Para empezar, no es raro que alguien que se declara lector (de literatura) en los tiempos que corren guarde en su agenda más nombres que un jefe de compras de Carrefour. Porque en los tiempos que corren no caben las medias tintas: o se lee literatura o no se lee; y en este segundo conjunto caben las divisiones que se quiera: lectores de cualquier cosa, lectores a tiempo parcial, lectores subempleados, lectores ocasionales, lectores subdesarrollados, infralectores,
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5 sept 2011
30 may 2011
One hundred
Antes de colgar el post número 100 de este blog —aunque en realidad el cien ya se cumplió hace tiempo, sólo que a lo largo de este año he ido borrando aquello que me ha parecido, y todavía habré de seguir podando, por lo que seguro retornaré varias veces más a la cifra redonda—, voy a la presentación de una novela escrita por Alfredo Taján, director del Instituto Municipal del Libro de Málaga.
14 abr 2011
Tratando de Anatomía
En el vademécum
literario Mímesis y simulacro, de Juan Francisco Ferré, se
incluye un ensayo titulado Cero a la izquierda
(pp. 209-227) en el que el autor analiza el discurso político
en la narrativa española contemporánea, sirviéndose para ello de
cuatro novelas dispares: Francomoribundia, de Juan Luis
Cebrián; El vano ayer, de Isaac Rosa; El lado frío de la
almohada, de Belén Gopegui; y Anatomía de un instante,
de Javier Cercas. No he leído el texto de Cebrián y el de Gopegui,
aun perteneciendo a una autora que respeto, me pareció excesivamente
diáfano
28 mar 2011
Mímesis y simulacro
Tyrone Slothrop es el
(uno de los) protagonista(s) de la novela de Thomas Pynchon El
arco iris de gravedad. Slothrop, militar norteamericano que
trabaja para la inteligencia aliada en Londres durante la Segunda
Guerra Mundial, experimenta una erección cada vez que una V-2
alemana se cierne sobre la castigada capital británica(1). De niño
fue sometido a experimentos pavlovianos, condicionándose cierta
respuesta de sus partes blandas, pudendas, gónadas, pene a la
cercanía del Imipolex G, plástico usado en el aislamiento interno
de cohetes.
19 nov 2010
Entrevista a Juan Francisco Ferré en Revista de Letras
Dice el director de la revista: "Hace justo un año, Juan Francisco Ferré fue proclamado finalista del Premio Herralde de Novela por “Providence”, obra de la que, a día de hoy, se sigue escribiendo, algo inusual en tiempos en que los libros salen ya caducados. En este interrogatorio de José Luis Amores, Ferré se desata de nuevo para acercarnos a su mundo".
Podéis leerla aquí: Enlace a la entrevista en RdL
18 sept 2010
Providence, again
Releo Providence, de Juan Francisco Ferré, pocos meses después de mi primera vez. No se trata de una relectura clásica, al uso. Hago una revisión de memoria, para comprobar cuánto la recuerdo y hasta qué grado ese recuerdo es fidedigno. También lo hago para comprobar si realmente la novela es memorable. Le doy vueltas al asunto y me parece que sí aunque ahora quiero contrastar también la potencia de mis recuerdos. Pero como mi ejemplar se lo presté a un amigo sevillano, decido llamarle por teléfono y preguntarle si ya la ha terminado. Me responde al segundo bip y afirmativamente. Hace escasamente tres días pasó el punto de lectura a otra novela por cuyo título eludo inquirirle porque ahora aparco la necesidad de testar la salud de mis conexiones sinápticas por un repentino interés sobre si le gustó o no Providence. Y mi amigo, que me conoce lo suficiente como para saber de sobra que no me gusta hablar por teléfono, anticipa un Sí rotundo antes de ofrecerme una explicación pausada y detallada de los motivos que le empujan a dar ese categórico y característico Ja bernhardiano.
En primer lugar, me cuenta, le ha parecido admirable la estructura formal de la novela. Su morfología, dice, ya de por sí es merecedora del encomio más entusiasta, puesto que, además de demostrativa de la valentía del autor (algo que, convenimos los dos, queda fuera de toda duda para quienes hayan leído previamente La fiesta del Asno y Metamorfosis®), ofrece al lector un aliciente lúdico extra, pues debe preguntarse a qué viene tal grado de fragmentación multinivel, los porqués de los títulos de cada parte de la obra, y si la numeración de las tomas aparentemente interrumpidas por insertos y disertos obedece a la aplicación de alguna serie matemática poco conocida por los no versados —y nos reímos al admitir que ambos pensamos lo mismo en su momento: la de Fibonacci no, por favor— o simplemente a los ordinales de los fragmentos no desechados en el borrador final. Coincidimos en que debemos interrogar al mismo texto sobre si estamos ante una novela formalmente posmoderna, o si la deconstrucción, que no es tal (porque la facilidad con que encajan las piezas del puzzle invita a pensar que el autor ha preferido simplificarle esa tarea al lector para, a cambio, entregarle otro tipo de deberes mucho más estimulantes), no resulta más bien una alegoría del estado de diseminación de los materiales de la zona cero en un ínterin que ya es post-traumático. Advertimos juntos, en esta nuestra común lectura telefónica (con el único ejemplar de que disponemos a 220 kilómetros de mis ojos; a pocos metros de los suyos, pero cerrado), que el examen de las formas proteicas de Providence revela continuamente nuevas sorpresas, incluso meses después de haber sido leída: por ejemplo la conclusión de la relación epistolar del protagonista con Jack Daniels (“nada que ver, por cierto, con el bourbon del mismo nombre”) es de una brillantez asombrosa, pues su solidificación tiene lugar mediante causas ajenas a la misma, pero sin que la verosimilitud narrativa salga perjudicada sino con la naturalidad del devenir acontecimiento fundamental lo que, aparentemente, es anecdótico.
Conecto el manos libres y nos introducimos en el argumento. Mi amigo sevillano me dice que escucha algo así como interferencias. Esas encantadoras interferencias que hace años deleitaban a los conversadores telefónicos cuando, inopinadamente, hacían pop entre las parrafadas propias y las del interlocutor, estropeando el hilo comunicativo, pero también estimulando la curiosidad de los voyeurs interiores hasta el punto de pedir silencio al otro para posibilitar la comprensión del diálogo intruso. Le aclaro lo del gadget para vagos y entonces comprende que lo nuestro va para largo. Pues reconozco —reconoce— la dificultad de dar carpetazo con un par de risas y dos comentarios a la que quizá sea la mejor novela española de la década que (in)felizmente termina (los noughties) o empieza (los (un)happy twenty-ten). Y comenzamos a rememorar los hechos.
Cuenta mi amigo sevillano: en el Primer Nivel, un director español en el Festival de Cine de Cannes que presenta una cinta propia sin demasiado éxito. El director, tras una sesión de cama con una, en apariencia, benefactora de las artes, recibe el encargo de transformar un guión inicialmente construido al otro lado de la línea fantasma de Occidente. El borrador tiene título evocativo de videojuego iniciático: Providenz. La ciudad adonde debe ir para realizar su trabajo es Providence, cuna de H.P. Lovecraft. Además se le obliga a dar clases en la institución universitaria de allí, Brown. Clases de/sobre cine. Hay una serie de pruebas y escollos que salvar, y el protagonista pasa al Segundo Nivel. Ya en Providence, alquila un piso a un par de personajes trasunto de sendos characters de Star Trek, y es entonces cuando la realidad —si no se esfumó mucho antes, si alguna vez llegó siquiera a manifestarse— parece desaparecer por completo y lo que sucede a partir de ahora es la proyección vectorial de distintos puntos de fuga que convergen en varios posibles finales.
(...)
El paréntesis que antecede es una interferencia gigantesca. Un magma de estática llena los dos auriculares telefónicos durante más de 45 minutos; al parecer ése es el tiempo que tardamos en llegar, mediante la más ramplona linealidad, a los posibles finales de la novela. Ese paréntesis también funciona, en este (con)texto, como un gigantesco spoiler sobre el desarrollo de la novela. Algo que no se puede/debe contar. Algo que, en su momento, cuando le presté la novela a mi amigo sevillano, me negué a desvelar para no estropearle el principal atractivo de Providence: su lectura. Su descubrimiento personal e intransferible. La satisfacción de ir conociendo de primera mano, y no mediante vías alternativas y quizá interesadas, los distintos estratos narrativos, plásticos y simbólicos de Providence. Un camino cuyo recorrido debe hacerse, ineludiblemente, a solas. Porque al lector que busque una crítica de una novela cuyo título y circunstancias quizá le hayan llamado la atención, flaco favor le hacen los desvelamientos extemporáneos de su trama. Todo lo más, a ese lector podríamos darle, mi amigo sevillano y yo, en estos aquí y ahora gratuitos y desinteresados, una serie de consejos a modo de Guía de Lectura de Providence:
- Providence es un juego. Por ello, tómalo como tal y disfruta de sus niveles. Piensa que cada acción que encuentres en ella es puntuable. Que la suma de sus partes otorga un sentido al todo cuyas últimas metas son el entretenimiento, la crítica del establishment cultural y la ruptura con el aburrimiento narrativo que a diario encuentras en las mesas de Novedades.
- Providence no es un juego. Es una novela que desborda inteligencia, pensamiento, acción, misterio e incluso terror gótico —no erótico—. Leerla, además de proporcionarte diversas tipologías de placer, pondrá a prueba tu propia condición de lector/a del siglo XXI. Pondrá a prueba tu inteligencia. Pondrá a prueba tu permeabilidad a esos cambios que los que nos dicen que se avecinan mienten, pues ya están aquí. Mira a tu alrededor. No te pierdas. No te los pierdas.
- Providence se juega. Es la primera novela jugable. Puedes desarmarla y volverla a armar. Como un Lego cerebral, Providence se presta a todas las interpretaciones y posproducciones que se te ocurran, lo que le otorga esa dimensión expansiva en el sentido que cualquier Homo Ludens que se precie sabrá descubrir. (Sólo te pedimos que cuando la leas vuelvas por aquí y nos las cuentes, tus propias versiones —las del espectador/a activo/a—, porque desde ya —y sin conocerte— sabemos que serán varias.)
- Providence no juega. No. Narra. Ensaya. Acierta. Descubre. Providence va en serio. Te/Nos abre los ojos. Hace que se te/nos suban los colores. Te/Nos muestra un Nuevo Mundo por colonizar. Sería una irresponsabilidad no asomarse a mirar. No por curiosidad. Sino por hambre de conocimiento.
