14 abr 2011

Tratando de Anatomía

En el vademécum literario Mímesis y simulacro, de Juan Francisco Ferré, se incluye un ensayo titulado Cero a la izquierda (pp. 209-227) en el que el autor analiza el discurso político en la narrativa española contemporánea, sirviéndose para ello de cuatro novelas dispares: Francomoribundia, de Juan Luis Cebrián; El vano ayer, de Isaac Rosa; El lado frío de la almohada, de Belén Gopegui; y Anatomía de un instante, de Javier Cercas. No he leído el texto de Cebrián y el de Gopegui, aun perteneciendo a una autora que respeto, me pareció excesivamente diáfano en sus intenciones. Sí merecen, a mi juicio, un comentario demorado las otras dos obras utilizadas por Ferré en su análisis.


El vano ayer como Anatomía de un instante arrancan, o parecen arrancar, de una premisa común: “la transición fue una traición […] existía la posibilidad de actuar de otro modo, menos respetuoso con las instituciones del pasado […] todavía hay un sector numeroso de la población que así lo cree [...]”, p. 211. Efectivamente, Isaac Rosa realiza un complejo juego de manos en el que la historia narrada parte de un lugar común del entorno universitario de finales de la dictadura para finalizar en el abandono a que el protagonista —represaliado, nunca sabremos si con causa o sin ella; de este ambiguo y magistral procedimiento narrativo nace la fama de la novela— es sometido por sus supuestos compañeros políticos. Abandono que no puede ser sino alegoría de la opinión, soterrada o no, de ese sector de la izquierda que no comulgaba con los actos de socavamiento ideológico a que Santiago Carrillo sometió al PCE en las épocas previa e inmediatamente posterior a su legalización de los años setenta. Para Rosa, mejor dicho, para el espíritu de la novela de Rosa la transición, ejecutada como se ejecutó, dejó demasiadas heridas abiertas, si no es lícito decir que las dejó todas al aire. Tan sólo en el primer mandato de José Luis Rodríguez Zapatero pudo España plantearse actuaciones que podrían incardinarse, aun en un sentido puramente cosmético, dentro de una retórica de restañamiento de las heridas causadas durante cuarenta (¿más treinta?) años de sometimiento y/o contención. No pocas fueron las voces que se alzaron y se siguen alzando contra este tipo de iniciativas —cuyo impulso ha sido indudablemente mermado por la omnipresencia temática y espectacular de la pésima situación económica—, hasta el punto de haber conseguido la dilución de las intenciones iniciales e incluso la puesta en serios aprietos judiciales a algún alto magistrado partidario de la vía del atajo procedimental.

No camina Rosa solo en su discurso. Le precede y sigue toda una quinta columna narrativa tanto escrita como audiovisual. Sin embargo son estas últimas, las versiones fílmicas de la revancha —con su constante muestra de lo que fue y lo que pasó y quedó y aún queda impune—, las que más oportunidades tienen de calar profundamente en la opinión popular, en toda época y lugar masivamente mediatizada. Más concretamente, dado el soporte utilizado además de su carácter reiterativo, las series televisivas Amar en tiempos revueltos y, sobre todo, Cuéntame han conseguido traer a estos días en que las opiniones son, más que nunca, un producto consumible la idea de que la transición aún no ha terminado porque el olvido es sencillamente imposible: ¿cómo va a olvidarse sin siquiera una petición de disculpas, algún tipo de reparación al menos simbólica?; ¿qué hay de nuestros muertos?, ¿y de nuestras humillaciones?; ¿qué pasa con la disparidad de situaciones generadas por los favorecimientos y reveses no de la fortuna o el mérito sino del puro aprovechamiento de los unos por los otros basado en un régimen de sometimiento declarado? De todas formas, el público natural de este tipo de artefactos folletinescos asiste a la representación de cada capítulo con tal talante y a unas horas (Amar en tiempos revueltos con el estómago en digestión, y Cuéntame con biorritmos previos a fases REM) que difícilmente generarán ansias de venganza o de reposición de la justicia y sí algo de entretenimiento post-masticación y pre-sedación.

Anatomía de un instante vendría a reforzar en cierta manera el poso de motivaciones que El vano ayer pudiera haber dejado en sus lectores. No más de lo mismo sino bajada de los cielos de la narrativa hasta la tierra de lo real y las cuevas de la especulación ensayística. Mientras que la novela de Rosa se sitúa como paradigma avanzado de la existencia de brillantes vetas formales con las que revestir literariamente el tratamiento de temas harto enquistados y tratados, el magnífico trabajo de Javier Cercas reafirma, mediante su singular y paradójica sencillez formal —que no sintáctica— acostumbrada, la validez de una narrativa fuertemente amarrada en los muelles de la realidad espectacular: televisiva, periodística, desarrollada sobre la fehaciencia de hechos documentados (“además, en tiempos de Churchill la televisión no era aún el principal fabricante de realidad a la vez que el principal fabricante de irrealidad del planeta, mientras que uno de los rasgos que define el golpe del 23 de febrero es que fue grabado por televisión y retransmitido a todo el planeta”). Isaac Rosa utiliza un punto de fuga claro e inequívoco aunque, como bien concluye Juan Francisco Ferré, utilizando un procedimiento de gran complejidad y ambigüedad. Cercas en cambio es comedido en el uso de pirotecnias narrativas aunque no, como se verá, en el lanzamiento de vectores ni en el ramillete de conclusiones, a cual más sorprendente y brillante.

