Tengo una amiga que trabaja en una sucursal de la FNAC que no diré para proteger su anonimato (no, no está en Málaga). Nos hicimos amigos por cuestiones literarias. Entre los dos convencimos a una chica que buscaba novela histórica de que se llevara Memorias de Adriano en lugar de otra cuyo título tampoco diré, aunque el anonimato lo tiene ya garantizado sin ayuda externa. Ella libra una guerra particular contra los best-sellers que, paradojas del consumo, le dan de comer. Y se pregunta por qué, habida cuenta del descaro con que su propia empresa divide el espacio en entretenimiento y literatura, el comprador de aquéllos no se hace preguntas, aunque sólo sea esta: ¿por qué leo lo que leo?
Este tipo de escaramuzas entre literatura y divertimento para simples es, a nuestros efectos, eterna. De 1611 data el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias, donde se encuentra la siguiente definición: “Libros de caballerías: Los que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del caballero del Febo y de los demás”. Cito del ensayo de Martín de Riquer Cervantes y el “Quijote”, donde se da cuenta del carácter paródico del libro de Cervantes, quien “se propuso satirizar y parodiar los libros de caballerías a fin de acabar con su lectura, que él consideraba nociva, y que, según demuestra la bibliografía, logró plenamente su propósito, pues después de publicado el Quijote menguan extraordinariamente, hasta desaparecer del todo, las ediciones españolas de libros de este género”. Haciendo la oportuna transposición de épocas, sociedad y del término “género”, no es descabellado afirmar que, siglos después de la muerte del escritor, un libro de caballerías sería hoy un best-seller a secas, sin distinciones entre géneros comerciales, y que se mantiene el matiz de Covarrubias, mucho entretenimiento y poco provecho, frase memorable que en este año 2011 cumple cuatro siglos justos.
Don Miguel de Cervantes sería, pues, un indignado de la literatura que se marca una empresa quijotesca: erradicar la estupidez del mundo literario. Una estupidez cuyos inicios, si atendemos sólo al género de las caballerías, se remonta hasta el siglo XII, cuando la injusticia y la crueldad para con los habitantes de este mundo eran tales, y de tal envergadura, que algunos escritorzuelos vieron en su cura paliativa un modo de hacer fama vendiendo placebos en forma de ficciones sobre salvadores del vulgo. Consigue su propósito, según los anales de la edición, pero una vez desaparecido el azote cervantino, autores, editores, libreros y, por encima de todos ellos, lectores recaen en el viejo vicio de distraerse leyendo sin obtener beneficio. Como suele decirse: muerto el perro se acabó la rabia.
La inteligente iniciativa de don Miguel dejó una obra de valor incalculable, y aunque no se mantuvo el orden de cosas que a él le hubiera gustado, sí quedó señalado el camino para que otros intentaran repetir su triunfo sobre la tontería. Digamos que descubrió el arma letal con que matar de asfixia a la industria en torno a la literatura inane: el gas de la risa. Pues fue mediante su ridiculización en clave paródica como se las ingenió para dejar por los suelos a los consumidores de aquel tipo de literatura, tildándoles con exageración de enfermos mentales. Aunque probablemente no fueran los lectores de su tiempo quienes recogieran el guante lanzado por su pluma, sino más bien los editores, que comprendieron cómo podía entretenerse a los lectores, a la par que entregarles provecho, sin recurrir a la fabulación adocenada de aquellas otras obras para borregos.
