A menudo despreciamos obras por el mero hecho de que no son novedosas, o por considerarlas manoseadas, o porque pensamos que no tienen nada que enseñarnos, que su lectura no nos reportará ni siquiera la utilidad del entretenimiento. Y si el verbo no es despreciar, cambiémoslo por ignorar, rehuir o evitar, da lo mismo. El resultado es que (nos) decimos conocerlas, pero sin haberlas leído. La Ilíada, la Comedia, el Decamerón, el Quijote, el Ulysses, la Recherche… Todas, además, merecedoras de una subjetivización per se: artículo más nombre, sin cursivas, sin autor.
Una de ellas, cuyo número de páginas difiere radicalmente del de las citadas, es el Cándido de Voltaire. Sé que leí una edición de Cátedra cuando estaba en el instituto, por vicio y como forma de eludir el estudio de alguna estupidez impresa en un libro de texto —qué malos eran y qué malos son—, pero no recuerdo los detalles físicos, esos que desaparecerán cuando sólo haya archivos digitales y todo el mundo edite como a Amazon le apetezca. Por eso no me lo pensé dos veces cuando hace algunas semanas vi un ejemplar editado por Edhasa, impoluto, al precio de 1 euro, y lo compré. Asegura la editorial que se trata del Cándido traducido por Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) y que vio la luz póstumamente, en 1838.
La edición de Edhasa es “cándida” hasta la carcajada. Aunque data de 2005, año en que la crisis económica apenas era un fantasma convocado por molestos agoreros, la inversión realizada en su edición debió de ser minúscula, pues está plagada de burradas sintácticas y gramaticales, discordancias y extemporaneidades. Por ejemplo, si la versión es la de Moratín, no se explica el manejo simultáneo de escudos, duros y pesetas —aunque confieso que disfruto con estas equivocaciones, en este caso añadidas a la exageración y comicidad del propio texto.
El Cándido de Voltaire es una obra que todo aquel que se considere lector debería saberse de memoria. Qué decir de los escritores, para que aprendieran de sus aciertos y sus fallos. Es una obra que deberían internalizar algunos empresarios, la mitad de los funcionarios y todos los políticos. De su interior inagotable podrían extraerse frases directas y derivadas para su uso epigramático en las contramemorias financieras, en los discursos callejeros, en los programas revolucionarios del futuro, o como mantra que repetir en los momentos de tedio. El Cándido es una obra maestra del absurdo, de lo imposible, de la exageración. Y Cándido el personaje que todo vivo interpreta a conveniencia como disfraz: su inocencia, su sencillez, su sinceridad, su candidez. Hasta para hacer el mal serviría su lectura, aunque me temo que joder vidas ajenas es tan fácil que no sea necesario estudio alguno.
Supongo que conocéis bien la historia: Cándido vive en Westfalia, bastardo recogido en el castillo de un barón de nombre deliberadamente corrupto e impronunciable. Su protector lo expulsa cuando interpreta que Cándido va a desflorar a Cunegunda, la baronesita. Ahí comienza nuestro héroe a adiestrarse en desgraciado profesional: es apaleado, robado, esclavizado, múltiples veces casi asesinado; viaja por Alemania, Francia, Portugal, Argentina, Paraguay, Inglaterra, Italia y Turquía; recala en el Dorado y se hace con riquezas que va perdiendo o gastando cándidamente; se cruza con reyes destronados, frailes puteros, doncellas prostituidas, actrices, gobernadores, obispos, críticos literarios, filósofos, maniqueos, jesuitas, mestizos e indios; mata a un judío, a un inquisidor y casi a un religioso; escucha desgracias ajenas hasta hartarse y concluir que el mundo, como lo conoce, es el peor de los posibles; acaba viviendo de los productos de una huerta, casado con su adorada Cunegunda ahora ya fea, y compartiendo casa con su antiguo tutor, una vieja a la que le falta una nalga, una especie de escudero fatalista, la doncella que fue puta y el fraile que se la beneficiaba.
