En el vademécum
literario Mímesis y simulacro, de Juan Francisco Ferré, se
incluye un ensayo titulado Cero a la izquierda
(pp. 209-227) en el que el autor analiza el discurso político
en la narrativa española contemporánea, sirviéndose para ello de
cuatro novelas dispares: Francomoribundia, de Juan Luis
Cebrián; El vano ayer, de Isaac Rosa; El lado frío de la
almohada, de Belén Gopegui; y Anatomía de un instante,
de Javier Cercas. No he leído el texto de Cebrián y el de Gopegui,
aun perteneciendo a una autora que respeto, me pareció excesivamente
diáfano en sus intenciones. Sí merecen, a mi juicio, un comentario
demorado las otras dos obras utilizadas por Ferré en su análisis.
El vano ayer como
Anatomía de un instante arrancan, o parecen arrancar, de una
premisa común: “la transición fue una traición […]
existía la posibilidad de actuar de otro modo, menos respetuoso
con las instituciones del pasado […] todavía hay un sector
numeroso de la población que así lo cree [...]”, p. 211.
Efectivamente, Isaac Rosa realiza un complejo juego de manos en el
que la historia narrada parte de un lugar común del entorno
universitario de finales de la dictadura para finalizar en el
abandono a que el protagonista —represaliado,
nunca sabremos si con causa o sin ella; de este ambiguo y magistral
procedimiento narrativo nace la fama de la novela— es
sometido por sus supuestos compañeros políticos. Abandono que no
puede ser sino alegoría de la opinión, soterrada o no, de ese
sector de la izquierda que no comulgaba con los actos de socavamiento
ideológico a que Santiago Carrillo sometió al PCE en las épocas
previa e inmediatamente posterior a su legalización de los años
setenta. Para Rosa, mejor dicho, para el espíritu de la novela de
Rosa la transición, ejecutada como se ejecutó, dejó demasiadas
heridas abiertas, si no es lícito decir que las dejó todas al aire.
Tan sólo en el primer mandato de José Luis Rodríguez Zapatero pudo
España plantearse actuaciones que podrían incardinarse, aun en un
sentido puramente cosmético, dentro de una retórica de
restañamiento de las heridas causadas durante cuarenta (¿más
treinta?) años de sometimiento y/o contención. No pocas fueron las
voces que se alzaron y se siguen alzando contra este tipo de
iniciativas —cuyo
impulso ha sido indudablemente mermado por la omnipresencia temática
y espectacular de la pésima situación económica—, hasta el punto
de haber conseguido la dilución de las intenciones iniciales e
incluso la puesta en serios aprietos judiciales a algún alto
magistrado partidario de la vía del atajo procedimental.
No
camina Rosa solo en su discurso. Le precede y sigue toda una quinta
columna narrativa tanto escrita como audiovisual. Sin embargo son
estas últimas, las versiones fílmicas de la revancha —con su
constante muestra de lo que fue y lo que pasó y quedó y aún queda
impune—, las que más oportunidades tienen de calar profundamente
en la opinión popular, en toda época y lugar masivamente
mediatizada. Más concretamente, dado el soporte utilizado además de
su carácter reiterativo, las series televisivas Amar
en tiempos revueltos
y, sobre todo, Cuéntame
han conseguido traer a estos días en que las opiniones son, más que
nunca, un producto consumible la idea de que la transición aún no
ha terminado porque el olvido es sencillamente imposible: ¿cómo va
a olvidarse sin siquiera una petición de disculpas, algún tipo de
reparación al menos simbólica?; ¿qué hay de nuestros muertos?, ¿y
de nuestras humillaciones?; ¿qué pasa con la disparidad de
situaciones generadas por los favorecimientos y reveses no de la
fortuna o el mérito sino del puro aprovechamiento de los unos por
los otros basado en un régimen de sometimiento declarado? De todas
formas, el público natural de este tipo de artefactos folletinescos
asiste a la representación de cada capítulo con tal talante y a
unas horas (Amar
en tiempos revueltos
con el estómago en digestión, y Cuéntame
con biorritmos previos a fases REM) que difícilmente generarán
ansias de venganza o de reposición de la justicia y sí algo de
entretenimiento post-masticación y pre-sedación.
Anatomía
de un instante
vendría a reforzar en cierta manera el poso de motivaciones que El
vano ayer
pudiera haber dejado en sus lectores. No más de lo mismo sino bajada
de los cielos de la narrativa hasta la tierra de lo real y las cuevas
de la especulación ensayística. Mientras que la novela de Rosa se
sitúa como paradigma avanzado de la existencia de brillantes vetas
formales con las que revestir literariamente el tratamiento de temas
harto enquistados y tratados, el magnífico trabajo de Javier Cercas
reafirma, mediante su singular y paradójica sencillez formal —que
no sintáctica— acostumbrada, la validez de una narrativa
fuertemente amarrada en los muelles de la realidad espectacular:
televisiva, periodística, desarrollada sobre la fehaciencia de
hechos documentados (“además,
en tiempos de Churchill la televisión no era aún el principal
fabricante de realidad a la vez que el principal fabricante de
irrealidad del planeta, mientras que uno de los rasgos que define el
golpe del 23 de febrero es que fue grabado por televisión y
retransmitido a todo el planeta”).