- Providence se la juega. En ella Juan Francisco Ferré demuestra que no es imposible apartar del camino literario los escollos que impiden la evolución y la mejora continua (Eliyahu M. Goldratt dixit, The goal. A process of on-going improvement. Creative Output BV, 1984). Providence es demostrativa de que hay vida después de lo muerto. Es perfecto ejemplo de resurrección de la narrativa española, a cargo de uno de sus más vivos representantes.
- Providence es sólo una prueba. Es la última novela de un escritor experimentado puesto a prueba por Anagrama. Es la prueba de que hay vida narrativa más allá de las tendencias involutivas con que ese ente llamado Mercado nos acecha.
- Providence no es una prueba. Es la construcción actual más sólida salida de un teclado y varios joysticks. Es la versión definitiva y estable de una narrativa 3.0 que ya no admite Beta Testers. No aceptes sucedáneos. No te conformes con alternativas. La alternativa es ésta, es Providence.
- Providence te pone a prueba. Sí. Pocos han advertido que cruzar sus páginas tiene las mismas implicaciones que penetrar una Stargate narrativa. Una lectura iniciática que transporta a quien la cruza a uno de los posibles multiversos literarios que en breve será copado por imitadores emigrados de toda greña y filiación.
Cerramos nuestra lista de consejos de lectura con la sensación de que lo más importante nos lo hemos ido dejando atrás. Siempre le digo a mi amigo sevillano que las mejores ideas son aquellas que no se dejan poner por escrito. Se nos olvidan antes de hacer clic con el ratón o el bolígrafo. Por eso es tan importante ir bien pertrechado con recado de escribir. Deberíamos haber grabado esta conversación, dice. Ya, le respondo, como la gente de American Express o los de Telefónica. Ja, replica (de nuevo Thomas Bernhard), o transcribirla, como Norman Mailer en El fantasma de Harlot.
Así llevamos más de una hora, hablando sobre la novela gracias a las virtudes de dos tipos diferentes de tarifa plana: la telefónica y la del préstamo de libros entre amigos. Hemos mencionado también varias críticas de Providence fácilmente localizables en la Red. Resulta revelador que estemos tratando de una novela que estimule ese impulso común a buscar información sobre ella. También es significativo que las mejores reseñas sobre ella (las mejor escritas) escamoteen sistemáticamente información sensible sobre su trama, prueba de la propia capacidad elíptica del crítico —las peores, aquellas que, mediante el burdo desvelamiento y un cierre a modo de indicación de vuelta a las cavernas, manifiestan la incapacidad de hacer una lectura pura, desprovista de atavismos y/o envidias soterradas pero, ay, tan rizomáticas—. Pero también confirmación de la sensación que persiste tras su lectura: el deseo de compartirla sin perjudicar el disfrute de quienes se configuran como potenciales socios del Club. Un Club en el que, dice mi amigo sevillano, está permitida la entrada a todo aquel que sea puro HTML: Huesos, Tendones, Músculos y Líquidos. Humanos, en definitiva.
No se puede estar más de acuerdo, le digo. Y colgamos.
(Switch off.)
27 jul 2010
Culebrón Nocilla (capítulo UNO)
Hace pocos años incrementé mi obra inédita con un relato que, más o menos al principio, dice así:
“Mira las solapas y, en su mayoría, ve caras viejas. Jóvenes —que lo sean más que él— aún hay pocos. Pero todo se andará, aunque evite incurrir en este pensamiento como cuando era pequeño y dudaba sobre la autenticidad de la pureza de la Virgen. Tanto éste como aquél son tabúes autoimpuestos que le torturan; por ser dogma el segundo, el primero es sólo cuestión de tiempo que pase de mero escozor a grito salvaje en sus tímpanos.”
Recuerdo cuando a Rodrigo Fresán se le consideraba un joven valor de la literatura en castellano. Era joven, desde luego, pero no precisamente un yogur con la fecha de caducidad impresa en el lejano futuro. Jóvenes promesas literarias con cerca de 40 (cuarenta) años y que hoy ya los sobrepasan con creces. ¿Qué hicieron para llegar ahí? ¿Cómo se las ingeniaron para despuntar en un panorama editorial sencillamente aterrador, plagado de falsos artistas, y cuyos planteamientos estéticos son tan espurios como los meramente financieros o inmobiliarios?
Pensemos que el mundo literario visible es la punta de un iceberg. Por debajo, tragando agua y bilis, hay todo un continente de autores que esperan su momento para salir a la superficie. Libran batallas para, como mucho, aspirar a dar unas boqueadas de aire frío antes de sumergirse de nuevo en un océano helado.
De vez en cuando, un cacho de hielo se desprende de la mísera y abigarrada base y sale a la superficie. Solo. Sin la seguridad que da la masa visible (y la invisible) frente el calor de los focos que amenazan con derretirlo en pocos segundos. Pero puede ser que este osado trozo famélico de reconocimiento atraiga a otros semejantes. Más cubitos que, quizá inopinadamente, se unirán a él hasta formar un pequeño islote que comenzará su ya no tan solitaria andadura por aquellas aguas, estos mares. Utopía: hundir el presuntuoso Titanic. Abrirle un agujero en la cubierta de estribor para que se vaya a pique y todos esos falsos viajeros a ninguna parte dejen de ufanarse de ir en primera clase.
Esto es una historia sobre la evolución de las especies. Como nos contaron y hemos leído, la vida se inició en el agua. Los cubitos de hielo consiguieron hacer una mínima brecha en el Titanic y pusieron rumbo a la orilla. Allí se dieron cuenta de que no se descongelarían si se mantenían siempre juntos. El primer cubito se llamaba Vicente, el segundo Agustín. Estaban además Javier, Eloy, Lolita, Jorge. La gente comenzó a reconocerlos por la calle. Mira, ahí van esos cubitos. Como las calles estaban sucias, y además hacía mucho calor para unos simples cubitos, de ser transparentes tornáronse de un marrón uniforme y brillante, color chocolate, y perdieron la consistencia sólida; su ser devino crema; untuosos con ellos mismos aunque algo ásperos para los demás. Entonces el cubito Agustín soñó con cuando era pequeño y su madre le ponía Nocilla sobre rebanadas de pan para merendar. La Nocilla tenía la misma consistencia que ellos ahora: mantecosa, marrón chocolate. El cubito escribió, pues, un poema en prosa y lo tituló Nocilla Dream.
Yo pedí Nocilla Dream por mail y me lo enviaron por correo y fui a pagarlo al banco. Mucho debió de interesarme lo que el cubito Vicente escribió sobre el primer poema en prosa del cubito Agustín para que soportara aquellas burocracias. Y Agustín, tras comprobar que los focos no derriten, sólo calientan los ánimos y las ánimas, compuso otras dos obras más, Experience y Lab, con el Nocilla delante. Triple (o trilógico) éxito, pues. Entretanto a los cubitos, ya reconocibles por la pátina crema(tística) que iban dejando por las avenidas y plazas cuando desfilaban, los críticos taxonómicos les fueron añadiendo, como quien pega chicles en el pelo de los demás, otros trozos de hielo desperdigados que danzaban por ahí. Quizá estos últimos se dejaron querer por causa del chocolate. Quizá no. Lo cierto es que ahora había ya cubitos Manuel, Juan Francisco, Mercedes, Robert, Mario, Jordi…: todos Nocillas a los meros efectos administrativos. Se erigieron (o los erigieron) en el Nocilla Team y, reconocidos como en su momento lo fueron los Globetrotters, fueron libres de irse a trotar por el mundo, enseñando sus cabriolas y mates —los "mira, mamá, sin manos"— en canchas posmodernas, vanguardistas, canchas con un solo espectador o miles, según se terciara.
Es decir: ya podía hablarse de Generación. Como la del 27. O de grupo consolidado, como el de Bloomsbury. Pero con base en los 70 y en blogs, en lugar de otros tipos de espacios más prosaicos y épocas absurdamente pretéritas. Especies de espacios que no se llenarían por más que hicieran inmensas listas de pensamientos dichos y por decir. Fue más o menos entonces cuando uno de los mejores cubitos, digamos un cubito añadido —no sé si decir postizo o evitarlo; quedémonos con lo de mejor cubito—, se sacó de la manga el término Mutantes. Porque los cubitos ya no eran lo que fueron, habían cambiado. De ricos en hidrógeno y oxígeno habían pasado a estar compuestos por leche, cacao, avellanas, azúcar y grasas saturadas. Era el momento de la diáspora, del spin-off. Cubitos tan gordos no podían limitarse a estar siempre juntos. Hagamos las Américas, se dijeron. Hagamos vidas paralelas, pero separadas —acordaron. La red es un espacio que lo soporta todo, incluso la distancia. Un acuerdo peligroso pero a la postre inteligente y rentable. Una apuesta literaria afterhours.
Antes de ello sufrieron, no obstante, penalidades. Fueron vilipendiados, pasados por las piedras de la crítica, acusados de plagio intelectual y de banalidad conceptual. Parte de la culpa de estos ataques la tuvieron los propios cubitos, a los cuales, como suele decirse, les va la marcha. Por ejemplo: se arrogaron la capacidad de renovación de la literatura española. Como si ellos, por razón de constituirse en mera agrupación reconocible en los medios, fueran los únicos a quienes pudiera atribuirse la construcción de cosas diferentes y avanzadas con las letras. Una postura un tanto maniquea que parecía negar la posibilidad de innovación fuera de su círculo. Los de al lado, algo que estaba cantado, se cabrearon. Pero los de enfrente se enfadaron mucho más, pues se veían retratados en las etiquetas que uno de los cubitos, el más jurista y quizá el menos cubista, procedió a adjudicar a sectores enteros del frigorífico literario. (Divide y vencerás.) A éstos les dedicaron el epíteto de tardomodernos, otorgándoles una fecha de caducidad basada en los gustos atrofiados de los lectores, éstos en su mayoría acomodados a la sopa boba ofrecida por las editoriales mayoritarias y los críticos financiados por los mass media. A los primeros (los de al lado, es decir, sus semejantes puros) los consolaron dedicándoles piropos posmodernos, y a quienes evidenciaban trazas de permeabilidad al cambio que ellos propugnaban comenzaron a llamarlos, como ya he dicho, mutantes.
