18 jul 2010

Diez días y nueve noches y cinco o seis libros

Como me gusta vivir el presente más que cualquier otro disfrute de los humanos conocidos, y el indicativo es una magnífica manera de ajustarse al mismo, voy a explicar en ese tiempo lo que apenas hace unos días me ha pasado o ido pasando. Rabiosa actualidad en todas sus formas narrativas por igual.

Son unos días que hemos pasado en Provenza. Nueve y pico. Es la cuarta vez en mi vida que visito dicha región, y si no cometiera exceso poético menos alejado del yo, diría que las lágrimas se me saltan en la cola de embarque del aeropuerto, a la vuelta. Estamos, pues, en Provenza, con su centro desplazado en Aix-en-Provence, centro de cultura y culturas, ciudad del agua latina en donde rara es la fuente cuyas aguas son nocivas para el interior de los cuerpos: y qué exteriores. Pareciera que la nota media para vivir allí estuviera sobreelevada, o que hubiera numerus cláusus para la fealdad. Aix es el goce estético aun de lo destrozado y grotesco. El placer de la calle y sus viandantes, su arquitectura decrépita, la canícula envolvente en las butacas de las braseries. Pero también son la música, la lectura, el cine y la pintura y la escultura. Aix es eso y los vinos de los campos que la almohadillan, sus plats du jour, formules petit-déjeneur, les boulangeries et patisseries y hasta el oriundo Carrefour y los ubicuos Intermarchés Casino. Todo ello aderezado avec les pichets de vin rosé con cubitos de hielo y el poulet au four aux herbes sur lit de pommes de terres: bagatelas que se crecen con los sobrantes de luz y los balsámicos ritmos de la crème frâiche.

Como digo, es la cuarta vez que voy y vengo. Una, hace veintidós años, camino de otra parte. Otra, once atrás. (Estas dos primeras en furgoneta y coche, un goce añadido.) Y la penúltima el verano pasado, como intermedio de unas jornadas de trabajo en Cataluña. Sin embargo, Provenza se desnuda cada vez un poco más ante mis ojos. Adquiere otras tonalidades, su sol reverbera distinto. Francia se suma a mi particular cesto de afectos por más que los españoles seamos allí históricamente mal recibidos. Pongamos la otra mejilla entonces, pues a lo mejor ahora recibimos un beso en lugar del último de los inmerecidos escupitajos.

Vemos varias jornadas de Tour y nos emocionamos con los naturales de allí. Desayunamos celebrando la toma de la Bastilla entre desfiles televisados por las calles de París. Acallamos nuestro júbilo ante el gol de Iniesta puesto que mañana es lunes y laborable y el partido se alargó demasiado. Veneramos las sobremesas y los interludios, y por supuesto las esperas y los trasnoches, empapándonos de literatura. Aprendemos los reflejos de la lengua vernácula en la de nuestros vecinos y nos vamos desprendiendo de esa mugre inculta que es hoy la masa tan sólo bilingüe; ya sólo hará falta no desesperar y cejar en el empeño; puede que la vida aquí sólo sea un tiempo muerto antes de volver allí.

Pero hoy no quiero caer en los pútrida patria que reuniera Sebald, por mor de la alegría pero también porque allí he leído —leo— a Vicente Luis Mora. VLM me ha mostrado lo ya entrevisto (durante años en su blog) y leído (adquirido y mediante préstamo) pero en su mayoría oculto por esa montaña de prejuicios del morigerado mercado editorial español. Una lista de autores y títulos cuya próxima lectura me genera una impaciencia similar a la de una cita con Marion Cotillard, casualidades francesas en Inception (la vi en una entrevista en TF1 junto con Leonardo DiCaprio, bellísima; no veo, igualmente, la hora de ir al cine —pero habrá que esperar hasta el seis de agosto—y sumergirme en la película). Mañana mismo me acerco a la biblioteca con predisposición al saqueo —previa devolución religiosa de volúmenes por mis ojos ya violados—, y por si acaso con mis dos carnets (el mío y el de mi mujer) para así hacerme con hasta diez títulos (es decir, poco más de una semana).

Como no soy ni nunca seré crítico, ni académico, ni dialéctico, ni retórico, sino lector puro, en serie, quizá divagador entusiasta, polígrafo inédito, navegante de los ellos/ellas y escéptico del yo, no podré dar, cuando lo haga —si llego a hacerlo—, una imagen pura y científica de lo que subyace en la crítica literaria y literatura crítica de Vicente Luis Mora. Tampoco lo hago con los autores y libros que comento. Sólo intento mostrar mi entusiasmo, desbrozar el difícil camino de las elecciones futuras a quienes, como yo, el arte literario les puede por sobre otros tipos de narrativas. En todo caso, y quizá especialmente con VLM, tratar de aquilatar su verdadero valor despojándolo de sus artificios connaturales, simplificándolo y acercándolo a quienes puedan interesarles las aperturas de nuevas puertas a otro tipo de luces. Una labor de médium entre dos mundos triste y eternamente irreconciliables: la lectura como goce estético y sus logos y taxonomía. Siento como si estuviera hablando de Kurtz, de El corazón de las tinieblas. Pero ni yo soy Marlowe (ni tengo delante a otro intermediario), ni este Kurtz está muerto sino tan vivo como su literatura. Soy ese simple yo lector que mira pasar, por la ventanilla de un Renault Clio alquilado, viñedos y montañas y bahías y calas, escuchando a ratos canciones comentadas con cuchicheos foráneos. Somos lectores perdidos en un hangar repleto de arte de repetición desprovisto de toda tecnología aunque rebosante de tontología. Somos quienes nos dicen que seamos. Pocas veces quienes podríamos ser si una luz nueva nos iluminase.

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