saludarlos lo siento pero llevo prisa. Nada. Pero eso no quita para que te echemos de menos. Para que te eche de menos y sea tu ausencia uno de los motivos recónditos y ocultos, pero enmarañados en tantos otros que no sé adjudicarle puntuaciones y grados de culpabilidad a tu ausencia y a las de otros/as y a los míos propios, para que sea tu ausencia, decía, una de las causas por la que se me quitaban las ganas de aparecer por aquí. Porque esto, LA, para que sepáis los que sois más nuevos aunque llevéis toneladas de posts y aún sacos de ilusión por haber descubierto el foro, era una auténtica fraternidad cuando él y otros/as aún estaban por aquí, éramos Hermanos y Hermanas que hablaban sobre libros y enseñaban sus cagadas literarias y poéticas y, agarraos, había feedback y posfeedback y no terminabas de postear una respuesta a una pregunta dada a un post tuyo cuando ya te estaban bombardeando con más respuestas y retroalimentaciones a lo que fuera que hubieras dicho páginas antes pero, y aquí está el milagro, tan sólo minutos antes. La conversación era tan fluida y rápida y avanzaba y se disparaba en tantas direcciones a la vez que no me explico cómo no posteábamos nuestros números de teléfono y contratábamos tarifas planas y nos enzarzábamos en multiconferencias de larga distancia para hablar sobre un puto libro o sobre lo que fuera. Foristas viajaron para conocer a otros foristas. Cruzaron océanos y cubrieron distancias intercontinentales para hablar cara a cara y no asíncronamente con una pantalla de ordenador como intermediaria. Dieron excusas laborales o de vacaciones, dijeron qué más da un sitio u otro, tengo unos días y tu país es tan bueno como cualquier otro y además ya tenía ganas de darme una vuelta por ahí y conocer esa parte del planeta. Era un milagro inversamente proporcional a la distancia lo que quizá unía a tanta gente distinta con la excusa de que ellos también leían. Ése era en apariencia el común denominador que propiciaba momentos de tal apelotonamiento de nicks en la pantalla que no sabías a quién saludar; que provocó férreas regulaciones en los concursos porque la concurrencia era absurdamente elevada y demasiados querían ganar el primer premio (pero curiosamente no para ufanarse de ello, el objetivo era sentirse más miembro a base de charreteras cibernéticas); que puso en riesgo jornadas enteras de trabajo por querer estar al día de todo lo que se hablaba y discutía en el foro; que posiblemente fuera finalmente la causa de que el famoso forista a quien me refiero decidiera un día desengancharse de LA, de su adicción a entrar y leer y postear y, literalmente, perder todo el tiempo ganduleando por aquí. Tan parecido entonces a Alcohólicos Anónimos, en los momentos en que llegabas y te presentabas y decías Me llamo Fulano de Tal y Yo Leo; pero lo gracioso era cuando decías lo que leías, aunque exageraras e incluyeras en la lista algún que otro autor o libro que tú creías culto o elevado; chaval, nada digno de leerse, deja eso, nosotros vamos a enseñarte de verdad lo que es un libro y luego tú decides, libremente, vas a ver qué es leer de verdad y qué son lecturas de verdad y no esas estampitas que dices que has leído y que te han “encantado”. Y entonces tú resoplabas y decías para ti Vaya pedantes, voy a mandarlos a la mierda, yo no entro más por aquí. Pero por alguna razón volvías y entrabas y leías, quizás aún sin nick ni avatar. Y entonces el lector supuestamente adicto y compulsivo que eras antes de entrar a LA mediante la ayuda vicaria de Google comenzó a comprar/pedir en la biblioteca libros que antes te parecían un rollo-que-no-vende-porque-es-un-coñazo, y comenzaste a leértelos y a entender que había otras cosas distintas a planteamiento-nudo-desenlace; leíste y leíste y pasaste de los 15 ó 20 al año a los 50 y al siguiente a los 80 y al otro que vino después a los 130. Comenzaste a llevar listas de leídos y de no leídos y de leíbles. Te diste cuenta de que hay una diferencia fundamental entre leer y “leer”; de que antes creías que sabías pero el conocimiento crece exponencialmente cuando utilizas los discos duros mentales de los demás, cuando real y sinceramente ellos lo ponen a tu disposición, sin contrapartidas; de que cuando no conocías a los foristas de LA ibas a las librerías con ganas de libro pero perdido en lo