La picaresca y la corrupción le hacen frente. Cándido es inmarcesiblemente bueno, y cuando recurre ocasionalmente a la violencia, lo hace para defenderse. Cándido es la versión francesa de Alonso Quijano, cuerdo pero insanamente crédulo hasta un punto de riesgo vital crónico. Pero, sobre todo, Cándido fue la vía elegida por Voltaire para arreglar cuentas con su mundo, no dejando en esa tarea títere con cabeza. Nada escapa al poder de su sátira: Alemania, Francia, Portugal, América, Inglaterra, y tampoco sus habitantes; aunque en cierta medida salva a Venecia. Reciben su parte las religiones, el ejército, las formas de gobierno, la avaricia, la cultura, la incultura y los críticos (hay un pasaje desternillante, cuando un abate dice: “Ése es un mal sujeto que se gana la vida desacreditando todas las piezas y todos los libros: un foliculario miserable que aborrece a cualquiera que ve sobresalir y merecer el aplauso público, como los eunucos aborrecen los que gozan de los placeres que ellos no pueden gustar. Es una de las sabandijas literarias que se alimentan de lodo y veneno.”). El arte es tratado con desprecio, e incluso la literatura clásica es calificada en los más duros términos. Nada hay sobre el mundo que permita calificarlo de bello y armonioso, pues hasta la belleza de la amada se marchita y cualquier tipo de pureza existe con el único fin de ser mancillada. Sólo un cándido, una vez asumida la fealdad de todo lo que le rodea, podrá encontrar en las más sencillas ocupaciones las verdaderas belleza y armonía.
Lo que más me interesa de esta obra, aparte de su humor impagable, es cómo Cándido supedita su propia felicidad al bienestar ajeno. El rey de El Dorado le permite llevarse oro y piedras preciosas en ocho carneros cargados hasta los cuernos, fortuna que Cándido pretende utilizar, en parte, para liberar a su amada de las garras del gobernador de Buenos Aires, y el resto, que constituiría una suma fabulosa e imposible, piensa gastarlo en la compra de un país entero. Las cosas salen mal, como se ha dicho, e irá perdiendo el tesoro hasta quedarse solamente con unos pocos diamantes que llevaba en los bolsillos, y que también derrocha en hacer el bien, socorrer a quienes cree necesitados —aunque en realidad la mayoría le timan— y salvar a su Cuengunda de las garras de los moros. Lo pierde todo. Sólo le quedarán la huerta, la casa destartalada y un puñado de bocas que alimentar. Pero no le importa, y termina el relato diciendo: “Todo eso es muy bueno, pero lo que importa es no disertar, no argüir y cultivar la huerta”. Incombustible Cándido.
Una de ellas, cuyo número de páginas difiere radicalmente del de las citadas, es el Cándido de Voltaire. Sé que leí una edición de Cátedra cuando estaba en el instituto, por vicio y como forma de eludir el estudio de alguna estupidez impresa en un libro de texto —qué malos eran y qué malos son—, pero no recuerdo los detalles físicos, esos que desaparecerán cuando sólo haya archivos digitales y todo el mundo edite como a Amazon le apetezca. Por eso no me lo pensé dos veces cuando hace algunas semanas vi un ejemplar editado por Edhasa, impoluto, al precio de 1 euro, y lo compré. Asegura la editorial que se trata del Cándido traducido por Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) y que vio la luz póstumamente, en 1838.
La edición de Edhasa es “cándida” hasta la carcajada. Aunque data de 2005, año en que la crisis económica apenas era un fantasma convocado por molestos agoreros, la inversión realizada en su edición debió de ser minúscula, pues está plagada de burradas sintácticas y gramaticales, discordancias y extemporaneidades. Por ejemplo, si la versión es la de Moratín, no se explica el manejo simultáneo de escudos, duros y pesetas —aunque confieso que disfruto con estas equivocaciones, en este caso añadidas a la exageración y comicidad del propio texto.
El Cándido de Voltaire es una obra que todo aquel que se considere lector debería saberse de memoria. Qué decir de los escritores, para que aprendieran de sus aciertos y sus fallos. Es una obra que deberían internalizar algunos empresarios, la mitad de los funcionarios y todos los políticos. De su interior inagotable podrían extraerse frases directas y derivadas para su uso epigramático en las contramemorias financieras, en los discursos callejeros, en los programas revolucionarios del futuro, o como mantra que repetir en los momentos de tedio. El Cándido es una obra maestra del absurdo, de lo imposible, de la exageración. Y Cándido el personaje que todo vivo interpreta a conveniencia como disfraz: su inocencia, su sencillez, su sinceridad, su candidez. Hasta para hacer el mal serviría su lectura, aunque me temo que joder vidas ajenas es tan fácil que no sea necesario estudio alguno.