Mutar ¿hacia dónde? El cubito Vicente, con la frialdad que otorgan los ensayos tecnológicos, predijo un mundo pangeico, mixto, digital, audiovisual. Un mundo literario construido mediante la unión de fragmentos narrativos provenientes de múltiples disciplinas —queda mejor decir interdisciplinar, pero no me da la gana—, sin excluir las tecnológicas y científicas. Un espectro espacial en el que todo tiene cabida, desde los textos reciclados (que no son otra cosa que las citas de toda la vida y los intertextos literarios) hasta los SMS escritos con la jerga propia de los mismos. Pero además los anuncios publicitarios, los extractos de comentarios en foros y blogs, las llamadas telefónicas, los territorios de la arquitectura y la geografía. Esta política anexionista, de nuevo colono en la vieja América, devino amplio concepto de basura literaria, científica y tecnológica cuyas aprovechables partes conviven en un nuevo espacio, el literario, que aspira a adaptarse a los frenéticos ritmos sociales sin desdeñar —en una postura contraria a la de la tradicional alta cultura, que las consideró siempre bazofia de baja extracción— cualesquiera de sus exponentes (y excrecencias) ontológicas. A todo esto el cubito Vicente le denominó la Luz Nueva, para intentar borrar el otro adjetivo decididamente más pringoso y menos poético: es decir, Nocilla. El objetivo es limpiar de obsolescencias el futuro inmediato. Renovar superficies pintando —componiendo, pensando, versificando, posteando, escribiendo— de otro modo que se diluya con el carácter de la sociedad actual. Poco falta para que, como en las mejores pesadillas de los inventores de reality shows, sean los lectores quienes acaben escribiendo los libros de los autores, interviniendo en ellos mediante un papel que supere al clásicamente pasivo de la pura y simple lectura.
Después del pacto para ampliar horizontes físicos e intelectuales, los hielitos han seguido creciendo y publicando. Es posible que hayan bajado un escalón para así poder coger de la mano —manos heladas, despersonalizadas, manos sin un yo reconocible— a un grupo de lectores más nutrido, porque el número de los anteriores era realmente pírrico. Ahora encontramos cubitos mejor dirigidos. Hielos sólidos en Alfaguara (Manuel Vilas), témpanos reconocidos en Seix-Barral (Vicente Luis Mora), aludes de nieve en la Pompeu Fabra (Eloy Fernández Porta), o rocas de hielo en Anagrama (Juan Francisco Ferré). Algunas barras de hielo están temporalmente hibernando, a la espera de próximas publicaciones. Estos cubitos saben a dónde van porque de hecho vienen de allí. A mí, personalmente —y desmintiendo el tono de lo escrito hasta ahora—, me gustan varias de las escarchas que producen estos hielos. Suelo coger un vaso ancho y llenarlo a medias de una bebida fuerte y completarlo con otra más banal, habiendo puesto antes un solo cubito, cualquiera de ellos, para degustarlos de uno en uno. Porque las agrupaciones están bien para salir a la superficie, pero luego te das cuenta de que frente a un teclado sólo cabe uno. Y que todos los demás, detrás o al lado, mirando y apuntando, no ayudan sino, más bien, estorban.
Próximo capítulo: El cubito Vicente Luis Mora.
27 jun 2010
(Per)Versión española


Providence, desde el lado de acá
Hace unas semanas escribí un texto inclasificable sobre Metamorfosis®, el magnífico conjunto de relatos de Juan Francisco Ferré, nuestro exiliado (¿expatriado?, ¿renegado?, ¿expulsado, excomulgado, hasta los huevos?) más (¿económico?, ¿social?, ¿literario?, ¿emigrante, inmigrante?) ilustre. Cabe pensar en Juan Francisco como en ese tío de América que todos tendríamos el derecho constitucional a tener. Me cabría especialmente a mí, aunque por similitudes de edad se trataría más bien de un hermanastro mayor, un primo segundo, aquel con quien hubiera hecho las guardias de esa mili que no hice por ser de clase ni demasiado baja, ni demasiado media.
Al libro de Ferré llegué a través de otro libro de Ferré, La fiesta del asno. Que luego en Providence, su última novela, se transmuta en La fiesta grande, una película dirigida por el protagonista que se desliza sin pena ni gloria por las salas de los festivales europeos. Vale decir de la incomprensible y cerril Europa. Un fiasco comercial, como era esperable. Como cabía esperar. Pero esperen, No se vayan todavía, que aún hay más. (Tan sólo acabamos de empezar.)
Ferré se fue de Málaga para dar clases en la Brown University, Providence, estado de Rhode Island, USA. (Un marrón para quienes aquí nos quedamos.) Y como Cercas hizo, Marías antes, Fowles mucho más atrás, etcétera, Ferré ideó una forma de darles en las narices a quienes no supieron o no quisieron ver lo que se nos venía encima: ese futuro que llegó como un tsunami y se convirtió en un pasado que nunca acaeció porque es ahora y cada vez más será el mañana que ya es hoy pero fue. Ferré se puso a escribir sobre la materia que mejor conoce, entretejiéndola con ese nuevo magma social que comenzaba a conocer de primera mano. Documentación in progress, on the road, first-hand, easy reach —lo que no obsta para que el atrezzo documental sorprenda y hasta apabulle—. Porque probablemente lo que más le interesaba no era la historia en sí, el argumento, la ambientación, el dato fidedigno, sino sus obsesiones: la evolución, la transformación, la metamorfosis, el cambio, etcétera, de las formas narrativas en su dos ámbitos más importantes y extendidos: la literatura y el cine. Hagamos un ceteris paribus con las demás disciplinas, y digamos entonces una (lucidísima) reflexión sobre el arte actual.
He leído un buen puñado de reseñas, recensiones, críticas y comentarios sobre Providence. Amen de la mejor o peor factura de unas y otras, podemos dividirlas entre las que cuentan o desmenuzan esa trama y la diseccionan y analizan, y las que pelan algo más la cebolla y atacan la metanarrativa de la novela. Cuestión aparte es que unas y otras acierten, o que incluso terminen no diciendo nada y aun contradiciendo el mensaje fundamental que pretende ofrecer la obra. Pero lo que casi ninguna hace es decir si blanco o negro, si sí o si no, de una forma categórica, clara, definida e inteligible para quienes de verdad importan: los lectores pagadores —los paganos de la fiesta, quienes financiamos los canapés, las copas, los puros—, los consumidores de páginas encuadernadas bajo un título resaltado. O si lo hacen, introducen una palabra o una ristra de ellas que, en un ambicioso intento de emular el esfuerzo creativo del reseñado, ponen la semilla de la duda, siembran la reticencia, desinflan las ganas, agarran el bolsillo.
Digamos, pues, inicialmente, que Providence nos encanta y apasiona. Porque es una magnífica novela, brillantemente desarrollada, escrita con indudable maestría, ingeniosa y divertida (Ferré teclearía “desopilante” o “hilarante”: el buen humor, Su pasatiempo favorito), de nuevo lúcida pero sin paréntesis, con un gran ritmo digan lo que digan aunque lo digan por decir algo feo entre mucho bueno y bonito, y, por sobre todos los demás epítetos, inteligente como sólo un inmigrante que consiguió los papeles podría pergeñar. Intentamos sonrojar así —con la sinceridad carente de toda ironía— a un Juan Francisco Ferré renuente a la adulación gratuita y, por tanto, con una epidermis refractaria al calentamiento global del Sistema. Pero lo decimos alto (aquí y no mas abajo, para al menos obligar a los buscadores de consejos a llegar hasta este punto intermedio) y claro (sin medias tintas que, como decía en el anterior párrafo, hagan rascarnos la cabeza) para ahorrar al lector buceador, al buscador de perlas como Providence —Congratulations! You’ve just got it!— lo que se avecina. Es decir,
Una hipótesis
Habrán leído El mago, de John Fowles —si no, corran rápido a la librería o a la biblioteca—, esa novela que fue best-seller y hoy es ya long-seller y, lo que importa de veras, long-reading si la expresión es pertinente, cosa que desconozco. Esa novela narra una experiencia mágico-iniciática vivida por un profesor británico en una isla griega. Maurice Conchis, el Mago, conoce (atrae) a Nicholas Urfe (el profesor) y lo involucra en un experimento de realidad virtual, ambientada en los años cincuenta, que tiene como trasfondo el arte, y en especial la literatura. Conchis y su camarilla hacen y deshacen con Urfe. Le engañan, lo inducen a enamoramientos de una chica y de su hermana gemela. Lo desenamoran. Apelan a su inteligencia, lo insultan, machacan su ego. Lo drogan. Lo seducen para luego abandonarlo a un lado. La pandilla de Conchis representa toda una suerte de complejos e inteligentes performances cuyo fin último trasciende la mera narrativa contenida en la obra de Fowles, convirtiendo al protagonista en yonqui de sus más oscuros deseos e intenciones. Y tal juego comienza en una isla (Inglaterra), sigue en otra (Phraxos, la isla griega), y aparentemente termina en su origen, la isla grande.
Qué gracia, verdad… Pero qué tiene que ver esto con Providence y con Ferré. Será casualidad o quizá sea yo mal pensado, esto es: que desbarre. Aunque el juego de los disfraces admite múltiples intervenciones, y ésta bien podría ser una de ellas, tan pertinente como otras quizá más válidas, más dialécticas y menos explosivas. Providence como El Mago tiene sus múltiples facetas: narrativa tardoiniciática, aventuras virtuales, tributos a la ornamentación insana-sexual de Bret Easton Ellis, coleccionismo de la estupidez humana (con unos Bouvard y Pécuchet metamorfoseados en sicarios de la oscuridad), terror gótico, cartuchos de entretenimiento a lo Infinite Jest, ensayos sobre la evolución de la narrativa visual, ¡y hasta un Golem! Un incontrolado e incontrolable Matrix dirigido en última instancia por personajes de George Lucas.
Y también: Alex Franco, protagonista de Providence, como trasunto de Urfe, protagonista de El mago, engañado y manipulado por múltiples vías y personajes. Introducido en una realidad virtual del siglo XXI. Saltando pantalla tras pantalla de un juego que no sabemos a dónde conduce ni cuál es el premio o si hay bonus escondido más adelante. Jack Daniels (nada que ver, por cierto, con el bourbon del mismo nombre) como borroso facsímil de Maurice Conchis. Providence en una isla, R. Island, más práctica y verosímil que Phraxos pero pequeña como esta última. Una ciudad que esconde un secreto, un mar lleno de tiburones… Nada es lo que parece, aunque todo se asemeja a algo que ya hemos visto otras veces, leído en alguna otra página, pero dónde, dónde. Hasta la novela en sí que no es novela sino algo más complejo, más grande, finaliza varias veces —es decir, sí había bonus—, pero tampoco acaba nunca.
Digamos, para apuntalar definitivamente esta hipótesis, y parafraseando a Fresán, que Providence se lee tan bien como el best-seller de Fowles, y se disfruta tanto como V. (¿Quién es V.?)
