“Me han dicho que usted
mata.”
Las niñas perdidas,
pág. 10.
¿Qué dice un violador
y pederasta
en medio de un desastre?
Las mujeres y los niños
primero.
Cosecha propia
Como solamente soy un
lector esporádico —o
espontáneo— de novela negra, busco y
encuentro la definición de novela negra en la wikipedia, que
reproduzco editada y sin las taras ortográficas y gramaticales del
original: “Este
tipo de relato presenta una atmósfera asfixiante, de miedo, de
violencia, de falta de justicia, de corrupción del poder y de
inseguridad. Nace en Estados Unidos durante las primeras décadas del
siglo XX como variante de las historias policíacas, agregando la
violencia a las características de aquel género.
En la novela negra los crímenes se basan en debilidades humanas
tales como la rabia, las ansias de poder, la envidia, el odio, la
avaricia, etc., razón por la que se utiliza un lenguaje
eminentemente crudo. En este género se da más importancia a la
acción que al análisis del crimen, predominando la descripción del
entorno social donde nacen los criminales y el trabajo reflexivo
sobre el deterioro ético.”
Hago
esto porque me confundo y corro el riesgo de confundir una novela de
Cristina Fallarás que leí hace poco, Las
niñas perdidas.
Si hay que hacer caso a la definición wikipédica, y no veo por qué
no habría que hacérselo, Las
niñas perdidas
es perdidamente negra. A un amigo que también la estaba leyendo casi
a la par que yo, le dije: “No es una novela negra”, pero me
equivocaba. Lo que sucede es que estoy acostumbrado (es un decir, yo
no leo novela negra) a otro tipo de novelas negras, las mal escritas
(principal razón de que no lea novela negra). En mi segunda juventud
leí a Dashiell Hammet porque sabía que había que leerlo. Como
regalo desinformado de algunos cumpleaños, de algunas navidades, he
recibido títulos de novela negra que también he leído y que no
habían sido escritos por Hammet ni, por citar a un escritor
reciente, John Banville (a.k.a. Benjamin Black). De esta forma me vi
obligado a leer a Ellroy y no me gustó. Tampoco me gustó Mankell
ni, entre los más cercanos, Lorenzo Silva (a quien probablemente leí
para no ser menos que Aznar). En cambio sí guardo buen recuerdo de
Los
Amigos del Crimen Perfecto,
de Andrés Trapiello. Hay algunos más, pero como ya he demostrado
suficientemente mi premeditada ignorancia, prefiero hablar de Las
niñas perdidas.
Fiel
a la definición del género, la autora elige un crimen pero se ocupa
poco de él. Es decir, la novela no es policíaca o detectivesca
aunque la protagonice una periodista mutante en detective. A la
autora le interesa principalmente re(mal)tratar el
entorno social donde nacen los criminales,
que no es otro que Barcelona. Barcelona la feísima fuera de sus
alarmadas zonas de parque temático, de espectáculo turístico y
catalanidad aristocrática. La urbe más literaria de Cataluña y
España pero también una de las más llenas de chorizos y miseria y
crímenes y brutalidad: “Lentamente
avanzan por la autopista urbana bordeada de tristes edificaciones
levantadas sobre peluquerías de extrarradio y boutiques con nombres
como Modas Mary o Puri o también Gyna's. Ya todo es gris hormigón y
negro hormiga, excepto un túnel de lavado azul piscina y la lejana
torre de un nuevo centro comercial para inmigrantes de consumo
básico”,
p. 93. Cuando voy a Barcelona y cruzo hacia la Plaza de Cataluña
asisto a la representación de un cruel espectáculo de variedades a
cual más esperpéntica, producto del aluvión pero también del mal
gusto de los propios barceloneses y de la sempiternamente inútil y
corrupta administración (“Recordar
a los yonquis la llevó de nuevo a cagarse en la administración”,
p. 41).
La
única posibilidad en una ciudad así es centrarse en las relaciones
humanas y batallar contra las inhumanas. Así procede, por ejemplo,
la detective ex-aspirante a periodista con su único colaborador, un
chorizo agitanado reconvertido en su protector incondicional: “Cuando
yo era más joven quería ser padre. En realidad era más que eso,
quería ser honrado, como la mayoría de mis amigos, y eso
significaba encontrar a una mujer que no tocara demasiado los
cojones, buscar un trabajo para vagos, casarme y tener un par de
hijos”,
(joder, tío, o Cristina, como los veintitantos millones de bestias
masculinas que habitan este país...), “Yo
quería tener una niña que se llamara Paulina y a lo mejor vender
enciclopedias de Planeta por los barrios más ricos llenos de mujeres
insinuantes con camisones como el que tú llevas ahora, brillantes de
seda. O meterme a periodista deportivo y que el Barça me pagara bajo
mano por callarme lo que no tenía que decir y decir lo que ellos
quisieran”,
p. 122.
