En su día leí esta
novela de Isaac Rosa (El país del miedo, 2008, Seix Barral)
esperando una evolución, o al menos una continuación, una especie
de mantenimiento, de la deriva formal apreciable en El vano ayer
y en la remasterización de La malamemoria. No fue así, y lo
que acabé consumiendo, con bastante rapidez, fue un ensayo amenizado
de ficción sobre el catálogo de miedos contemporáneos que asedian
al ciudadano de clase media. Un ensayo en cierto modo psicológico;
digo esto seguramente condicionado por haber leído que Rosa se
reconocía a su vez influenciado por sus lecturas del psicólogo
Carlos Castilla del Pino. Después me dediqué a ratos a reflexionar
sobre el andamiaje y objetivos de El vano ayer,
y me olvidé de El país del miedo. Incluso llegué a
convencerme de que esa novela no me había gustado, de que debido a
su extrema sencillez, facilidad de lectura y propósito diáfano no
tenía nada nuevo que enseñarme. Al fin y al cabo me siento una
persona completamente consciente de los miedos evidentes, tanto de
los que lo son más como de los que lo son menos, que asolan a las
clases menos pobres de esta sociedad. Me parecía fuera de lugar, en
mi caso, que tuviera que venir un escritor a describírmelos y
analizármelos, y que yo me prestara a ello con tal docilidad.
Por supuesto mi lectura
fue impura, contaminada por unas altas expectativas literarias en un
sentido muy diferente al giro temático y, por supuesto, estructural
que el autor le había dado a su manera de hacer las cosas. Llegué a
pensar que Isaac Rosa pretendía con esta nueva novela llegar a un
público más amplio que el alcanzado con la anterior, por un mero
deseo de mayores fama y dinero: aun tratándose de una novela así,
se vendería bien a sus anteriores lectores por el simple hecho de
que la había escrito Isaac Rosa; y cuando fueran apareciendo las
primeras opiniones del establishment crítico, el más maleable por
el establishment editorial, el que más miedos y reticencias tiene
siempre a la hora de condenar o ningunear, la masa de lectores más
devota de una sencillez previamente masticada acudiría rápidamente
a la tienda para adquirir su ejemplar; Rosa siempre estaría a
tiempo, en proyectos posteriores, de enmendar la plana ante la
posible perplejidad del público culto y leído, pero para entonces
la base de su audiencia se habría ensanchado y los ecos de su nombre
resonarían en un un sector más amplio de la caverna.
No era la primera vez ni
la última que sucedía algo así. Unos iniciales y acertados niveles
de exigencia y puridad que otorgaban tal, esta vez sí, merecido
reconocimiento daban derecho a un lugar privilegiado en las mesas de
novedades que parecía estúpido desperdiciar. Hubiera sido como si
Rafa Nadal no aprovechase su éxito deportivo para asociar una o dos
decenas de productos con su imagen y así rentabilizarla de la manera
más óptima. Rosa era muy visible y su anterior obra excelente; con
la reedición ironizada de su primera novela que era ¡Otra
maldita novela sobre la guerra civil! se había ganado además
una reputación literaria fuera de lo común para un escritor de su
edad y su escasa producción; y para colmo la literatura había
entrado ya de lleno en el siglo XXI, asentándose la consideración
hipermercantilizada de la narrativa como producto fungible en el
mercado de las ideas subyacentes a ella; era lógico el intento de
sintonizar con el lector, además de en la temática, en la forma,
entregándosela lo más light que se pudiera sin caer en niveles
tópicos.
Pensaba todo eso y en
parte sigo aún pensándolo, quizá para seguir acertando en algo
pero también para no dejar de equivocarme en todo. Ahora pienso
distinto, o mejor sería decir que he dado rienda a ese pensar de una
forma diferente.
Tener una mente dispuesta
a la permeabilidad propicia estas paradojas. Una opinión puede
fosilizarse, pero también consumirse e incluso romperse en pedazos
por la irrupción de motivos, o motivaciones externas, más poderosos
y afilados. Aun si me encerrara solo en una cabaña en medio de una
montaña solitaria, el simple hecho de manosear pensamientos acabaría
erosionándolos y, tras su desaparición, su lugar sería ocupado por
otros nuevos, no necesariamente derivaciones de las migajas de
aquéllos.
Uno de esos pensamientos
que he chupado a conciencia tiene que ver con la desaparición del
concepto miedo. Miedo como manifestación autoinducida del
rechazo a lo desconocido, intuido o imaginado, dañino física o
moralmente; o a lo conocido indeseado por las mismas razones.
Quedaría, eso sí, el horror como forma evolucionada del miedo.
Porque en realidad éste habría ido mutando en lugar de disolverse:
la asistencia espectacular, a diario, a las causas del miedo, a todo
aquello temido, experimentadas por otros acaba por transformar el
temor en dolencia propia; sólo faltaría recibir en carne las mismas
humillaciones narradas, todas las torturas denunciadas; ser despojado
de cualquiera que sea mi estatus, de mis bienes, de cualquiera que
sea mi libertad, de mi inteligencia y hasta de mi memoria; ser
reducido a nada y procurar que por siempre recordase aquel estado
pretérito semilibre y superpoblado de miedos y a salvo de la mayoría
de padecimientos; saber que esa nueva situación sería irreversible
y por tanto perpetua; erradicar con ello el concepto de esperanza,
imposibilitando, además, toda posibilidad de venganza. Entonces, con
el conocimiento de primera mano, quizá apareciera un nuevo y
auténtico miedo por el padecimiento del otro, seres queridos o no,
que sí seguirían experimentando esos otros miedos básicos,
enraizados en la amígdala o fijados, mediante aprendizaje y
sugestión, en el córtex.
Estos pensamientos
provienen en parte de la lectura de aquellos miedos en su mayoría
absurdos y evolucionados desde una comodidad instaurada legal e
ilegítimamente. Miedos contemporáneos, coetáneos, miedos de clase.
Esa manualización de miedos construída por Isaac Rosa es una forma
de constatación narrativa de la infecundidad del devenir social. Su
acierto en la composición del catálogo es de algún modo metáfora
de hasta qué punto está conforme la sociedad con su propio grado de
estupidez. Gente temerosa de circunstancias y factores de una
nimiedad insoportable comparadas con el continuo fluir de noticias
sobre desgracias humanas. Los filtros humorísticos, deportivos y
erótico-festivos ofrecidos por la sociedad del espectáculo no
pueden ser suficientes para ocultar el horror que debería erradicar
de una vez por todas esos miedos, transmutarlos en horror y
finalmente en padecimiento compartido. La verdadera barrera, quizá
imposible de derribar, es la estupidez. A un tonto vacunado de
espanto se le asusta fácilmente con un ratón o con historias de
fantasmas, pero no es fácil hacerle sentir horror y, con él,
verdadera empatía por quienes lo protagonizan. Y es tan fácil
fabricar tontos en serie; tan sencillo propagar el virus de la
estupidez; tan necesarios, además, para el mantenimiento de los
niveles de audiencia...
Probablemente fuera éste
el objetivo último de aquella novela de Rosa: mostrar a lectores
cada vez más tontos, más sistemáticamente estupidizados, cuáles
son sus miedos de tontos y que un día, a fuerza de recapacitar en lo
sencilla y tontamente que estaba escrita, establecieran por fin, cada
uno por su lado, un baremo más ajustado que los descalificase como
miedos auténticos. Quienes lo hayan comprendido entrarían entonces
en la segunda fase, la del horror.
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