que se refiere al qué y el porqué y pensabas que un dependiente de librería era un sabio pero que hoy y ahora son sólo eso, dependientes intercambiables entre distintos tipos de producto, y ahora ya sabes que sabios no hay, ni tú mismo ni ellos ni los otros, sólo hay gente que lee, algunos más, algunos menos, algunos nada. Y en esas estabas, cuando la ilusión del compartir se había hecho tan cotidiana y entrar a LA era como echar un cigarro en la puerta del trabajo o ir a desayunar o incluso jugar a cambiar de canal en la TV, y de golpe y porrazo no sabes qué pasa pero la gente empieza a largarse, dejan de aparecer todos los días, sólo entran de vez en cuando y ya ni siquiera postean. Alguien dice entonces que siempre hubo épocas en LA, que esto es así y no hay por qué preocuparse. Imaginas curvas de demanda y de audiencia, pero también gráficos de saturación y adicción. Imaginas una diáspora lenta y te preparas para lo peor. Te preguntas por qué, por qué.
Por qué.
3 jun 2010
Metamorfosis®
Tengo varios textos en la cabeza. Pero como he de decidirme por alguno, empiezo por este.
Conocí de la existencia de Juan Francisco Ferré buscando información en Internet sobre un autor norteamericano, David Foster Wallace. Muchos de ustedes no sabrán que Wallace se suicidó el año pasado. No por falta de éxito, que lo tuvo y mucho. Éxito de verdad. No un éxito sueco, ni templario, ni vampírico, ni un éxito tardomoderno ni aflautado. Sino un éxito pata negra. Wallace era un grandísimo escritor. Aún no ha habido tiempo suficiente para calibrar la influencia que este hombre ha tenido y tendrá (sobre todo, tendrá) sobre las actuales y venideras generaciones de escritores. Me refiero a los verdaderos escritores. Escritores como Juan Francisco Ferré. Malagueño, por cercarlo algo más.
Me encontré con su nombre, como digo, por casualidad causada por una búsqueda premeditada. Nunca dejaremos de asombrarnos de nuestra ignorancia. Leí lo que Ferré tuvo la ocurrencia de escribir sobre David Foster Wallace, y también –pues tan bien pensado y escrito estaba aquello que Ferré escribió sobre David Foster Wallace– sobre quién era Ferré, qué hacía, si había escrito y el qué. Y de aquellas tempranas y privadas investigaciones se derivaron dos consecuencias decisivas en mi vida literaria y otras dos en mi vida profesional.
Vayamos con las literarias. La primera fue que busqué y encontré la más reciente novela de Ferré, La fiesta del asno. Un libro que leí mayormente en el baño. Una novela posmoderna sobre un etarra que acaba metamorfoseado en camarero travesti en un chiringuito caribeño. Un libro del que ahora sería incapaz de hacer una buena crítica, tan bueno me pareció en su momento y aun mejor ahora, en el mero recuerdo. La segunda es que busqué con ahínco la novela de David Foster Wallace La broma infinita. La busqué y no la encontré por ningún lado. Podría haberla encargado. Pero antes quería sopesarla físicamente, ojearla, darle el visto bueno. Ya había leído otros libros de Wallace –Algo supuestamente divertido que no volvería a hacer, Entrevistas breves con hombres repulsivos, La niña del pelo raro–, y por su causa y la de Ferré, la búsqueda se convirtió en obsesión. Ferré hablaba de tal forma en su artículo sobre la novela de David Foster Wallace La broma infinita, y de los autores canónicamente influyentes sobre el posmodernismo de Wallace –haciendo además relación y recopilación detallada, una lista entonces interminable y hoy casi terminada–, que vestido de traje, lista manuscrita en mano y bajo o dentro de un calor apabullante, busqué en Málaga, Sevilla, Valencia, Castellón. En una librería de viejo de Valencia hallé En el corazón del corazón del país, de William Gass. Me lo leí en un par de días, yendo y viniendo en tren de Valencia a Castellón. Y en Castellón encontré por fin La broma infinita. Gasté tanto tiempo en estas cuitas que los plazos se me pasaron, hice mal el trabajo y, como primera consecuencia de las de orden profesional, provoqué que mi empresa perdiera un montón de dinero. Una hecatombe. Me lamentaba de mi comportamiento mientras leía a Wallace. Yo era como el drogadicto que asiente y agradece y aun comprende las reconvenciones de la madre y el padre y el médico y aun el policía o el juez mientras sigue metiéndose un pico en vena con lágrimas en los ojos.