Providence, desde el lado de allá (el de ustedes)
Como un bonus-track, digamos que Providence es, al fin y a la postre, una reflexión sobre el acabamiento de las otras formas narrativas. Su decadencia, obsolescencia, anquilosamiento, esclerotización, invalidez y, finalmente, defunción y mantenimiento como piezas de museo —toda producción tardía semejante, meros ejercicios de copia para posterior diseminación comercial y puro entretenimiento masivo; o filatelia en la era de la comunicación tecnológica.
Alguien dijo que Providence era clásica en su forma. Digamos que sí porque se trata de una novela, construida mediante palabras y frases. Digamos que no porque es posible que aquel comentario fuera hecho con recelo o sin la primera sílaba. Digamos algo más y apoyemos esta excéntrica reseña con algo de jarabe de palo: muy rara vez anoto cosas de lo que leo, a no ser que pretenda hacer algo con ellas. Fue el caso con Providence. Entre las que atesoré, varias son de las últimas cincuenta páginas de la novela. Aviso que, habida cuenta del orden de opiniones tan enrarecido en el medio lector, pueden ser calificadas como escenas censuradas aun en una película snuff:
“El coeficiente intelectual, lo tenía comprobado con mis alumnos más dotados, no les sirve de nada en la vida diaria. Lo emplean en sus estudios o en sus carreras profesionales mientras para la vida se reservan los estereotipos más ramplones, los que heredaron por vía familiar o los que les suministraron sus tutores universitarios, sucedáneos edípicos de papá y mamá, mezquinos parásitos que corrompen sus categorías éticas con instrucciones pragmáticas o las sustituyen por valores conformistas propagados por el sistema… Basura moral de consumo mayoritario.”
Pero no todo está perdido:
[Darth a A. Franco]: “Dígame, Franco, antes de desmayarse y perder del todo el sentido de la realidad que le queda, ¿de verdad no le gustaría ser un ciudadano de pleno derecho del siglo veintiuno y no un lamentable residuo del veinte?”
Con respecto a las especulaciones habidas sobre Providence y sus porqués:
[Darth a A. Franco]: “Todo espectáculo, como usted sabe, se funda en la expectativa que tengamos de él. Y ahí es donde está el negocio auténtico, en crear la expectativa, no el espectáculo, que es sólo un aderezo, un accesorio más. Lo esencial es tener a la gente expectante ante el producto. Lograda esa reacción crucial, ya controlas todo lo demás.”
Ferré sabe que será difícil, pero:
[Darth a A. Franco]: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Como dijo el doctor Ho, uno de mis maestros: Para expandir el mensaje del amor, no dudes en hacer la guerra. A todo el mundo, si hace falta. Por cierto, ¿alguien puede prestarle algo de ropa a este inmigrante indocumentado?”
Y es posible que se pregunten, ¿es que me he perdido algo?:
[Delphine a Eva Dhalgren]: “Verás, preciosa, el futuro ya existe, en cierto modo ya es. El gran problema es que vive confundido con el presente y con el pasado en una realidad promiscua repleta de trabas que le impiden avanzar como debería. En ciertos períodos se hace necesaria la aparición de figuras y escenarios capaces de forzar su advenimiento, hacer la presión suficiente sobre la realidad atascada como para desprender el futuro de sus ataduras con el presente y acelerar su plena realización, ¿me sigues?”
Y al final de la novela, Ferré escribe: “Ahora, todos abajo”.
Hace unas semanas escribí un texto inclasificable sobre Metamorfosis®, el magnífico conjunto de relatos de Juan Francisco Ferré, nuestro exiliado (¿expatriado?, ¿renegado?, ¿expulsado, excomulgado, hasta los huevos?) más (¿económico?, ¿social?, ¿literario?, ¿emigrante, inmigrante?) ilustre. Cabe pensar en Juan Francisco como en ese tío de América que todos tendríamos el derecho constitucional a tener. Me cabría especialmente a mí, aunque por similitudes de edad se trataría más bien de un hermanastro mayor, un primo segundo, aquel con quien hubiera hecho las guardias de esa mili que no hice por ser de clase ni demasiado baja, ni demasiado media.
Al libro de Ferré llegué a través de otro libro de Ferré, La fiesta del asno. Que luego en Providence, su última novela, se transmuta en La fiesta grande, una película dirigida por el protagonista que se desliza sin pena ni gloria por las salas de los festivales europeos. Vale decir de la incomprensible y cerril Europa. Un fiasco comercial, como era esperable. Como cabía esperar. Pero esperen, No se vayan todavía, que aún hay más. (Tan sólo acabamos de empezar.)
Ferré se fue de Málaga para dar clases en la Brown University, Providence, estado de Rhode Island, USA. (Un marrón para quienes aquí nos quedamos.) Y como Cercas hizo, Marías antes, Fowles mucho más atrás, etcétera, Ferré ideó una forma de darles en las narices a quienes no supieron o no quisieron ver lo que se nos venía encima: ese futuro que llegó como un tsunami y se convirtió en un pasado que nunca acaeció porque es ahora y cada vez más será el mañana que ya es hoy pero fue. Ferré se puso a escribir sobre la materia que mejor conoce, entretejiéndola con ese nuevo magma social que comenzaba a conocer de primera mano. Documentación in progress, on the road, first-hand, easy reach —lo que no obsta para que el atrezzo documental sorprenda y hasta apabulle—. Porque probablemente lo que más le interesaba no era la historia en sí, el argumento, la ambientación, el dato fidedigno, sino sus obsesiones: la evolución, la transformación, la metamorfosis, el cambio, etcétera, de las formas narrativas en su dos ámbitos más importantes y extendidos: la literatura y el cine. Hagamos un ceteris paribus con las demás disciplinas, y digamos entonces una (lucidísima) reflexión sobre el arte actual.
He leído un buen puñado de reseñas, recensiones, críticas y comentarios sobre Providence. Amen de la mejor o peor factura de unas y otras, podemos dividirlas entre las que cuentan o desmenuzan esa trama y la diseccionan y analizan, y las que pelan algo más la cebolla y atacan la metanarrativa de la novela. Cuestión aparte es que unas y otras acierten, o que incluso terminen no diciendo nada y aun contradiciendo el mensaje fundamental que pretende ofrecer la obra. Pero lo que casi ninguna hace es decir si blanco o negro, si sí o si no, de una forma categórica, clara, definida e inteligible para quienes de verdad importan: los lectores pagadores —los paganos de la fiesta, quienes financiamos los canapés, las copas, los puros—, los consumidores de páginas encuadernadas bajo un título resaltado. O si lo hacen, introducen una palabra o una ristra de ellas que, en un ambicioso intento de emular el esfuerzo creativo del reseñado, ponen la semilla de la duda, siembran la reticencia, desinflan las ganas, agarran el bolsillo.
Digamos, pues, inicialmente, que Providence nos encanta y apasiona. Porque es una magnífica novela, brillantemente desarrollada, escrita con indudable maestría, ingeniosa y divertida (Ferré teclearía “desopilante” o “hilarante”: el buen humor, Su pasatiempo favorito), de nuevo lúcida pero sin paréntesis, con un gran ritmo digan lo que digan aunque lo digan por decir algo feo entre mucho bueno y bonito, y, por sobre todos los demás epítetos, inteligente como sólo un inmigrante que consiguió los papeles podría pergeñar. Intentamos sonrojar así —con la sinceridad carente de toda ironía— a un Juan Francisco Ferré renuente a la adulación gratuita y, por tanto, con una epidermis refractaria al calentamiento global del Sistema. Pero lo decimos alto (aquí y no mas abajo, para al menos obligar a los buscadores de consejos a llegar hasta este punto intermedio) y claro (sin medias tintas que, como decía en el anterior párrafo, hagan rascarnos la cabeza) para ahorrar al lector buceador, al buscador de perlas como Providence —Congratulations! You’ve just got it!— lo que se avecina. Es decir,
Una hipótesis
Habrán leído El mago, de John Fowles —si no, corran rápido a la librería o a la biblioteca—, esa novela que fue best-seller y hoy es ya long-seller y, lo que importa de veras, long-reading si la expresión es pertinente, cosa que desconozco. Esa novela narra una experiencia mágico-iniciática vivida por un profesor británico en una isla griega. Maurice Conchis, el Mago, conoce (atrae) a Nicholas Urfe (el profesor) y lo involucra en un experimento de realidad virtual, ambientada en los años cincuenta, que tiene como trasfondo el arte, y en especial la literatura. Conchis y su camarilla hacen y deshacen con Urfe. Le engañan, lo inducen a enamoramientos de una chica y de su hermana gemela. Lo desenamoran. Apelan a su inteligencia, lo insultan, machacan su ego. Lo drogan. Lo seducen para luego abandonarlo a un lado. La pandilla de Conchis representa toda una suerte de complejos e inteligentes performances cuyo fin último trasciende la mera narrativa contenida en la obra de Fowles, convirtiendo al protagonista en yonqui de sus más oscuros deseos e intenciones. Y tal juego comienza en una isla (Inglaterra), sigue en otra (Phraxos, la isla griega), y aparentemente termina en su origen, la isla grande.
Qué gracia, verdad… Pero qué tiene que ver esto con Providence y con Ferré. Será casualidad o quizá sea yo mal pensado, esto es: que desbarre. Aunque el juego de los disfraces admite múltiples intervenciones, y ésta bien podría ser una de ellas, tan pertinente como otras quizá más válidas, más dialécticas y menos explosivas. Providence como El Mago tiene sus múltiples facetas: narrativa tardoiniciática, aventuras virtuales, tributos a la ornamentación insana-sexual de Bret Easton Ellis, coleccionismo de la estupidez humana (con unos Bouvard y Pécuchet metamorfoseados en sicarios de la oscuridad), terror gótico, cartuchos de entretenimiento a lo Infinite Jest, ensayos sobre la evolución de la narrativa visual, ¡y hasta un Golem! Un incontrolado e incontrolable Matrix dirigido en última instancia por personajes de George Lucas.
Y también: Alex Franco, protagonista de Providence, como trasunto de Urfe, protagonista de El mago, engañado y manipulado por múltiples vías y personajes. Introducido en una realidad virtual del siglo XXI. Saltando pantalla tras pantalla de un juego que no sabemos a dónde conduce ni cuál es el premio o si hay bonus escondido más adelante. Jack Daniels (nada que ver, por cierto, con el bourbon del mismo nombre) como borroso facsímil de Maurice Conchis. Providence en una isla, R. Island, más práctica y verosímil que Phraxos pero pequeña como esta última. Una ciudad que esconde un secreto, un mar lleno de tiburones… Nada es lo que parece, aunque todo se asemeja a algo que ya hemos visto otras veces, leído en alguna otra página, pero dónde, dónde. Hasta la novela en sí que no es novela sino algo más complejo, más grande, finaliza varias veces —es decir, sí había bonus—, pero tampoco acaba nunca.