Isaac Rosa utiliza un punto de fuga claro e inequívoco aunque, como
bien concluye Juan Francisco Ferré, utilizando un procedimiento de
gran complejidad y ambigüedad. Cercas en cambio es comedido en el
uso de pirotecnias narrativas aunque no, como se verá, en el
lanzamiento de vectores ni en el ramillete de conclusiones, a cual
más sorprendente y brillante.
Este
texto de Cercas resulta, como digo, brillante por una serie de
motivos que hacen irresistible su enumeración. En primer lugar basa,
o al principio parece basar, su desarrollo en el análisis
pormenorizado de tres gestos de sendos hombres presentes en el
Congreso de los Diputados la tarde del 23 de febrero de 1981: el
presidente Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado y el
diputado y dirigente del PCE Santiago Carrillo, los tres hombres que
“no
se tiraron”
a la orden de “todo
el mundo al suelo”
del teniente coronel Tejero y que tampoco se arredraron ni durante ni
después de la orgía nerviosa de disparos que atronó el hemiciclo.
Tres gestos que para Cercas son “muchos
gestos”
y cuya fascinante elucubración ocupa buena parte de las páginas.
Especial mención merece, en esta parte, la reflexión sobre la
traición de estos dos políticos y un militar a quienes en ellos
depositaron su confianza. En esto coincide con Rosa y con el
mencionado análisis de Ferré: “Quizá
no sabemos con exactitud lo que es la lealtad ni lo que es la
traición. Tenemos una ética de la lealtad, pero no tenemos una
ética de la traición. Necesitamos una ética de la traición. El
héroe de la retirada es un héroe de la traición”,
y “Michel
de Montaigne fue todavía más explícito: 'El
bien público requiere que se traicione y que se mienta, y que se
asesine'”.
El hecho de que los hechos sean reales y de que los hitos conclusivos
que el narrador va alcanzando con cada uno de los tres implicados
estén basados más en la pura investigación y su consecuente
análisis no le resta mérito sino que realza su trabajo; aun es más:
a mi juicio, en esta parte de Anatomía
de un instante
se utiliza literariamente un recurso en principio recluido al ámbito
del software recreativo de imágenes en movimiento, el de la vista
360º, que en clave narrativa supondría la constatación del
conjunto de casuísticas y motivaciones que darían lugar a dichos
gestos, cada uno por separado y a la par entrelazados,
interrelacionados y, según Cercas, a su vez causa alguno de ellos
del otro o de los otros. Por ejemplo: “Ambos
[Suárez y Carrillo] cultivaban
una visión personalista de la política, épica y estética a la
vez, como si
[…] la
política fuese una aventura solitaria punteada de episodios
dramáticos y decisiones intrépidas”,
lo que en alguna de las instancias vendría a explicar el gesto de
Carrillo, ese no tirarse, como mímesis del atisbado de Suárez, que
no se tiró.
En
segundo lugar estaría la soberbia disección y estudio de las causas
del golpe, su placenta,
como él la denomina. Sin embargo no termina, o no es ése el
objetivo del escritor, con esta panorámica compleja aunque unitaria,
la de la explicación de esas causas y del comportamiento de sus
actores (en tanto que aparecidos o involucrados, no solamente
precursores) principales (“hay
razones para entender el golpe del 23 de febrero como el fruto de una
neurosis colectiva. O de una paranoia colectiva. O, más
precisamente, de una novela colectiva. En la sociedad del espectáculo
fue, en todo caso, un espectáculo más”).