Este texto de Cercas resulta, como digo, brillante por una serie de motivos que hacen irresistible su enumeración. En primer lugar basa, o al principio parece basar, su desarrollo en el análisis pormenorizado de tres gestos de sendos hombres presentes en el Congreso de los Diputados la tarde del 23 de febrero de 1981: el presidente Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y el diputado y dirigente del PCE Santiago Carrillo, los tres hombres que “no se tiraron” a la orden de “todo el mundo al suelo” del teniente coronel Tejero y que tampoco se arredraron ni durante ni después de la orgía nerviosa de disparos que atronó el hemiciclo. Tres gestos que para Cercas son “muchos gestos” y cuya fascinante elucubración ocupa buena parte de las páginas. Especial mención merece, en esta parte, la reflexión sobre la traición de estos dos políticos y un militar a quienes en ellos depositaron su confianza. En esto coincide con Rosa y con el mencionado análisis de Ferré: “Quizá no sabemos con exactitud lo que es la lealtad ni lo que es la traición. Tenemos una ética de la lealtad, pero no tenemos una ética de la traición. Necesitamos una ética de la traición. El héroe de la retirada es un héroe de la traición”, y “Michel de Montaigne fue todavía más explícito: 'El bien público requiere que se traicione y que se mienta, y que se asesine'”. El hecho de que los hechos sean reales y de que los hitos conclusivos que el narrador va alcanzando con cada uno de los tres implicados estén basados más en la pura investigación y su consecuente análisis no le resta mérito sino que realza su trabajo; aun es más: a mi juicio, en esta parte de Anatomía de un instante se utiliza literariamente un recurso en principio recluido al ámbito del software recreativo de imágenes en movimiento, el de la vista 360º, que en clave narrativa supondría la constatación del conjunto de casuísticas y motivaciones que darían lugar a dichos gestos, cada uno por separado y a la par entrelazados, interrelacionados y, según Cercas, a su vez causa alguno de ellos del otro o de los otros. Por ejemplo: “Ambos [Suárez y Carrillo] cultivaban una visión personalista de la política, épica y estética a la vez, como si […] la política fuese una aventura solitaria punteada de episodios dramáticos y decisiones intrépidas”, lo que en alguna de las instancias vendría a explicar el gesto de Carrillo, ese no tirarse, como mímesis del atisbado de Suárez, que no se tiró.

En segundo lugar estaría la soberbia disección y estudio de las causas del golpe, su placenta, como él la denomina. Sin embargo no termina, o no es ése el objetivo del escritor, con esta panorámica compleja aunque unitaria, la de la explicación de esas causas y del comportamiento de sus actores (en tanto que aparecidos o involucrados, no solamente precursores) principales (“hay razones para entender el golpe del 23 de febrero como el fruto de una neurosis colectiva. O de una paranoia colectiva. O, más precisamente, de una novela colectiva. En la sociedad del espectáculo fue, en todo caso, un espectáculo más”). Además de realizar un exhaustivo desarrollo de quiénes, con consciencia plena de ello o como inductores sistémicos, propiciaron el golpe, y de cómo, cuándo y por qué lo hicieron, Cercas incluye dos impactantes teorías subterráneas basadas en un conjunto de datos empíricos de unos considerables peso y contundencia. Vuelve a utilizar para ello elementos o materiales del mundo de la imagen —espectaculares—, en concreto la película de Rossellini El general De la Rovere, de la que toma el comportamiento y metamorfosis experimentados por su protagonista para, mediante su inteligente traslación, explicar el cambio de actitud y de mentalidad de Adolfo Suárez —quien, como sujeto metaconsciente de su figura mediática: “explotaba a conciencia su porte kenediano, concebía la política como espectáculo y durante sus largos años de trabajo en Televisión Española había aprendido que ya no era la realidad quien creaba las imágenes, sino las imágenes quienes creaban la realidad”— respecto de los primigenios objetivos de los legatarios franquistas que lo situaron a la cabeza del gobierno. Ésta es la tercera razón por la que este trabajo de Javier Cercas me parece un ejercicio tan —siento la repetición— brillante. Vendría a concluir Cercas que la transición de la dictadura a la democracia y la pervivencia de ésta fueron posibles gracias al inconformismo de Suárez y no al supuesto magma de fuerzas a favor del cambio. El presidente por nombramiento directo del Rey, primer legatario de Franco, concluyó rápidamente que no le bastaría con simplemente detentar un poder no legitimado por quienes en teoría democrática deben legitimarlo. Es decir, una vez alcanzado el objetivo que, en su día, le vaticinara a su futuro suegro como culminación de su carrera política, Suárez no vio otra forma de romper la línea de mando hereditaria por orden dictatorial que lanzarse al vacío de las urnas para alcanzar esa legitimidad. Al igual que Enmanuel Bardone, protagonista de la película de Rossellini, se metamorfoseó en el general De la Rovere a fin de convencer a sus compañeros presos de su genuino (pero mentalmente adquirido) izquierdismo, Suárez permutó su militancia fascista por un falso centrismo político (“dado que en democracia la política es un teatro y nadie puede actuar en un teatro sin fingir lo que no siente”) cuyo único objetivo fue obtener la aprobación de aquellos a quienes se enfrentó ya en modo votante para obtener un poder validado por las papeletas. Si el arribista elegido por el Rey no hubiera sido Suárez sino otro más manejable, o no obsesionado con detentar un poder veraz y no prestado y auxiliado por la fuerza, el miedo y cuarenta años de sometimiento heredado, no hubiera habido elecciones, al menos no tan rápidamente, no se hubiera legalizado el PCE, al menos no tan rápidamente, no habría habido transición democrática, al menos no tan rápida y fulgurante (“casi lo único que podían hacer sus adversarios era mantenerse en suspenso, intentar entender lo que hacía y tratar de no perder el paso”), y posiblemente aquel 23 de febrero de 1981 no hubiera sido dado ningún golpe de estado —quizá necesario, pues “el 23 de febrero no sólo puso fin a la transición y a la posguerra franquista: el 23 de febrero puso fin a la guerra”—. Pero el político arribista, chulo de provincias, lamedor profesional prácticamente criado en el Movimiento fue Adolfo Suárez y no otro, y éste quería legitimidad y no mera representación, no mera farsa. Por eso las cosas fueron como fueron y sucedió todo lo que sucedió.