Digamos, para apuntalar definitivamente esta hipótesis, y parafraseando a Fresán, que Providence se lee tan bien como el best-seller de Fowles, y se disfruta tanto como V. (¿Quién es V.?)
Providence, desde el lado de allá (el de ustedes)
Como un bonus-track, digamos que Providence es, al fin y a la postre, una reflexión sobre el acabamiento de las otras formas narrativas. Su decadencia, obsolescencia, anquilosamiento, esclerotización, invalidez y, finalmente, defunción y mantenimiento como piezas de museo —toda producción tardía semejante, meros ejercicios de copia para posterior diseminación comercial y puro entretenimiento masivo; o filatelia en la era de la comunicación tecnológica.
Alguien dijo que Providence era clásica en su forma. Digamos que sí porque se trata de una novela, construida mediante palabras y frases. Digamos que no porque es posible que aquel comentario fuera hecho con recelo o sin la primera sílaba. Digamos algo más y apoyemos esta excéntrica reseña con algo de jarabe de palo: muy rara vez anoto cosas de lo que leo, a no ser que pretenda hacer algo con ellas. Fue el caso con Providence. Entre las que atesoré, varias son de las últimas cincuenta páginas de la novela. Aviso que, habida cuenta del orden de opiniones tan enrarecido en el medio lector, pueden ser calificadas como escenas censuradas aun en una película snuff:
“El coeficiente intelectual, lo tenía comprobado con mis alumnos más dotados, no les sirve de nada en la vida diaria. Lo emplean en sus estudios o en sus carreras profesionales mientras para la vida se reservan los estereotipos más ramplones, los que heredaron por vía familiar o los que les suministraron sus tutores universitarios, sucedáneos edípicos de papá y mamá, mezquinos parásitos que corrompen sus categorías éticas con instrucciones pragmáticas o las sustituyen por valores conformistas propagados por el sistema… Basura moral de consumo mayoritario.”
Pero no todo está perdido:
[Darth a A. Franco]: “Dígame, Franco, antes de desmayarse y perder del todo el sentido de la realidad que le queda, ¿de verdad no le gustaría ser un ciudadano de pleno derecho del siglo veintiuno y no un lamentable residuo del veinte?”
Con respecto a las especulaciones habidas sobre Providence y sus porqués:
[Darth a A. Franco]: “Todo espectáculo, como usted sabe, se funda en la expectativa que tengamos de él. Y ahí es donde está el negocio auténtico, en crear la expectativa, no el espectáculo, que es sólo un aderezo, un accesorio más. Lo esencial es tener a la gente expectante ante el producto. Lograda esa reacción crucial, ya controlas todo lo demás.”
Ferré sabe que será difícil, pero:
[Darth a A. Franco]: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Como dijo el doctor Ho, uno de mis maestros: Para expandir el mensaje del amor, no dudes en hacer la guerra. A todo el mundo, si hace falta. Por cierto, ¿alguien puede prestarle algo de ropa a este inmigrante indocumentado?”
Y es posible que se pregunten, ¿es que me he perdido algo?:
[Delphine a Eva Dhalgren]: “Verás, preciosa, el futuro ya existe, en cierto modo ya es. El gran problema es que vive confundido con el presente y con el pasado en una realidad promiscua repleta de trabas que le impiden avanzar como debería. En ciertos períodos se hace necesaria la aparición de figuras y escenarios capaces de forzar su advenimiento, hacer la presión suficiente sobre la realidad atascada como para desprender el futuro de sus ataduras con el presente y acelerar su plena realización, ¿me sigues?”
Y al final de la novela, Ferré escribe: “Ahora, todos abajo”.
24 jun 2010
RÜCKGRAT VON WIRKLICHKEIT (Un relato de Thomas PYNCHON)

Replico las proteicas palabras de Pynchon providencialmente nacidas de los dedos de Ferré.
RÜCKGRAT VON WIRKLICHKEIT (Un relato de Thomas PYNCHON)
¿Qué es esta máquina que nos lleva adelante de un modo tan implacable? Pasamos traqueteando un día más, un año más, como si cruzáramos a medianoche una innominada ciudad desierta. No tenemos más que los recuerdos de alguna pausa en los lugares en que nos divertíamos en nuestra juventud, de las doncellas, los naipes, el clarete. Nosotros tratamos de prolongar nuestra estancia, pero ahora un silencioso funcionario vestido con oscura librea nos indica que es hora de volver a subir al coche y reanudar el viaje. Por otra parte, mucho antes de llegar a destino, esta máquina se detendrá bruscamente. Llenos de temor, abriremos la portezuela para hablar con el cochero, y entonces descubriremos que no hay cochero ni caballos, tan sólo estará la máquina, que se desvanecerá mientras permanecemos ahí en pie, y una pradera cuya inmensidad nos desespera.
El poste estaba ahora erecto, la música, a cuatro compases del final. Un terrible silencio se hizo en el auditorio; gendarmes y combatientes se volvieron todos como magnetizados para mirar al escenario. Los movimientos de la Jarretière se tornaron más espasmódicos, agónicos: la expresión del rostro, de ordinario muerta, era tal que perturbaría durante años los sueños de quienes ocupaban las primeras filas. La música de Porcépic era ahora casi ensordecedora: se había perdido toda estructura tonal, las notas chillaban simultáneamente y eran lanzadas al azar como fragmentos de bomba: viento, cuerda, metal y percusión resultaban indistinguibles mientras la sangre corría por el poste, la muchacha empalada quedaba fláccida, estallaba el último acorde, llenaba el teatro, resonaba, se alargaba, cedía. Alguien apagó todas las luces de la escena, y alguien más corrió a bajar el telón.
Anoche soñé que me metían, dentro de
un narguile altísimo y burbujeante,
momento en que, de pronto, un genio árabe
saltó guiñando un ojo.
"He venido a obedecer todos tus deseos", me dijo,
mientras yo trataba de encontrar palabras.
"Buen chico", grité, "¡Me harías un enorme favor
consiguiéndome un poco de droga!"
Me tomó la mano con una gran sonrisa,
y en un instante volamos por el cielo,
y lo primero que vi en la tierra a que me llevó
¡fue una maciza montaña de hachís!
Florecían en todos los árboles purpúreas y amarillas píldoras
junto al lugar donde corría el río, Romilar,
crecían los hongos mágicos libres como el arco iris,
tan bonitos que tuve ganas de llorar.
Todas las muchachas, dulces y de lentos movimientos
venían a saludarnos, glorias matinales
entretejidas en sus lindas cabelleras,
trayendo grandes puñados de nívea cocaína,
deseosas de hacerme compartir su droga.
Retozamos allí durante días,
sin parar de revolcarnos y fumar
en el rojo y florecido Panamá,
tomando peyote y té de nuez moscada
con aquellos duendes tan amables en mi cabeza.
Aquel buen momento podría haber durado eternamente,
en realidad había decidido quedarme,
pero, ¿sabes qué?
Aquel genio pertenecía a la brigada de estupefacientes,
y me prendió allí mismo donde estaba.
Y me trajo de nuevo a este frío, frío mundo,
y ahora estoy en prisión doquiera que me halle...
y sueño con los días pasados en Droguilandia,
y me pregunto: ¿libre voy a quedar alguna vez?
Enfilaron a toda marcha hacia Los Ángeles, de vuelta a casa, casi invisibles y muy probablemente inobservados, pues Manuel y su equipo de alquimia automovilista de Carrocerías y Pinturas Zero de Santa Rosa habían desarrollado una laca especial de microestructura cristalina capaz de modificar su índice de refracción, de modo que aunque hubiera habido vigilancia de, el Trans-Am, con excepción de unas pocas franjas irisadas, se habría confundido con un pedazo de carretera vacía.
Por entonces, ella era demasiado joven para entender lo que él creía estarle ofreciendo, un secreto sobre el poder en el mundo. Eso pensaba él que era. También porque era joven entonces. Frenesí lo tomó sólo por una parábola sobre lo que sentía por ella, una parábola que, aun sin comprender exactamente, asimiló en la vasta e invencible mirada habitual en muchos hijos de los sesenta, prácticamente sin significado alguno, útil en muchas situaciones, incluida la ignorancia.
A todo el mundo se le dice que escriba acerca de lo que conoce. El problema para muchos de nosotros es que en la juventud creemos saberlo todo o, por decirlo de un modo más útil, con frecuencia desconocemos el alcance y la estructura de nuestra ignorancia, la cual no es sólo un espacio en blanco en el mapa mental de una persona, sino que tiene contornos y coherencia y, por lo que sé, también tiene sus normas. Así pues, como corolario a ese consejo de escribir sobre lo que conocemos, quizá podríamos añadir la necesidad de familiarizarnos con nuestra ignorancia y las probabilidades que tenemos, por falta de esa familiaridad, de echar a perder un buen relato.
Al parecer se refiere al conjunto de las vías y medios por los que en aquella época los americanos podían transmitirse mensajes, y las personas que constituían esa red anunciaban y transmitían los mensajes verbalmente, mensajes que se mezclaban de vez en cuando en un plasma (como la suprema realidad anímica del hindú), y surgían aquí y allá, en senderos, laderas y riscos, por medio de destellos de farol, ruido de cascos en la noche, botes con pantoque y bergantines de esnón, criptogramas enrollados entre pelucas de currutaco, canciones, sermones, campanadas en las torres, alas de sombrero, cartas publicadas en los periódicos, hojas impresas por una sola cara repartidas en las esquinas, gritos en los límites de la ciudad orientados a lo desconocido y en pleno invierno, en medio de la noche, y se gritaba la información, siempre con la confianza de que alguien escucha en alguna parte y transmite el mensaje, por vía marítima o terrestre, a eso se dedica La Fougueuse, junto con transbordadores que van y vienen las veinticuatro horas del día, uniendo de este modo las poblaciones costeras de Connecticut, Nueva York, los Jerseys, el norte y el sur de Chesapeake, convertidos en una sola y gran criatura ramificada, y sus impulsos viajan por arroyos y calas a la velocidad del pensamiento, Virginia, las Carolinas, y llegan hasta lo más profundo de las montañas y más allá, hasta la húmeda pradera de Ohio, y desde allí...