Además de realizar un exhaustivo desarrollo de quiénes, con
consciencia plena de ello o como inductores sistémicos, propiciaron
el golpe, y de cómo, cuándo y por qué lo hicieron, Cercas incluye
dos impactantes teorías subterráneas basadas en un conjunto de
datos empíricos de unos considerables peso y contundencia. Vuelve a
utilizar para ello elementos o materiales del mundo de la imagen
—espectaculares—, en concreto la película de Rossellini El
general De la Rovere,
de la que toma el comportamiento y metamorfosis experimentados por su
protagonista para, mediante su inteligente traslación, explicar el
cambio de actitud y de mentalidad de Adolfo Suárez —quien, como
sujeto metaconsciente de su figura mediática: “explotaba
a conciencia su porte kenediano, concebía la política como
espectáculo y durante sus largos años de trabajo en Televisión
Española había aprendido que ya no era la realidad quien creaba las
imágenes, sino las imágenes quienes creaban la realidad”—
respecto de los primigenios objetivos de los legatarios franquistas
que lo situaron a la cabeza del gobierno. Ésta es la tercera razón
por la que este trabajo de Javier Cercas me parece un ejercicio tan
—siento la repetición— brillante. Vendría a concluir Cercas que
la transición de la dictadura a la democracia y la pervivencia de
ésta fueron posibles gracias al inconformismo de Suárez y no al
supuesto magma de fuerzas a favor del cambio. El presidente por
nombramiento directo del Rey, primer legatario de Franco, concluyó
rápidamente que no le bastaría con simplemente detentar un poder no
legitimado por quienes en teoría democrática deben legitimarlo. Es
decir, una vez alcanzado el objetivo que, en su día, le vaticinara a
su futuro suegro como culminación de su carrera política, Suárez
no vio otra forma de romper la línea de mando hereditaria por orden
dictatorial que lanzarse al vacío de las urnas para alcanzar esa
legitimidad. Al igual que Enmanuel Bardone, protagonista de la
película de Rossellini, se metamorfoseó en el general De la Rovere
a fin de convencer a sus compañeros presos de su genuino (pero
mentalmente adquirido) izquierdismo, Suárez permutó su militancia
fascista por un falso centrismo político (“dado
que en democracia la política es un teatro y nadie puede actuar en
un teatro sin fingir lo que no siente”)
cuyo único objetivo fue obtener la aprobación de aquellos a quienes
se enfrentó ya en modo votante para obtener un poder validado por
las papeletas. Si el arribista elegido por el Rey no hubiera sido
Suárez sino otro más manejable, o no obsesionado con detentar un
poder veraz y no prestado y auxiliado por la fuerza, el miedo y
cuarenta años de sometimiento heredado, no hubiera habido
elecciones, al menos no tan rápidamente, no se hubiera legalizado el
PCE, al menos no tan rápidamente, no habría habido transición
democrática, al menos no tan rápida y fulgurante (“casi
lo único que podían hacer sus adversarios era mantenerse en
suspenso, intentar entender lo que hacía y tratar de no perder el
paso”),
y posiblemente aquel 23 de febrero de 1981 no hubiera sido dado
ningún golpe de estado —quizá necesario, pues “el
23 de febrero no sólo puso fin a la transición y a la posguerra
franquista: el 23 de febrero puso fin a la guerra”—.
Pero el político arribista, chulo de provincias, lamedor profesional
prácticamente criado en el Movimiento fue Adolfo Suárez y no otro,
y éste quería legitimidad y no mera representación, no mera farsa.
Por eso las cosas fueron como fueron y sucedió todo lo que sucedió.
La
otra conclusión de Cercas, aunque obvia hasta extremos ridículos,
es, acaso por el enfoque otorgado a la obra y por el momento y forma
en que la incluye —justo al final, como residuo de una conversación
entre su padre y él—, demoledora: ¿Por qué a Suárez le salió
bien aquel órdago electoral? Es decir, ¿cómo pudo ganar las
elecciones un político falangista, de Acción Católica, arribista
del Movimiento, puesto a dedo por el heredero de Franco y sostenido
por una caterva de fascistas acérrimos? La respuesta del padre de
Cercas es diáfana: le votamos “porque era como nosotros […]
Era de pueblo, había sido de Falange, había sido de Acción
Católica, no iba a hacer nada malo, lo entiendes, ¿no?”.
Miedo a lo desconocido y/o miedo a dejar de tener miedo. Con este
final el proceso desarrollado en Anatomía de un instante
hasta poco antes (situar la figura del públicamente idolatrado
ex-presidente en la tierra, contextualizándola: destrozándola) se
invierte. Cercas, que había discutido en su juventud múltiples
veces con su padre a causa de los motivos expuestos al principio de
este artículo —y que son la génesis de El vano ayer y
parecieran serlo también, al menos a modo de secuela, de Anatomía
de un instante—, efectúa un giro de corte sentimental
fundamentado en el respeto a la prudencia y la madurez de
sus/nuestros mayores: “había entendido que yo no tenía razón
y él no estaba tan equivocado, que yo no soy mejor que él, y que ya
no voy a serlo”.
Conclusión.
Magníficas obras ambas, de obligada lectura para quienes se
pregunten por cuestiones formales, de estilo, de propósito, de
medio, para quienes se pregunten si todo esto de la literatura sigue
teniendo algún sentido, si de veras sirve para algo. También obras
viejas, El vano ayer más que Anatomía de un instante,
y muy cotizadas. Pero siento que andamos cojos. Historiamos, nos
quejamos, denunciamos pero no terminamos de afianzar nuestra realidad
con una alternativa inventada. En este sentido sería interesante un
ejercicio novelístico, ficcional, a modo de remake de la novela de
Philip Roth La conjura contra América: a) Suárez no fue
elegido presidente del gobierno por el Rey; o b) Suárez no ganó las
primeras elecciones libres de la democracia. En el primer caso cabe
pensar en un presidente alternativo fascista hasta la médula y sin
necesidad de zarandajas legitimadoras; en el segundo en un prematuro
mandato de Felipe González sin la cintura necesaria. ¿Y entonces
qué?
1 comentario:
A que viene la buena crítica que LM hizo el 29 de enero de "Mi gran novela de la Vaguada" del sobrino de Paloma San Basilio?
En aquella fecha no se sabía que Alberto Olmos había fichado por Mondadori (del mismo grupo editorial que "Caballo de Troya", la que edita a Fernando San Basilio).
No quiero pensar que el alter-ego de Alberto Olmos sea utilizado para pagar favores.
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