A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Trabajaba mejor, más concentrado, más implicado si cabe. Pero siempre leyendo, surtiéndome de la canónica lista de Ferré. Y por aquel entonces, a los pocos que conocía –y conozco, cada vez menos– que también se interesaban por la literatura, les preguntaba por Wallace, por Coover, por Abish, por Barth, por Gass, y me escandalizaba interiormente cuando tan sólo recibía evasivas por desconocimiento absoluto en lugar de interés por desconocimiento absoluto. Y preguntaba entonces por Pynchon y por DeLillo y tampoco nada. Pero lo mismo pasaba con Ferré, lo que ya me parecía inaudito. ¡Un malagueño!, ¡y les daba igual! Habían hablado de Antonio Soler, de Pablo Aranda, de ellos mismos entre ellos mismos. Pero de Ferré, nada. Cero absoluto.
Entonces, un día que estaba yo en un hotel de Punta Umbría, a las tres de la madrugada leyendo a Dostoievski por recomendación vicaria de Wallace, lo comprendí todo. Horas antes había comprobado en uno de los bares del hotel cómo una ex compañera de trabajo a la que aprecio bastante había decidido consumir parte de su vida y vitalidad en la lectura de la trilogía de Stieg Larsson. Además, esta ex compañera mía había decidido mucho antes ceder su vida a la empresa en la que ambos trabajábamos. Es decir, me encontraba ante un doble suicidio vital. Toda la vida entregada a una agrupación de intereses meramente económicos para quien ella era una pieza intercambiable. Parte de esa vida en la absorción desvaída –o acaso interesada, lo desconozco– y distraída de aventuras imaginadas por un alucinado de los thrillers en las que la ausencia de arte –eso que, además del amor, da sentido a nuestras vidas– era inversamente proporcional a la emoción que Dostoievski desplegaba en sus páginas. Evasión frente a invasión. Mi ex compañera buscaba escapar de su realidad, mientras que yo ya me encontraba fuera de ella, totalmente al margen. Fuera de sus límites. En otro mundo. El mundo de los Ferré y los Wallace.
Consecuencia profesional número dos: me marché de la empresa. Creé entonces una sociedad de responsabilidad ilimitada, una S.L.I., basada en dos sencillos conceptos: el amor y el arte. Cada uno en sí y por sí mismos, pero también combinados en sus dos posibles conjunciones: el amor al arte, y el arte del amor. Una morosa existencia dedicada a alimentar, dar cuerda y lustrar aquello que más deseamos pero siempre postergamos en favor de la estupidez y la necedad.