Bendita
libertad de expresión, esa manera de expresarse de esta
mujer. Siempre ha habido ricos y pobres pero Cristina Fallarás
redescubre la brecha en su novela bajándoles los pantalones y
subiéndoles las faldas, dejando así a la vista la podredumbre que
no puede taparse con prendas íntimas de alta costura. Los ricos son
unos cabrones pero sobre todo unos imbéciles con mucho que perder;
dicho de otro modo: los pobres tienen toda una posible buena vida por
delante, pues gran parte de la mala la dejaron atrás, mientras que
los ricos, preocupados por su standing cateto —el
catestanding—
o paleto —el palestanding—,
ya sólo pueden caer y seguir cayendo (aplausos). Porque ¿a quiénes
si no a gentes de/con dinero les pueden ir tan mal las cosas —y
pueden conducirse de tan mala manera— como a los narrados en la
novela de Fallarás? Quien quiera saber de qué hablamos cuando
hablamos de cosas que van mal y de conducirse peor tendrá que leer
el libro. Baste con decir que, en la zurra general que la autora
propina a la sociedad barcelonesa (vale decir la española, europea,
etc.) de ahora,
todos reciben su correspondiente estopa: masticadores de avena (David
Foster Wallace dixit)
o defensores de la vida macrobiótica, administraciones públicas y
cuerpos de seguridad del estado ineptos y melifluos y corruptos,
sistemas sociales tan famosos o tan de moda como el capitalismo,
traficantes de droga, violadores y pederastas, profesionales del
vicio, instituciones como la familia, la maternidad y las verbenas de
barrio... Cobran incluso los charnegos (expresión no utilizada por
la autora): “A
las Viviendas Nuevas se entra por una plaza que los vecinos le
mordieron a la colina parda de frontera cuando aún los pisos de
autoconstrucción convivían con los bloques insalubres levantados en
los años cincuenta para acoger a los inmigrantes del sur”,
p. 144, ¿sólo del sur?; también los trasnochados jebis:
“Se
sonrió al pensar que su barrio era el único en el que se seguía
contratando heavy metal para las fiestas”,
p. 145; y al final toda esa rabia es porque tiene simple y animal y
humano miedo: “sólo
busco entender qué puede pasarle a una madre, hasta qué punto está
expuesta una hija, busco saber qué pasará con mi hija y conmigo en
la vida que nos espera, qué puede llegar a suceder, qué cosas
suceden y hasta qué punto”,
p. 147.
Esta
novela negra sobre la Barcelona criminal se aleja de mi estereotipo
mental de novela negra porque tiene la mala suerte de que su autora
la ha escrito demasiado bien. Mi teoría es que esa autora ya
escribía bien y su rabia acumulada contra esta mierda de mundo la
empuja a escribir cosas que, con alguna pincelada adicional, puede
encasillárselas en el género de la novela negra. Pero la novela
negra que se hace hoy día, con perdón para sus amantes, es
generalmente otra cosa: novela-negra, y no literatura;
novelas-mal-escritas, y no escritura de calidad; argumentos-negros, y
no denuncias sociales en clave literaria. Por lo que quizá sí tenía
razón en aquello que le dije a mi amigo, “No es una novela negra”,
y sea entonces Cristina Fallarás la oveja negra del sector, la mujer
tocahuevos que el compañero de la protagonista, ese tipo que
anhelaba ser periodista deportivo corrupto, no querría como mujer,
como esposa.
2 comentarios:
Me parece muy acertado tu juicio. Iba a opinar sobre la novela, pero lo has hecho tu mejor. Mi unica observacion es que esta autora es capaz de empresas de mayor altura, sin desmerecer el genero, que reune nombres como Simenon o Vazquez Montalban, pero creo que a Cristina, para el futuro, se le queda chico.
Totalmente de acuerdo. Hace falta que se lo crea (si no está ya en ello) y dé el salto. Hay quienes dicen que si no se empieza a fabricar novelas con menos edad, no se llega a ser un buen novelista. No puedo estar más en desacuerdo, y la prueba está en cómo escribe esta mujer.
Gracias por el comentario.
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