Pero, en mi opinión, hay un detalle que impide transponer del todo la situación de hace cuatrocientos años a la actualidad. Apunta también Martín de Riquer en el mencionado estudio la inexistencia en aquel tiempo de terminología adecuada para clasificar las obras de ficción en castellano. En francés se anteponía Roman al título, en italiano Romanzo, pero en castellano había de recurrirse al simple Libro o, más comúnmente, a Historia. Es decir, no existía la palabra Novela, de ahí que muchos lectores confundieran narraciones ficticias con historias verdaderas, y que no hubiera diferenciación clara entre lo que era producción literaria y mero entretenimiento para el vulgo atormentado y aburrido. Producir literatura para acabar siendo equiparado con toda suerte de ralea productora de bodrios no es hoy plato de gusto, y tampoco debía de serlo entonces. Ahora, sin embargo, existen sitios, como la FNAC, que tienen el detalle de establecer una subliminal oposición, siquiera con fines organizativos, entre literatura y best-sellers. De esta forma facilitan la labor de curioseo y selección a ambos tipos de consumidores: por un lado, los de chorradas en formato impreso, y, por otro, los de literatura. La convención de incompatibilidad es tácitamente aceptada y pasen por caja para abonar sus compras…
No se trata del mismo producto con calidades diferentes, sino de productos extraños el uno al otro como lo son un periódico y una pintada en los urinarios del metro: ambos se sustentan en palabras —vale, y alguna imagen—, pero su finalidad es distinta. Así, un best-seller y una obra literaria son libros en cuanto los dos narran algo, pero ahí acabaron las semejanzas. Mantener posturas que defiendan lo contrario es absurdo y, además, improductivo: tiempo perdido que mejor utilizar en fines bastante más urgentes en lo que a lo literario atañe.
Por todo ello, si a Cervantes, hoy, le pluguiera arremeter, armado de su humor y de su magnífico hacer paródico, contra algún tipo de “libros” barrunto que sería contra los que haciéndose pasar por literarios no entregan a cambio de su lectura provecho alguno ni mucho menos distraen o entretienen. Y lo tendría difícil su genio, sí, por varias razones: si ya con el Quijote tuvo problemas de crítica, en una época en la que aquélla se reducía al antro tabernario y a la circulación de panfletos entre unas pocas manos, ahora, en lugar de parecerle luchar contra gigantes como molinos de viento, se le figuraría estar amarrado tal que Gulliver en Liliput y atravesado por multitud de lanzas como alfileres; ¿y contra quién la emprendería: establecidos y acomodados, mindundis, voceadores, antólogos, funcionarios de la edición, lacayos de la cultura politizada, corruptos de la profesión, aprovechados y mantenidos, reaccionarios, vanguardistas de la miseria, consagrados por las medallas?; ¿verticalizaría de nuevo en la figura del lector empedernido, loco de remate por la mala lectura de una montaña de pésimas lecturas?; y qué hacer con la envergadura, ese gran —como dijo Francisco Rico—mazo de papeles: quién le publicaría algo así en estos tiempos (no lo olvidemos: en España). Me parece que necesitaría algo mucho más potente que el gas de la risa para acabar con todas las modalidades de tontería reinante, y que la solución final que hallara precisaría de su propia inmolación junto con el resto del cotarro.
Este tipo de escaramuzas entre literatura y divertimento para simples es, a nuestros efectos, eterna. De 1611 data el Tesoro de la lengua castellana o española, de Sebastián de Covarrubias, donde se encuentra la siguiente definición: “Libros de caballerías: Los que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del caballero del Febo y de los demás”. Cito del ensayo de Martín de Riquer Cervantes y el “Quijote”, donde se da cuenta del carácter paródico del libro de Cervantes, quien “se propuso satirizar y parodiar los libros de caballerías a fin de acabar con su lectura, que él consideraba nociva, y que, según demuestra la bibliografía, logró plenamente su propósito, pues después de publicado el Quijote menguan extraordinariamente, hasta desaparecer del todo, las ediciones españolas de libros de este género”. Haciendo la oportuna transposición de épocas, sociedad y del término “género”, no es descabellado afirmar que, siglos después de la muerte del escritor, un libro de caballerías sería hoy un best-seller a secas, sin distinciones entre géneros comerciales, y que se mantiene el matiz de Covarrubias, mucho entretenimiento y poco provecho, frase memorable que en este año 2011 cumple cuatro siglos justos.
Don Miguel de Cervantes sería, pues, un indignado de la literatura que se marca una empresa quijotesca: erradicar la estupidez del mundo literario. Una estupidez cuyos inicios, si atendemos sólo al género de las caballerías, se remonta hasta el siglo XII, cuando la injusticia y la crueldad para con los habitantes de este mundo eran tales, y de tal envergadura, que algunos escritorzuelos vieron en su cura paliativa un modo de hacer fama vendiendo placebos en forma de ficciones sobre salvadores del vulgo. Consigue su propósito, según los anales de la edición, pero una vez desaparecido el azote cervantino, autores, editores, libreros y, por encima de todos ellos, lectores recaen en el viejo vicio de distraerse leyendo sin obtener beneficio. Como suele decirse: muerto el perro se acabó la rabia.