Para quienes me conocen, sufrí un cambio. Una metamorfosis parecida a la que Ferré experimenta a lo largo de las páginas de su libro homónimo. Un conjunto de relatos que comienzan con un estilo deliberadamente barroco, cargado, asfixiante. Pero que, con cada cambio de título, va descargándose, aliviándose, transformándose, metamorfoseándose, destilándose en lo que imaginamos un Ferré puro, sin condimentos ni aditamentos. Al principio un Ferré adiposo, inflado, estreñido; después un Ferré libre, sin más ataduras que las que él mismo se impone al rendir tributo a sus autores preferidos: Gass, Gaddis, Goytisolo, Bernhard, por supuesto David Foster Wallace, algo de Palahniuk, algo de Gibson, algo de… Más influencias se me escapan, no soy un crítico literario. Soy un lector crítico. Mi fuerte no es el discurso crítico. Dejémoselo a los verdaderos. Yo, ahora, tras experimentar la decepción de no ver Providence, la novela de Ferré que el año pasado ganó el Herralde, en un sitio destacado de los lineales de la Feria del Libro de Málaga, voy a dedicarme a lo mío. Que es leer y esperar, también quizá escribir. Leer Providence y esperar a Ferré. A que Ferré escriba otro libro.
Conocí de la existencia de Juan Francisco Ferré buscando información en Internet sobre un autor norteamericano, David Foster Wallace. Muchos de ustedes no sabrán que Wallace se suicidó el año pasado. No por falta de éxito, que lo tuvo y mucho. Éxito de verdad. No un éxito sueco, ni templario, ni vampírico, ni un éxito tardomoderno ni aflautado. Sino un éxito pata negra. Wallace era un grandísimo escritor. Aún no ha habido tiempo suficiente para calibrar la influencia que este hombre ha tenido y tendrá (sobre todo, tendrá) sobre las actuales y venideras generaciones de escritores. Me refiero a los verdaderos escritores. Escritores como Juan Francisco Ferré. Malagueño, por cercarlo algo más.
Me encontré con su nombre, como digo, por casualidad causada por una búsqueda premeditada. Nunca dejaremos de asombrarnos de nuestra ignorancia. Leí lo que Ferré tuvo la ocurrencia de escribir sobre David Foster Wallace, y también –pues tan bien pensado y escrito estaba aquello que Ferré escribió sobre David Foster Wallace– sobre quién era Ferré, qué hacía, si había escrito y el qué. Y de aquellas tempranas y privadas investigaciones se derivaron dos consecuencias decisivas en mi vida literaria y otras dos en mi vida profesional.
Vayamos con las literarias. La primera fue que busqué y encontré la más reciente novela de Ferré, La fiesta del asno. Un libro que leí mayormente en el baño. Una novela posmoderna sobre un etarra que acaba metamorfoseado en camarero travesti en un chiringuito caribeño. Un libro del que ahora sería incapaz de hacer una buena crítica, tan bueno me pareció en su momento y aun mejor ahora, en el mero recuerdo. La segunda es que busqué con ahínco la novela de David Foster Wallace La broma infinita. La busqué y no la encontré por ningún lado. Podría haberla encargado. Pero antes quería sopesarla físicamente, ojearla, darle el visto bueno. Ya había leído otros libros de Wallace –Algo supuestamente divertido que no volvería a hacer, Entrevistas breves con hombres repulsivos, La niña del pelo raro–, y por su causa y la de Ferré, la búsqueda se convirtió en obsesión. Ferré hablaba de tal forma en su artículo sobre la novela de David Foster Wallace La broma infinita, y de los autores canónicamente influyentes sobre el posmodernismo de Wallace –haciendo además relación y recopilación detallada, una lista entonces interminable y hoy casi terminada–, que vestido de traje, lista manuscrita en mano y bajo o dentro de un calor apabullante, busqué en Málaga, Sevilla, Valencia, Castellón. En una librería de viejo de Valencia hallé En el corazón del corazón del país, de William Gass. Me lo leí en un par de días, yendo y viniendo en tren de Valencia a Castellón. Y en Castellón encontré por fin La broma infinita. Gasté tanto tiempo en estas cuitas que los plazos se me pasaron, hice mal el trabajo y, como primera consecuencia de las de orden profesional, provoqué que mi empresa perdiera un montón de dinero. Una hecatombe. Me lamentaba de mi comportamiento mientras leía a Wallace. Yo era como el drogadicto que asiente y agradece y aun comprende las reconvenciones de la madre y el padre y el médico y aun el policía o el juez mientras sigue metiéndose un pico en vena con lágrimas en los ojos.