Como residente del mundo cotidiano, Weed Atman tenía tal vez sus virtudes, pero como tanatoide se situaba sin excepción en los niveles más bajos de la mayoría de las escalas, incluidas las que medían la dedicación y el espíritu comunitario. La primera de sus muchas entrevistas con Takeshi y LD, que prosiguieron con interrupciones a lo largo de los años, había bastado para establecer una actitud de desapego, una serie de obstáculos que ninguno de ellos pudo nunca atravesar. Nos dice el Bardo Thödol, o Libro tibetano de los muertos, que el alma, en los comienzos de su transición, a menudo no reconoce gustosamente, es más, llega a negar con vehemencia, que está realmente muerta, pues ha pasado tan fácilmente a su nuevo estado que no encuentra diferencia entre lo insólito de la vida y lo insólito de la muerte, circunstancia fomentada, en opinión de Takeshi, por la televisión, cuya tradicional costumbre de frivolizar el tema con programas médicos, programas de guerra, programas de policías y programas de asesinatos había logrado trivializar hasta la misma Gran M. Si hay vidas mediadas, se decía, ¿por qué no ha de haber muertes mediadas?
La verdad es que su salida se demora más de lo que habría sido lo normal. Todos los seres vivos que hay en la zona, incluso los vegetales, interrumpen lo que están haciendo y esperan. La lombriz parece muy hambrienta. Lentamente, la lombriz se traslada hasta uno de los islotes del río, donde establece su base de operaciones. Sus necesidades son sencillas: alimento, bebida y el placer que obtiene cuando mata. Come ovejas y cerdos, extrae la leche de nueve vacas a la vez… El número nueve aparece una y otra vez en el relato, aunque el motivo no está claro, y los perros, gatos y seres humanos imprudentes no son más que ligeros tentempiés para la lombriz. A su alrededor empieza a crecer un círculo de devastación, pálido y sucio, en el que nadie penetra y del que todo el mundo ha de alejarse, un poco cada vez, a medida que se ensancha. El animal se aventura cada día un poco más lejos, hasta que finalmente el círculo de terror avanza hasta que desde él se tiene una vista directa de las almenas del castillo de Lambton; es éste un refugio definitivo, sin duda inviolable, aunque los moradores del castillo no se atreven a organizar el éxodo, pues, cuando es necesario, la lombriz puede moverse a gran velocidad, incluso con más rapidez que un caballo al galope. Los del castillo han contemplado aterrados muchas persecuciones mortales por la llanura costera, allá abajo, porque, una vez sobre aviso, la lombriz, en terreno abierto, puede interceptar fácilmente a sus víctimas, que se hallan lejos de cualquier refugio o no tienen posibilidad de huida. Empieza así la obsesión por la lombriz.
– Si es que no entendéis –dijo Driblette exasperándose–. Sois como los puritanos con la Biblia. Fanáticos de la literalidad. Tú sabes dónde está la obra, ¿verdad? No está en el archivador, ni en el libro que buscas, sino –salió una mano del vaporoso sudario de la ducha y señaló la cabeza suspendida en el aire– aquí dentro. Para eso estoy yo. Para dar corporeidad al espíritu. ¿A quién le importan las palabras? Son ruidos mecánicos para apoyar el ritmo de los versos, para penetrar la barrera ósea de la memoria de un actor, ¿no? Pero la realidad está en esta cabeza. La mía. Yo soy el proyector del planetario, todo el cerrado microcosmos que se ve en el círculo del escenario sale de mi boca, de mis ojos y a veces también de otros orificios."
—Éstas son Molly y Dolly, estudiosas de las artes eléctricas, a quienes me complazco en examinar de vez en cuando sobre el tema, sí… Por cierto, si les apetece, esta noche, caballeros, voy a dar un recital con la armónica en La Buena Ancla, que está en el muelle de los Carpinteros, más allá del Café de Londres. Es una especie de…, lo tengo en la punta de la lengua…
—Cantina —dice Molly.
—¡Fumadero de opio! —exclama Dolly.
—Señoras, señoras…
—¡Doctor, doctor!
Al parecer, los que regresan de China-Birmania-India se reúnen para jugar a las canicas con bolitas de opio. Se pueden recoger cientos de ellas si uno se espabila. El sanitario Krypton se mete el dinero en el bolsillo y deja a Bodine, que se queda pensando, retorciéndose un pulgar, en lo que acaba de oír; mientras se aleja, siente crecer en él un irreprimible impulso… Hace una pausa para beber alcohol etílico y jugo de pomelo de una vaina de proyectil, tras desmenuzar sobre ella con los dedos una de las extrañas pastillas de codeína. Es víctima de un breve episodio de paranoia cuando aparecen dos policías militares con sus gorras rojas y, acariciando sus porras, le dirigen —al menos él se lo imagina— amenazadoras miradas. Se escabulle en la noche al amparo de las paredes y del oscuro cielo. Está llegando a un estado especial muy suyo, que él podría patentar con el nombre de Superdoping Krypton.
—Por Dios, —dijo Saúl, levantando un brazo—. Deshumanizado. ¿Cuánto más humano puedo ser? Estoy preocupado, Albóndiga, de veras. Hoy en día hay europeos que deambulan por el norte de África con la lengua arrancada porque la emplearon en decir lo que no debían. Sin embargo los europeos creían que sus palabras eran correctas.
—Barrera de lenguaje —sugirió Albóndiga.
Saúl bajó de la estufa.
—Ese es un buen candidato al peor chiste del año —comentó irritado—. No, listo, no es una barrera. En todo caso es una especie de filtración. Dile a una chica: "Te quiero". Los dos elementos implicados, tú y ella, no presentan ningún problema, forman un circuito cerrado. Pero con el repugnante verbo "querer" has de tener cuidado, pues se presta a la ambigüedad, a la redundancia, incluso irrelevancia, a la filtración. Y eso es ruido. El ruido estropea tu señal, provoca la desorganización del circuito.
Está a punto de cumplirse. Para Friedrich Auguste Kekulé von Stradonitz, su sueño de 1865, el gran Sueño que revolucionó la química e hizo posible el surgimiento de la IG. Para que el material adecuado pueda encontrar su camino hacia el soñador adecuado, cada cual, cada cosa, debe estar exactamente en el lugar que ocupe en el patrón. Jung tuvo la amabilidad de darnos la idea de un mancomunidad ancestral en la que todos comparten el mismo material onírico. ¿Pero cómo es que todos somos visitados como individuos, cada uno únicamente por aquello que necesitaba? ¿Acaso esto no implica alguna maniobra o cambio de dirección en los cauces que nos traen estos sueños? ¿Algún tipo de burocracia? ¿Y si los de la IG asistieran a sesiones espiritistas? Sin duda se sentirían a sus anchas entre los burócratas del otro lado. El sueño de Kekulé se dirige ahora a lo largo de puntos que podrían arquearse a través del silencio, claramente renuentes a vivir dentro del movimiento móvil; es una luz humana, imperfecta, que interfiere aquí con las solemnes decisiones binarias de estos agentes que ahora permiten que pase la Serpiente Cósmica, con todo el esplendor violeta de sus escamas, brillando de un modo que es definitivamente no humano...
Una noche, al final del primer mandato de Roosevelt, bajó por el primer hueco de alcantarilla llevando consigo un Catecismo de Baltimore, su breviario y, por razones que nadie pudo averiguar, un ejemplar del Arte de la navegación moderna de Knight. Lo primero que hizo, según sus diarios (que fueron descubiertos meses después de su muerte) fue echar una bendición eterna y unos cuantos exorcismos sobre todas las aguas que discurrían por los albañales entre Lexington y el East River y entre las calles Ochenta y seis y Setenta y nueve. Esta es la zona que se convirtió en Fairing's Parish. Las bendiciones aseguraban un adecuado suministro de agua bendita, y también eliminaban el problema de los bautismos individuales cuando finalmente hubiera convertido a todas las ratas de la parroquia. Esperaba asimismo que otras ratas tuvieran conocimiento de lo que estaba ocurriendo en la parte superior del East Side y acudieran a convertirse también. En poco tiempo, el padre Fairing se habría convertido en el jefe espiritual de los herederos de la tierra. Consideró un sacrificio suficientemente menguado por parte de los roedores, que le proveyeran diariamente con tres miembros de su especie para su mantenimiento físico, a cambio del alimento espiritual que él les proporcionaba.
En un compás indeterminado de la resonante partitura de la noche se le ocurrió también que estaba segura, que algo la protegía, aunque tal vez fuese sólo la borrachera que se le despejaba linealmente. La ciudad, maquillada y acicalada con las palabras e imágenes de costumbre (cosmopolita, cultura, tranvías), era suya como nunca hasta entonces lo había sido; aquella noche tenía libre acceso a los ramales más lejanos de su sistema circulatorio, tanto a los capilares demasiado pequeños para ser observados, como a los vasos apelotonados y aplastados de los impúdicos granos municipales, a flor de piel para que todos salvo los turistas los vieran. Nada de la noche podía conmoverla, nada la conmovió. La reiteración de los símbolos bastaría, puede que además sin conmociones, para minimizar la noche, incluso para desgajársela de la memoria. Estaba condenada a recordar. Encaró la posibilidad como habría podido encarar la calle en miniatura desde un balcón muy alto, un viaje en la montaña rusa, la hora de la comida de los animales del zoológico; un deseo de muerte que puede satisfacerse con el mínimo ademán. Rozó el borde del área voluptuosa de dicho deseo, consciente de que sucumbir a él sin más superaría todo lo imaginable; de que la atracción gravitatoria, las leyes de la balística y la voracidad salvaje no le prometían más dulzuras. Hizo la prueba, con un escalofrío: estoy condenada a recordar. Cada indicio que se presenta tiene que poseer su propia diafanidad, sus inequívocas posibilidades de permanencia. Pero como es lógico se preguntó si estos “indicios” diamantinos no serían más que formas de compensación. Para reparar la pérdida de la Palabra directa y epiléptica, el grito que podía anular la noche.