La inteligente iniciativa de don Miguel dejó una obra de valor incalculable, y aunque no se mantuvo el orden de cosas que a él le hubiera gustado, sí quedó señalado el camino para que otros intentaran repetir su triunfo sobre la tontería. Digamos que descubrió el arma letal con que matar de asfixia a la industria en torno a la literatura inane: el gas de la risa. Pues fue mediante su ridiculización en clave paródica como se las ingenió para dejar por los suelos a los consumidores de aquel tipo de literatura, tildándoles con exageración de enfermos mentales. Aunque probablemente no fueran los lectores de su tiempo quienes recogieran el guante lanzado por su pluma, sino más bien los editores, que comprendieron cómo podía entretenerse a los lectores, a la par que entregarles provecho, sin recurrir a la fabulación adocenada de aquellas otras obras para borregos.
Pero, en mi opinión, hay un detalle que impide transponer del todo la situación de hace cuatrocientos años a la actualidad. Apunta también Martín de Riquer en el mencionado estudio la inexistencia en aquel tiempo de terminología adecuada para clasificar las obras de ficción en castellano. En francés se anteponía Roman al título, en italiano Romanzo, pero en castellano había de recurrirse al simple Libro o, más comúnmente, a Historia. Es decir, no existía la palabra Novela, de ahí que muchos lectores confundieran narraciones ficticias con historias verdaderas, y que no hubiera diferenciación clara entre lo que era producción literaria y mero entretenimiento para el vulgo atormentado y aburrido. Producir literatura para acabar siendo equiparado con toda suerte de ralea productora de bodrios no es hoy plato de gusto, y tampoco debía de serlo entonces. Ahora, sin embargo, existen sitios, como la FNAC, que tienen el detalle de establecer una subliminal oposición, siquiera con fines organizativos, entre literatura y best-sellers. De esta forma facilitan la labor de curioseo y selección a ambos tipos de consumidores: por un lado, los de chorradas en formato impreso, y, por otro, los de literatura. La convención de incompatibilidad es tácitamente aceptada y pasen por caja para abonar sus compras…
No se trata del mismo producto con calidades diferentes, sino de productos extraños el uno al otro como lo son un periódico y una pintada en los urinarios del metro: ambos se sustentan en palabras —vale, y alguna imagen—, pero su finalidad es distinta. Así, un best-seller y una obra literaria son libros en cuanto los dos narran algo, pero ahí acabaron las semejanzas. Mantener posturas que defiendan lo contrario es absurdo y, además, improductivo: tiempo perdido que mejor utilizar en fines bastante más urgentes en lo que a lo literario atañe.
Por todo ello, si a Cervantes, hoy, le pluguiera arremeter, armado de su humor y de su magnífico hacer paródico, contra algún tipo de “libros” barrunto que sería contra los que haciéndose pasar por literarios no entregan a cambio de su lectura provecho alguno ni mucho menos distraen o entretienen. Y lo tendría difícil su genio, sí, por varias razones: si ya con el Quijote tuvo problemas de crítica, en una época en la que aquélla se reducía al antro tabernario y a la circulación de panfletos entre unas pocas manos, ahora, en lugar de parecerle luchar contra gigantes como molinos de viento, se le figuraría estar amarrado tal que Gulliver en Liliput y atravesado por multitud de lanzas como alfileres; ¿y contra quién la emprendería: establecidos y acomodados, mindundis, voceadores, antólogos, funcionarios de la edición, lacayos de la cultura politizada, corruptos de la profesión, aprovechados y mantenidos, reaccionarios, vanguardistas de la miseria, consagrados por las medallas?; ¿verticalizaría de nuevo en la figura del lector empedernido, loco de remate por la mala lectura de una montaña de pésimas lecturas?; y qué hacer con la envergadura, ese gran —como dijo Francisco Rico—mazo de papeles: quién le publicaría algo así en estos tiempos (no lo olvidemos: en España). Me parece que necesitaría algo mucho más potente que el gas de la risa para acabar con todas las modalidades de tontería reinante, y que la solución final que hallara precisaría de su propia inmolación junto con el resto del cotarro.