A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Trabajaba mejor, más concentrado, más implicado si cabe. Pero siempre leyendo, surtiéndome de la canónica lista de Ferré. Y por aquel entonces, a los pocos que conocía –y conozco, cada vez menos– que también se interesaban por la literatura, les preguntaba por Wallace, por Coover, por Abish, por Barth, por Gass, y me escandalizaba interiormente cuando tan sólo recibía evasivas por desconocimiento absoluto en lugar de interés por desconocimiento absoluto. Y preguntaba entonces por Pynchon y por DeLillo y tampoco nada. Pero lo mismo pasaba con Ferré, lo que ya me parecía inaudito. ¡Un malagueño!, ¡y les daba igual! Habían hablado de Antonio Soler, de Pablo Aranda, de ellos mismos entre ellos mismos. Pero de Ferré, nada. Cero absoluto.
Entonces, un día que estaba yo en un hotel de Punta Umbría, a las tres de la madrugada leyendo a Dostoievski por recomendación vicaria de Wallace, lo comprendí todo. Horas antes había comprobado en uno de los bares del hotel cómo una ex compañera de trabajo a la que aprecio bastante había decidido consumir parte de su vida y vitalidad en la lectura de la trilogía de Stieg Larsson. Además, esta ex compañera mía había decidido mucho antes ceder su vida a la empresa en la que ambos trabajábamos. Es decir, me encontraba ante un doble suicidio vital. Toda la vida entregada a una agrupación de intereses meramente económicos para quien ella era una pieza intercambiable. Parte de esa vida en la absorción desvaída –o acaso interesada, lo desconozco– y distraída de aventuras imaginadas por un alucinado de los thrillers en las que la ausencia de arte –eso que, además del amor, da sentido a nuestras vidas– era inversamente proporcional a la emoción que Dostoievski desplegaba en sus páginas. Evasión frente a invasión. Mi ex compañera buscaba escapar de su realidad, mientras que yo ya me encontraba fuera de ella, totalmente al margen. Fuera de sus límites. En otro mundo. El mundo de los Ferré y los Wallace.
Consecuencia profesional número dos: me marché de la empresa. Creé entonces una sociedad de responsabilidad ilimitada, una S.L.I., basada en dos sencillos conceptos: el amor y el arte. Cada uno en sí y por sí mismos, pero también combinados en sus dos posibles conjunciones: el amor al arte, y el arte del amor. Una morosa existencia dedicada a alimentar, dar cuerda y lustrar aquello que más deseamos pero siempre postergamos en favor de la estupidez y la necedad.
Para quienes me conocen, sufrí un cambio. Una metamorfosis parecida a la que Ferré experimenta a lo largo de las páginas de su libro homónimo. Un conjunto de relatos que comienzan con un estilo deliberadamente barroco, cargado, asfixiante. Pero que, con cada cambio de título, va descargándose, aliviándose, transformándose, metamorfoseándose, destilándose en lo que imaginamos un Ferré puro, sin condimentos ni aditamentos. Al principio un Ferré adiposo, inflado, estreñido; después un Ferré libre, sin más ataduras que las que él mismo se impone al rendir tributo a sus autores preferidos: Gass, Gaddis, Goytisolo, Bernhard, por supuesto David Foster Wallace, algo de Palahniuk, algo de Gibson, algo de… Más influencias se me escapan, no soy un crítico literario. Soy un lector crítico. Mi fuerte no es el discurso crítico. Dejémoselo a los verdaderos. Yo, ahora, tras experimentar la decepción de no ver Providence, la novela de Ferré que el año pasado ganó el Herralde, en un sitio destacado de los lineales de la Feria del Libro de Málaga, voy a dedicarme a lo mío. Que es leer y esperar, también quizá escribir. Leer Providence y esperar a Ferré. A que Ferré escriba otro libro.
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