Cuando la tierra era aún un paraíso, hace mucho, mucho tiempo, dos grandes imperios, el Mal y el Bien, lucharon por hacerla suya. Venció el Mal, y el Bien se retiró a prudente distancia. No pasó mucho tiempo sin que rebaños de ciudadanos del Reino Inferior empezaran a visitar la Tierra Ocupada con tarifas de excursión colectiva, pululando con sus turismos y camiones—vivienda de amianto por todo el paisaje, buscando en las tiendas gangas propias de una mano de obra barata, sacándose mutuamente fotos en un ambiente azul y verde invisible para las películas que se podían comprar en el Infierno... hasta que la novedad dejó de serlo, y los visitantes empezaron a percatarse de que la Tierra era igual que sus hogares, el mismo tráfico, comida desagradable, degradación del medio ambiente, etc. ¿Para qué salir de casa sólo para encontrar una versión de segunda categoría de aquello de lo que trataban de escapar? De modo que la industria turística empezó a declinar, y después el Imperio a retirar primero a sus administradores y después incluso a sus tropas, como cerrándose sobre sí mismo, más cerca de sus fuegos infernales. Transcurrido un cierto tiempo, los túneles de entrada empezaron a cubrirse de vegetación, perdiendo sus contornos y desapareciendo enterrados por avalanchas, inundados por sedimentos, hasta que sólo algunos individuos solitarios, niños, tontos del pueblo, tropezaban de vez en cuando con alguno, en un lugar desierto, pero sin atreverse a penetrar más allá de los primeros recodos, donde se acaba la luz exterior.
¿Esa es la elección? ¿Luz o coño? ¿Qué clase de elección es ésa?
Esos pobres inocentes –exclamó en un susurro afligido, como si una ceguera se hubiera sanado sola de golpe, permitiéndole por fin ver el horror que transpiraba sobre el suelo—. Antes, al principio de todo esto…, deben de haber sido unos simples chavales, muy parecidos a nosotros… Sabían que estaban ante un gran abismo cuyo fondo nadie podía ver. Pero se arrojaron a él igualmente. Dando vítores y riendo. Era su propia “Aventura” grandiosa. Eran los héroes juveniles de una Narración del mundo; irreflexivos y libres, se precipitaron a esas profundidades por decenas de millares, hasta que un día se despertaron, los que seguían con vida, y en lugar de encontrarse posando con nobleza ante cierta geografía moral dramática, se vieron arrastrándose presas del pánico en una trinchera de barro, rodeados de ratas, oliendo a mierda y a muerte.
Se necesitarían ocho vidas y muertes humanas sólo para crear una letra del nombre de ese ser... Su expediente completo podría ocupar un espacio considerable de la historia del mundo. Somos dígitos en la computadora de Dios, tarareó, más que pensó, en su fuero interno, al son de una vulgar melodía espiritual, y lo único para lo que servimos, estar muertos o vivos, es lo único que Él ve. Todo aquello por lo que lloramos, por lo que luchamos, en nuestro mundo de sangre y trabajo, le pasa desapercibido a ese intruso cibernético que llamamos Dios.
Fergus Mixolydian, el judío armenio—irlandés y hombre universal, pretendía ser la criatura más perezosa de Nueva York. Sus intentos creativos, todos ellos incompletos, iban desde western en verso libre hasta un tabique había quitado de un retrete del aseo de caballeros de la Pennsylvania Station y que presentó en una exposición de arte como lo que los viejos dadaístas llamaban «Reddy-made». La crítica no fue benevolente. Fergus se volvió tan perezoso que su única actividad (aparte de las indispensables para mantenerse fisiológicamente vivo) consistía en, una vez por semana, juguetear en el fregadero de la cocina con células secas, retortas, alambiques, soluciones salinas. Lo que estaba haciendo era generar hidrógeno, que iba a llenar un globo verde resistente con una enorme Z pintada en él. El globo lo ataría con una cuerda al borde de la cama cuando se propusiera dormir, único modo de que los que vinieran a verle supieran decir de qué lado de la conciencia se encontraba Fergus.
La chica había oído la lluvia y los pájaros incluso antes de que se despertara del todo. Se llamaba Aubade: medio francesa medio anamita, vivía en un planeta extraño y solitario, muy particular, donde las nubes y el olor de las poincianas, la acritud del vino y el contacto fortuito de unos dedos por su región lumbar o, como plumas, por sus senos, todo ello se convertía inevitablemente para ella en elementos sonoros de una música que emergía por entre los intervalos de una aulladora oscuridad de discordancia.
Porque en este punto de la obra los acontecimientos adquieren una cualidad extraña y se introduce subrepticiamente en los diálogos cierta ambigüedad, cierta inquietud. Hasta aquí, ha habido que interpretar los nombres o en sentido literal o en sentido figurado. Pero desde que el duque da la orden de matar, se impone una modalidad expresiva diferente. De ella sólo podemos decir que es una especie de desgana ritual. Queda de manifiesto que ciertas cosas no pueden decirse en voz alta; que ciertos acontecimientos no pueden representarse en escena; aunque habida cuenta de los excesos de los actos anteriores, cuesta imaginar de qué se trata. El duque no nos aclara nada, tal vez porque no puede. Cuando se pone a gritar a Vittorio, dice claramente quiénes no han de correr en pos de Niccolò: a sus propios guardias les dice en la cara que son unos gusanos, unos payasos y unos cobardes. Pero entonces, ¿quiénes han de ser los encargados de perseguir a Niccolò? Vittorio lo sabe; como lo saben todos los pelafustanes y guardacoimas de palacio que van de aquí para allá ataviados con el uniforme de Squamuglia y que intercambian «miradas de entendimiento». Es un bromazo doméstico. El público de la época lo sabía. Angelo lo sabe, pero no lo dice. No acaba de revelarlo por mucho que se aproxime.
—Rediós —dijo—, esto es un plagio, y encima nos han censurado, a Wharfinger y a mí, pero al revés.
Se refugiaba cada vez más en el problema de la función Zeta, con el cual se distraía incluso cuando la compañera de clase cuya mirada había cruzado y mantenido durante el día entraba de puntillas después del toque de queda y se metía desnuda en la estrecha cama de Yashmeen, ni siquiera en ese raro y silencioso momento podía ignorar la cuestión, casi como si él se la estuviera susurrando al oído, de por qué Riemann había planteado la cifra de un medio al principio en lugar de inferirla más adelante… “Por descontado, uno querría tener una prueba rigurosa”, había escrito el matemático, “pero he dejado la búsqueda a un lado… tras algunos fugaces y vanos intentos, porque no es necesario para el objetivo inmediato de mi investigación”.
Pero acaso eso no implicaba… la tentadora posibilidad quedaba sencillamente fuera de su alcance… e imaginemos que en Gotinga, entre sus documentos, en algún informe escrito sólo para sí mismo y todavía sin catalogar, él hubiese sido incapaz de no volver al problema, obsesionado como todos los demás desde entonces, incapaz de no volver a la serie exasperantemente sencilla que había encontrado en la obra de Gauss y ampliado para explicar por completo el mundo especular “imaginario” que incluso Ramanujan, aquí en Trinity, había pasado por alto hasta que se lo señaló Hardy…, y que lo hubiese revisitado, que en cierto sentido hubiese reiluminado la escena, posibilitando la demostración de la hipótesis con todo el rigor que desearía cualquiera…
—A ver, Pinks, estás aquí, ¿verdad?
—¿Y dónde estás tú, insolente? No parece que donde deberías, pero eso vamos a arreglarlo, ¿verdad que sí?...—dijo agarrando a la chica por el cabello rubio con bastante rudeza, y, en un único y elegante movimiento, se levantó el camisón y al mismo tiempo se sentó a horcajadas sobre la carita impertinente…
3 jun 2010
Metamorfosis®
Tengo varios textos en la cabeza. Pero como he de decidirme por alguno, empiezo por este.
Conocí de la existencia de Juan Francisco Ferré buscando información en Internet sobre un autor norteamericano, David Foster Wallace. Muchos de ustedes no sabrán que Wallace se suicidó el año pasado. No por falta de éxito, que lo tuvo y mucho. Éxito de verdad. No un éxito sueco, ni templario, ni vampírico, ni un éxito tardomoderno ni aflautado. Sino un éxito pata negra. Wallace era un grandísimo escritor. Aún no ha habido tiempo suficiente para calibrar la influencia que este hombre ha tenido y tendrá (sobre todo, tendrá) sobre las actuales y venideras generaciones de escritores. Me refiero a los verdaderos escritores. Escritores como Juan Francisco Ferré. Malagueño, por cercarlo algo más.
Me encontré con su nombre, como digo, por casualidad causada por una búsqueda premeditada. Nunca dejaremos de asombrarnos de nuestra ignorancia. Leí lo que Ferré tuvo la ocurrencia de escribir sobre David Foster Wallace, y también –pues tan bien pensado y escrito estaba aquello que Ferré escribió sobre David Foster Wallace– sobre quién era Ferré, qué hacía, si había escrito y el qué. Y de aquellas tempranas y privadas investigaciones se derivaron dos consecuencias decisivas en mi vida literaria y otras dos en mi vida profesional.
Vayamos con las literarias. La primera fue que busqué y encontré la más reciente novela de Ferré, La fiesta del asno. Un libro que leí mayormente en el baño. Una novela posmoderna sobre un etarra que acaba metamorfoseado en camarero travesti en un chiringuito caribeño. Un libro del que ahora sería incapaz de hacer una buena crítica, tan bueno me pareció en su momento y aun mejor ahora, en el mero recuerdo. La segunda es que busqué con ahínco la novela de David Foster Wallace La broma infinita. La busqué y no la encontré por ningún lado. Podría haberla encargado. Pero antes quería sopesarla físicamente, ojearla, darle el visto bueno. Ya había leído otros libros de Wallace –Algo supuestamente divertido que no volvería a hacer, Entrevistas breves con hombres repulsivos, La niña del pelo raro–, y por su causa y la de Ferré, la búsqueda se convirtió en obsesión. Ferré hablaba de tal forma en su artículo sobre la novela de David Foster Wallace La broma infinita, y de los autores canónicamente influyentes sobre el posmodernismo de Wallace –haciendo además relación y recopilación detallada, una lista entonces interminable y hoy casi terminada–, que vestido de traje, lista manuscrita en mano y bajo o dentro de un calor apabullante, busqué en Málaga, Sevilla, Valencia, Castellón. En una librería de viejo de Valencia hallé En el corazón del corazón del país, de William Gass. Me lo leí en un par de días, yendo y viniendo en tren de Valencia a Castellón. Y en Castellón encontré por fin La broma infinita. Gasté tanto tiempo en estas cuitas que los plazos se me pasaron, hice mal el trabajo y, como primera consecuencia de las de orden profesional, provoqué que mi empresa perdiera un montón de dinero. Una hecatombe. Me lamentaba de mi comportamiento mientras leía a Wallace. Yo era como el drogadicto que asiente y agradece y aun comprende las reconvenciones de la madre y el padre y el médico y aun el policía o el juez mientras sigue metiéndose un pico en vena con lágrimas en los ojos.