Imagina,
le digo a mi amiga de la FNAC: tu objetivo es limpiar la escena de todos los malos escritores
que hay, no en esas estanterías de ahí, pues tienes que reconocer que están
bien colocados, sino en estas otras de aquí, donde hay mezcladas obras de arte
paridas por genios con las gilipolleces escritas por tontos de remate. ¿Qué
harías?
—Cortarles las manos —responde.
—Nada de violencia física —aclaro—. Tampoco
valdría quitarles el acceso a Internet, ni siquiera a la Wikipedia. Tienes que
utilizar procedimientos literarios, que además hacen más daño.
—Entonces crearía un personaje
quijotesco. Un loco por causa de la falsa literatura.
—Bien, sigue.
—Alguien que no escribiera pero que
tampoco fuera un lector común. Uno de esos personajes que buscan el favor
literario sin haber producido nada. Recuerdo que Borges los definió como aquellos
que quieren que los feliciten por los libros que no han escrito.
—Podría servirte un crítico fallido.
—¡Claro! Una especie de lapa literata.
—Ahí cabe todo.
—Dándole la vuelta al personaje de don
Quijote. Falto de ética. Rastrero. Baboso. Con ínfulas. Y con muchos acólitos,
también falsos.
—¿Y con escudero?
—Sí.
— ¿También
bruto, como Sancho?
—No, más intelectual. Y joven. Y escritor.
—Ahí está. Ya lo tienes. Una solución
final cervantina adaptada al siglo XXI.
—Cojonudo —dice—. Pero ¿no se ha hecho ya?
—Ahora que lo planteas, no estoy seguro.
Igual sí.
—En todo caso aún no se ha publicado, lo
hubiera visto. Vivo rodeada de libros.
—¿Estás segura? Busquemos —le propongo.
Y nos ponemos a ello con la palabra en un puño.
2 comentarios:
Es común entre lectores, escritores en ciernes y críticos literarios, criticar el best-seller, pero no acabo de entender la razón, pese a los argumentos esgrimidos en este magnífico post. ¿Por qué tratar de homogeneizar los gustos literarios? ¿Por qué pretender encontrar en el metro de Barcelona a mujeres somnolientas sonriendo ante el Ulyses de Joyce, o a economistas de corbata frunciendo el ceño ante las disquisiciones de Thomas Mann en la Montaña Mágica? ¿Por qué escandalizarnos ante el granuloso adolescente que porta en sus manos un libro de Julia Navarro o de María Dueñas, o bien disfruta ante la andrógina J.K.Rowling? Creo que en el fondo los buenos lectores nos vanagloriamos de serlo, y precisamente por los ejemplos arriba expuestos, lo seamos. Debería abandonar mi complejo de intelectual si mis amigas me hubiesen regalado El fausto de Goethe, en lugar del ubicuo El secreto, y eso no me gustaría nada, no señor. O se desvanecería mi fama de extravagante literato (entendiéndose por extravagante "gran altura intelectual") si mi jefa, al pillarme un libro de Onfray en el escritorio, me hubiera dicho: A propósito de Onfray, ¿has leído a Zigmun Baumann y su teoría del amor líquido? Y eso no nos gustaría nada, no señor, no.
El best-seller es un libro fruto de mente inteligente, portentosa diría yo, si en lo que a beneficios económicos se refiere, que a fin de cuentas, es lo que pretende cualquier escritor. Y a mí me hace sentirme muy por encima de la gente que me rodea y los consume vorazmente, así que VIVAN LOS BEST-SELLERS.
Irónico y divertido comentario, Francisco. Gracias.
Efectivamente, la existencia de los best-sellers, que todo lo igualan y nada pretenden aparte del dinero que proporcionan, otorga un plus a quienes no los consumen porque prefieren rodearse de otro tipo obras, que no simples libros. Por eso precisamente discuto con mi compañera librera, y le conmino a que deje en paz las estanterías de la derecha (según entras) y se dedique al espulgo de las de la izquierda. Ahí podría estar la causa de que las de enfrente estén más cotizadas que las que nos interesan.
Saludos.
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