Al igual que la belleza
perfecta, que no existe, y que la maldad absoluta, que aún está por
verse y sufrirse, la democracia total es una quimera: cualquier orden
vital que se presuma democrático no es sino la suma de pequeñas y
grandes dictaduras, de mayores y menores absolutismos, de
imposiciones de hecho y por derecho. La literatura, al fin y al cabo
creación humana y por ello imperfecta, no es ajena a la política,
cabiendo distinguir en ella (en su interior como en sus aledaños, en
sus actores como en sus observadores) un reflejo exacto de los modos
de comportamiento antidemocrático, absolutista y dictatorial de los
grupos de personas que en ella disponen y, por supuesto, imponen.
La palabra dictadura
hace generalmente referencia a una forma de gobierno en la que el
poder se concentra en la figura de un solo individuo. En ella no hay
división de poderes, el mando reside en esa única persona, quien lo
ejerce arbitrariamente en beneficio de aquella minoría que,
esperando el beneficio propio, le apoya. De esta forma hay dictaduras
transparentes, como las ejercidas en algunos países musulmanes y
africanos y asiáticos y americanos. Pero también hay dictaduras
relajadas, o democracias fraudulentas, como por ejemplo las
estadounidense, británica o italiana, países en los que el poder
está dividido o a un mismo individuo le supone un mayor esfuerzo
detentarlo por completo y aquella minoría beneficiada es por lo
tanto más amplia porque el sistema de intercambio de favores debe
favorecer a más gente que en aquellas otras naciones musulmanas,
africanas, asiáticas y americanas. También, desatendiendo las
rígidas divisiones geográficas cabe distinguir dictaduras
económicas, como la del capitalismo, precuela de la dictadura de la
globalización, cuyas consecuencias son la dictadura de la pobreza,
del sacrificio injusto y de la esclavitud; o sociales, como las
amparadas en revoluciones o en la predominancia y sometimiento de un
sexo sobre otro o de un color, casta, raza o religión sobre y a
otros y otras.
Es decir, es dictadura
casi todo, en realidad la democracia no existe y en su lugar las
parcelas de poder, con aspiraciones absolutistas de alcanzar la
totalidad, se las reparten grupos y grupúsculos que dictan, disponen
e imponen a quienes por nacimiento, genética, geografía, bolsillo,
gusto o simple casualidad se encuentran dentro de los grupos y
grupúsculos y por lo tanto bajo quienes ostentan el poder en ellos.
Por lo que puede decirse
que en literatura no hay democracia sino múltiples dictaduras que,
vistas en su conjunto y a gran altura, podrían dar la sensación
armónica de democracia. Cada actor literario, sea aristócrata o
plebeyo, es dictador en mayor o menor medida, dentro de sus
posibilidades, de su cuota de poder alcanzado (siempre inferior, muy
inferior, al deseado). El mayor dictador de todos es el mercado, ente
impersonal cuya vorticidad deglute por sistema cualesquiera cargos de
absolutismo que contra él o ello se presenten. Pero ese mercado está
compuesto, como decíamos, de grupos y grupúsculos sobre los que sí
es factible cierta iluminación. Así las editoriales, sujetos
impersonales en ocasiones y personales la mayoría de las veces, que
dictan e imponen sus criterios a autores y lectores, seleccionando
qué se publica y qué no, qué es merecedor de la edición y qué
no, cuál será la tendencia literaria imperante y cuál va a tener
que seguir conformándose con una supervivencia clandestina y
suburbial, qué será moda y qué no, qué se llevará el próximo
otoño-invierno y qué, caso de ser leído, criticado, comentado y
analizado será empeño vano de reaccionarios díscolos que no asumen
la dictadura de los tiempos, de la moda y de las tendencias
editoriales.
También dictan o ejercen
su propia dictadura los autores, entes personales sometidos no
obstante a su vez a los dictados de editoriales, críticos, lectores
y otros autores: aceptando las imposiciones de aquéllas favorecen su
dictadura; pensando, mientras escriben, en los críticos y en los
lectores alimentan sus dictaduras; buscando superar, mejorar,
confrontar, establecer un diálogo e incluso alabar a otros
compañeros de armas/profesión sufren sus dictaduras. Pero también
cuando ejercen su arte, eligiendo una temática, un trasfondo, una o
varias metáforas, tramando tramas, asumiendo un estilo y
desarrollando una narración imponen todas ellas a su obra y con ello
a las editoriales, críticos, lectores y otros autores.
Dictan los
distribuidores, facilitando la circulación de aquellos títulos de
los que prevén obtendrán un mayor beneficio, primando factores
comerciales sobre factores artísticos, alimentando así la dictadura
de aquel mercado impersonal, antiartístico y antiliterario.
Dictan las librerías,
acatando los criterios de distribuidores y editores, aceptando sus
dádivas y prebendas, colocando unas obras a la vista y otras no,
solicitando ejemplares de unas y de otras no, conformando torres de
algunos títulos y de otros sólo un par, o uno, o ninguno. Dictan
con su tamaño, con su segregación, con sus ofertas, con sus
dependientes, con su ubicación y sus horarios de cierre.
Dictan los medios,
parloteando mucho sobre unas obras y sobre otras no; favoreciendo
títulos editados por sus compañías matrices, contratando críticos
dúctiles y maleables, buscando la aquiescencia del público masa, a
cuya dictadura también se someten. Dictan relegando la literatura a
páginas marginales, condenándola al ostracismo, mal pagando a sus
comentaristas, contratando a los peores, a los más hambrientos, a
los más inexpertos, a los más dúctiles y maleables.
Dictan los críticos o
comentaristas, aceptando las imposiciones de los medios, de las
editoriales, de los autores amigos que les deberán favores y que les
serán devueltos en especie. Dictan con su ineptitud, con su falta de
fondo y de lecturas, con su desconocimiento, con su diletantismo, con
su conformismo ante el estado de cosas; con su inconformismo con el
papel de sólo críticos, de sólo mediadores o presentadores del
estado de cosas.
Dicta la blogosfera,
hablando mal y sin conocimiento de todo aquello que le dará
lecturas, lectores, seguidores, fama y, posiblemente, potenciará
a sus teclistas como críticos mediáticos, autores o editores.
Y dictan los lectores,
cuya menor formación les impide acceder a ciertas obras o cuya
mayor preparación y bagaje les aleja de otras tantas. Dictan en sus
elecciones a causa de un bolsillo absurdamente limitado, o de un
tiempo que se acaba y que no volverá, o por el mero capricho.
Imponen en sus comentarios, en sus consejos a otros lectores, en la
publicidad que hacen cuando leen en lugares públicos y cuando
enseñan su pequeña biblioteca a otros lectores. Dictan, sobre todo,
cuando deciden no leer nada, cuando para ellos la literatura no
existe, cuando leer es sinónimo de pérdida de tiempo y aun de acto
vergonzoso. Dictan, en definitiva, con su no-actitud cuando deciden
no ser lectores, o serlo pero de lo que a ellos les dé la gana.
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