A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Trabajaba mejor, más concentrado, más implicado si cabe. Pero siempre leyendo, surtiéndome de la canónica lista de Ferré. Y por aquel entonces, a los pocos que conocía –y conozco, cada vez menos– que también se interesaban por la literatura, les preguntaba por Wallace, por Coover, por Abish, por Barth, por Gass, y me escandalizaba interiormente cuando tan sólo recibía evasivas por desconocimiento absoluto en lugar de interés por desconocimiento absoluto. Y preguntaba entonces por Pynchon y por DeLillo y tampoco nada. Pero lo mismo pasaba con Ferré, lo que ya me parecía inaudito. ¡Un malagueño!, ¡y les daba igual! Habían hablado de Antonio Soler, de Pablo Aranda, de ellos mismos entre ellos mismos. Pero de Ferré, nada. Cero absoluto.
Entonces, un día que estaba yo en un hotel de Punta Umbría, a las tres de la madrugada leyendo a Dostoievski por recomendación vicaria de Wallace, lo comprendí todo. Horas antes había comprobado en uno de los bares del hotel cómo una ex compañera de trabajo a la que aprecio bastante había decidido consumir parte de su vida y vitalidad en la lectura de la trilogía de Stieg Larsson. Además, esta ex compañera mía había decidido mucho antes ceder su vida a la empresa en la que ambos trabajábamos. Es decir, me encontraba ante un doble suicidio vital. Toda la vida entregada a una agrupación de intereses meramente económicos para quien ella era una pieza intercambiable. Parte de esa vida en la absorción desvaída –o acaso interesada, lo desconozco– y distraída de aventuras imaginadas por un alucinado de los thrillers en las que la ausencia de arte –eso que, además del amor, da sentido a nuestras vidas– era inversamente proporcional a la emoción que Dostoievski desplegaba en sus páginas. Evasión frente a invasión. Mi ex compañera buscaba escapar de su realidad, mientras que yo ya me encontraba fuera de ella, totalmente al margen. Fuera de sus límites. En otro mundo. El mundo de los Ferré y los Wallace.
Consecuencia profesional número dos: me marché de la empresa. Creé entonces una sociedad de responsabilidad ilimitada, una S.L.I., basada en dos sencillos conceptos: el amor y el arte. Cada uno en sí y por sí mismos, pero también combinados en sus dos posibles conjunciones: el amor al arte, y el arte del amor. Una morosa existencia dedicada a alimentar, dar cuerda y lustrar aquello que más deseamos pero siempre postergamos en favor de la estupidez y la necedad.
Para quienes me conocen, sufrí un cambio. Una metamorfosis parecida a la que Ferré experimenta a lo largo de las páginas de su libro homónimo. Un conjunto de relatos que comienzan con un estilo deliberadamente barroco, cargado, asfixiante. Pero que, con cada cambio de título, va descargándose, aliviándose, transformándose, metamorfoseándose, destilándose en lo que imaginamos un Ferré puro, sin condimentos ni aditamentos. Al principio un Ferré adiposo, inflado, estreñido; después un Ferré libre, sin más ataduras que las que él mismo se impone al rendir tributo a sus autores preferidos: Gass, Gaddis, Goytisolo, Bernhard, por supuesto David Foster Wallace, algo de Palahniuk, algo de Gibson, algo de… Más influencias se me escapan, no soy un crítico literario. Soy un lector crítico. Mi fuerte no es el discurso crítico. Dejémoselo a los verdaderos. Yo, ahora, tras experimentar la decepción de no ver Providence, la novela de Ferré que el año pasado ganó el Herralde, en un sitio destacado de los lineales de la Feria del Libro de Málaga, voy a dedicarme a lo mío. Que es leer y esperar, también quizá escribir. Leer Providence y esperar a Ferré. A que Ferré escriba otro libro.
Conocí de la existencia de Juan Francisco Ferré buscando información en Internet sobre un autor norteamericano, David Foster Wallace. Muchos de ustedes no sabrán que Wallace se suicidó el año pasado. No por falta de éxito, que lo tuvo y mucho. Éxito de verdad. No un éxito sueco, ni templario, ni vampírico, ni un éxito tardomoderno ni aflautado. Sino un éxito pata negra. Wallace era un grandísimo escritor. Aún no ha habido tiempo suficiente para calibrar la influencia que este hombre ha tenido y tendrá (sobre todo, tendrá) sobre las actuales y venideras generaciones de escritores. Me refiero a los verdaderos escritores. Escritores como Juan Francisco Ferré. Malagueño, por cercarlo algo más.
Me encontré con su nombre, como digo, por casualidad causada por una búsqueda premeditada. Nunca dejaremos de asombrarnos de nuestra ignorancia. Leí lo que Ferré tuvo la ocurrencia de escribir sobre David Foster Wallace, y también –pues tan bien pensado y escrito estaba aquello que Ferré escribió sobre David Foster Wallace– sobre quién era Ferré, qué hacía, si había escrito y el qué. Y de aquellas tempranas y privadas investigaciones se derivaron dos consecuencias decisivas en mi vida literaria y otras dos en mi vida profesional.
Vayamos con las literarias. La primera fue que busqué y encontré la más reciente novela de Ferré, La fiesta del asno. Un libro que leí mayormente en el baño. Una novela posmoderna sobre un etarra que acaba metamorfoseado en camarero travesti en un chiringuito caribeño. Un libro del que ahora sería incapaz de hacer una buena crítica, tan bueno me pareció en su momento y aun mejor ahora, en el mero recuerdo. La segunda es que busqué con ahínco la novela de David Foster Wallace La broma infinita. La busqué y no la encontré por ningún lado. Podría haberla encargado. Pero antes quería sopesarla físicamente, ojearla, darle el visto bueno. Ya había leído otros libros de Wallace –Algo supuestamente divertido que no volvería a hacer, Entrevistas breves con hombres repulsivos, La niña del pelo raro–, y por su causa y la de Ferré, la búsqueda se convirtió en obsesión. Ferré hablaba de tal forma en su artículo sobre la novela de David Foster Wallace La broma infinita, y de los autores canónicamente influyentes sobre el posmodernismo de Wallace –haciendo además relación y recopilación detallada, una lista entonces interminable y hoy casi terminada–, que vestido de traje, lista manuscrita en mano y bajo o dentro de un calor apabullante, busqué en Málaga, Sevilla, Valencia, Castellón. En una librería de viejo de Valencia hallé En el corazón del corazón del país, de William Gass. Me lo leí en un par de días, yendo y viniendo en tren de Valencia a Castellón. Y en Castellón encontré por fin La broma infinita. Gasté tanto tiempo en estas cuitas que los plazos se me pasaron, hice mal el trabajo y, como primera consecuencia de las de orden profesional, provoqué que mi empresa perdiera un montón de dinero. Una hecatombe. Me lamentaba de mi comportamiento mientras leía a Wallace. Yo era como el drogadicto que asiente y agradece y aun comprende las reconvenciones de la madre y el padre y el médico y aun el policía o el juez mientras sigue metiéndose un pico en vena con lágrimas en los ojos.
A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Trabajaba mejor, más concentrado, más implicado si cabe. Pero siempre leyendo, surtiéndome de la canónica lista de Ferré. Y por aquel entonces, a los pocos que conocía –y conozco, cada vez menos– que también se interesaban por la literatura, les preguntaba por Wallace, por Coover, por Abish, por Barth, por Gass, y me escandalizaba interiormente cuando tan sólo recibía evasivas por desconocimiento absoluto en lugar de interés por desconocimiento absoluto. Y preguntaba entonces por Pynchon y por DeLillo y tampoco nada. Pero lo mismo pasaba con Ferré, lo que ya me parecía inaudito. ¡Un malagueño!, ¡y les daba igual! Habían hablado de Antonio Soler, de Pablo Aranda, de ellos mismos entre ellos mismos. Pero de Ferré, nada. Cero absoluto.
Entonces, un día que estaba yo en un hotel de Punta Umbría, a las tres de la madrugada leyendo a Dostoievski por recomendación vicaria de Wallace, lo comprendí todo. Horas antes había comprobado en uno de los bares del hotel cómo una ex compañera de trabajo a la que aprecio bastante había decidido consumir parte de su vida y vitalidad en la lectura de la trilogía de Stieg Larsson. Además, esta ex compañera mía había decidido mucho antes ceder su vida a la empresa en la que ambos trabajábamos. Es decir, me encontraba ante un doble suicidio vital. Toda la vida entregada a una agrupación de intereses meramente económicos para quien ella era una pieza intercambiable. Parte de esa vida en la absorción desvaída –o acaso interesada, lo desconozco– y distraída de aventuras imaginadas por un alucinado de los thrillers en las que la ausencia de arte –eso que, además del amor, da sentido a nuestras vidas– era inversamente proporcional a la emoción que Dostoievski desplegaba en sus páginas. Evasión frente a invasión. Mi ex compañera buscaba escapar de su realidad, mientras que yo ya me encontraba fuera de ella, totalmente al margen. Fuera de sus límites. En otro mundo. El mundo de los Ferré y los Wallace.
Consecuencia profesional número dos: me marché de la empresa. Creé entonces una sociedad de responsabilidad ilimitada, una S.L.I., basada en dos sencillos conceptos: el amor y el arte. Cada uno en sí y por sí mismos, pero también combinados en sus dos posibles conjunciones: el amor al arte, y el arte del amor. Una morosa existencia dedicada a alimentar, dar cuerda y lustrar aquello que más deseamos pero siempre postergamos en favor de la estupidez y la necedad.
Para quienes me conocen, sufrí un cambio. Una metamorfosis parecida a la que Ferré experimenta a lo largo de las páginas de su libro homónimo. Un conjunto de relatos que comienzan con un estilo deliberadamente barroco, cargado, asfixiante. Pero que, con cada cambio de título, va descargándose, aliviándose, transformándose, metamorfoseándose, destilándose en lo que imaginamos un Ferré puro, sin condimentos ni aditamentos. Al principio un Ferré adiposo, inflado, estreñido; después un Ferré libre, sin más ataduras que las que él mismo se impone al rendir tributo a sus autores preferidos: Gass, Gaddis, Goytisolo, Bernhard, por supuesto David Foster Wallace, algo de Palahniuk, algo de Gibson, algo de… Más influencias se me escapan, no soy un crítico literario. Soy un lector crítico. Mi fuerte no es el discurso crítico. Dejémoselo a los verdaderos. Yo, ahora, tras experimentar la decepción de no ver Providence, la novela de Ferré que el año pasado ganó el Herralde, en un sitio destacado de los lineales de la Feria del Libro de Málaga, voy a dedicarme a lo mío. Que es leer y esperar, también quizá escribir. Leer Providence y esperar a Ferré. A que Ferré escriba otro libro.
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