La otra conclusión de Cercas, aunque obvia hasta extremos ridículos, es, acaso por el enfoque otorgado a la obra y por el momento y forma en que la incluye —justo al final, como residuo de una conversación entre su padre y él—, demoledora: ¿Por qué a Suárez le salió bien aquel órdago electoral? Es decir, ¿cómo pudo ganar las elecciones un político falangista, de Acción Católica, arribista del Movimiento, puesto a dedo por el heredero de Franco y sostenido por una caterva de fascistas acérrimos? La respuesta del padre de Cercas es diáfana: le votamos “porque era como nosotros […] Era de pueblo, había sido de Falange, había sido de Acción Católica, no iba a hacer nada malo, lo entiendes, ¿no?”. Miedo a lo desconocido y/o miedo a dejar de tener miedo. Con este final el proceso desarrollado en Anatomía de un instante hasta poco antes (situar la figura del públicamente idolatrado ex-presidente en la tierra, contextualizándola: destrozándola) se invierte. Cercas, que había discutido en su juventud múltiples veces con su padre a causa de los motivos expuestos al principio de este artículo —y que son la génesis de El vano ayer y parecieran serlo también, al menos a modo de secuela, de Anatomía de un instante—, efectúa un giro de corte sentimental fundamentado en el respeto a la prudencia y la madurez de sus/nuestros mayores: “había entendido que yo no tenía razón y él no estaba tan equivocado, que yo no soy mejor que él, y que ya no voy a serlo”.

Conclusión. Magníficas obras ambas, de obligada lectura para quienes se pregunten por cuestiones formales, de estilo, de propósito, de medio, para quienes se pregunten si todo esto de la literatura sigue teniendo algún sentido, si de veras sirve para algo. También obras viejas, El vano ayer más que Anatomía de un instante, y muy cotizadas. Pero siento que andamos cojos. Historiamos, nos quejamos, denunciamos pero no terminamos de afianzar nuestra realidad con una alternativa inventada. En este sentido sería interesante un ejercicio novelístico, ficcional, a modo de remake de la novela de Philip Roth La conjura contra América: a) Suárez no fue elegido presidente del gobierno por el Rey; o b) Suárez no ganó las primeras elecciones libres de la democracia. En el primer caso cabe pensar en un presidente alternativo fascista hasta la médula y sin necesidad de zarandajas legitimadoras; en el segundo en un prematuro mandato de Felipe González sin la cintura necesaria. ¿Y entonces qué?

1 comentario:

Anónimo dijo...

A que viene la buena crítica que LM hizo el 29 de enero de "Mi gran novela de la Vaguada" del sobrino de Paloma San Basilio?
En aquella fecha no se sabía que Alberto Olmos había fichado por Mondadori (del mismo grupo editorial que "Caballo de Troya", la que edita a Fernando San Basilio).
No quiero pensar que el alter-ego de Alberto Olmos sea utilizado para pagar favores.

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