Supongo que conocéis bien la historia: Cándido vive en Westfalia, bastardo recogido en el castillo de un barón de nombre deliberadamente corrupto e impronunciable. Su protector lo expulsa cuando interpreta que Cándido va a desflorar a Cunegunda, la baronesita. Ahí comienza nuestro héroe a adiestrarse en desgraciado profesional: es apaleado, robado, esclavizado, múltiples veces casi asesinado; viaja por Alemania, Francia, Portugal, Argentina, Paraguay, Inglaterra, Italia y Turquía; recala en el Dorado y se hace con riquezas que va perdiendo o gastando cándidamente; se cruza con reyes destronados, frailes puteros, doncellas prostituidas, actrices, gobernadores, obispos, críticos literarios, filósofos, maniqueos, jesuitas, mestizos e indios; mata a un judío, a un inquisidor y casi a un religioso; escucha desgracias ajenas hasta hartarse y concluir que el mundo, como lo conoce, es el peor de los posibles; acaba viviendo de los productos de una huerta, casado con su adorada Cunegunda ahora ya fea, y compartiendo casa con su antiguo tutor, una vieja a la que le falta una nalga, una especie de escudero fatalista, la doncella que fue puta y el fraile que se la beneficiaba.
La picaresca y la corrupción le hacen frente. Cándido es inmarcesiblemente bueno, y cuando recurre ocasionalmente a la violencia, lo hace para defenderse. Cándido es la versión francesa de Alonso Quijano, cuerdo pero insanamente crédulo hasta un punto de riesgo vital crónico. Pero, sobre todo, Cándido fue la vía elegida por Voltaire para arreglar cuentas con su mundo, no dejando en esa tarea títere con cabeza. Nada escapa al poder de su sátira: Alemania, Francia, Portugal, América, Inglaterra, y tampoco sus habitantes; aunque en cierta medida salva a Venecia. Reciben su parte las religiones, el ejército, las formas de gobierno, la avaricia, la cultura, la incultura y los críticos (hay un pasaje desternillante, cuando un abate dice: “Ése es un mal sujeto que se gana la vida desacreditando todas las piezas y todos los libros: un foliculario miserable que aborrece a cualquiera que ve sobresalir y merecer el aplauso público, como los eunucos aborrecen los que gozan de los placeres que ellos no pueden gustar. Es una de las sabandijas literarias que se alimentan de lodo y veneno.”). El arte es tratado con desprecio, e incluso la literatura clásica es calificada en los más duros términos. Nada hay sobre el mundo que permita calificarlo de bello y armonioso, pues hasta la belleza de la amada se marchita y cualquier tipo de pureza existe con el único fin de ser mancillada. Sólo un cándido, una vez asumida la fealdad de todo lo que le rodea, podrá encontrar en las más sencillas ocupaciones las verdaderas belleza y armonía.
Lo que más me interesa de esta obra, aparte de su humor impagable, es cómo Cándido supedita su propia felicidad al bienestar ajeno. El rey de El Dorado le permite llevarse oro y piedras preciosas en ocho carneros cargados hasta los cuernos, fortuna que Cándido pretende utilizar, en parte, para liberar a su amada de las garras del gobernador de Buenos Aires, y el resto, que constituiría una suma fabulosa e imposible, piensa gastarlo en la compra de un país entero. Las cosas salen mal, como se ha dicho, e irá perdiendo el tesoro hasta quedarse solamente con unos pocos diamantes que llevaba en los bolsillos, y que también derrocha en hacer el bien, socorrer a quienes cree necesitados —aunque en realidad la mayoría le timan— y salvar a su Cuengunda de las garras de los moros. Lo pierde todo. Sólo le quedarán la huerta, la casa destartalada y un puñado de bocas que alimentar. Pero no le importa, y termina el relato diciendo: “Todo eso es muy bueno, pero lo que importa es no disertar, no argüir y cultivar la huerta”. Incombustible Cándido.
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