Recuerdo la negativa de
Javier Marías a comprar o usar un teléfono móvil o un ordenador y
cómo se jactaba de ello. Recuerdo cómo se comunicaba con la
administradora de su web de fans mediante faxes en los que, tal y
como hubiera hecho de disponer de una tonta ventana de chat,
manifestaba tener sueño, pues era tarde. Sin embargo tenía
reproductor de dvd, para hartarse de ver películas, algo que le
encantaba. Quizá todo esto haya cambiado, no lo sé, hace tiempo que
no sigo sus reflexiones y cuitas personales. Javier Marías, pues,
escribía a máquina. Recordemos cuánto esfuerzo debía poner en la
terminación de una sola página de la tercera parte de Tu rostro
mañana, toda una agotadora jornada. Su maestro y mentor Juan
Benet escribía sus novelas de la siguiente forma: terminaba a
máquina una versión —dijo
Félix de Azúa que cuando se reunían en su casa, un domingo por la
tarde o quizá fuera a mediodía, para compartir almuerzo y copas, al
entrar sabían que el maestro estaba en casa porque desde la entrada
se le escuchaba aporrear y martirizar las teclas de la máquina—, y
luego la reescribía; es decir, la escribía dos veces. A Rodrigo
Fresán se le estropeó un portátil con el manuscrito de Mantra
en su interior, no recuerdo si también el de Jardines
de Kensington
pero sí que perdió, junto con la novela sobre telenovelas
mexicanas, una provisionalmente titulada Tsunami
(antes del primer tsunami televisado, recordemos que fue aquel que
azotó las costas de Indonesia). Mi socio en la primera empresa que
tuve necesitaba de un ayudante para pasar
a máquina
(en realidad, a procesador de textos; en realidad, una
ayudante) la sucesión de argumentos de venta que producía en folios
sucios,
es decir, impresos por una sola cara y susceptibles de algún tipo de
reciclaje. Cuando hubo que reestructurar la plantilla a causa de uno
más de los numerosos tsunamis económicos que regular y
periódicamente azotan nuestra pequeña y arruinada república, no
despedimos a la chica, no, le encomendamos labores de mayor valor
añadido, y él hubo de resignarse a mecanografiar
sus textos pero salvándolos en un disquete,
porque no se fiaba del disco
duro.
También ignoro si esto ha cambiado —el disquete ahora sería un
pendrive,
imagino—, no me atrevo a preguntárselo... Podría seguir así
durante horas, aburriendo incluso a los muertos.
Las
anécdotas sobre el desigual impacto de los cambios tecnológicos en
los modos de operar con la realidad circundante, ya provengan de
personajes famosos o mediáticos, ya de sujetos de mi entorno
cercano, son abundantes. Rechazo y aceptación comparten cuotas
similares, lo que siempre me ha causado preocupación. Las instancias
públicas no han sido ni son ajenas a la (re)creación de este
problema, podemos decir, social.
Se me abren las carnes cuando escucho la expresión nuevas
tecnologías,
casi siempre en boca de uno o una de las bestias iletradas que osan
codirigir nuestros destinos públicos y comunitarios. Ni siquiera en
los últimos veinte años de cambio continuo y acelerado ha sido
posible hacer calar en la sociedad la idea de que esa mutación fue,
es y será continua e imparable, por lo que cada vuelta de tuerca
científica o tecnológica trae al mundo, de sopetón, cientos de
millones de nuevos ignorantes que hasta el instante anterior estaban,
al menos en teoría, perfectamente integrados en el delicado
engranaje que mueve nuestras vidas hacia la urna de cenizas. De ahí
que el crecimiento de disidentes —o ausentes— tecnológicos sea
geométrico, en consonancia con la acumulación de cambios sobre
cambios sobre cambios no asumidos desde cualquier parte de la raíz
que dio origen a la alocada sucesión de... cambios.
La
literatura no es ajena a este devenir distópico. Al igual que es
frecuente encontrar personas que afirmen que no les gusta tal o cual
cocina internacional sin haberla probado, hallar autores que, en sus
obras, plasmen una visión del mundo desprovista del continuum
mutandis tecno-científico-social-político es cosa de darse una
vuelta por cualquier librería. Escriben el mundo tal y como lo ven,
o dicen verlo, ellos,
refractarios por motivos espurios a la proliferación de gadgets
universales, opacos a una (r)evolución de la que se apearon quizá
por cansancio, por incomprensión o por simple ausencia de esfuerzo
mental (vulgo vagos).
Un mundo reaccionario, pues, porque de existir lo sería sólo en su
imaginación, una realidad intracraneal que es mostrada a los
lectores como la auténtica y verdadera, o la dotada de total
validez. Cabría su análisis desde una perspectiva incluso
antropológica ya que no, a mi entender, ontológica (quizá sí
entomológica); pero no considerando su visión, tal que hacen ellos,
como incuestionable telón de fondo idóneo para pintar sus caducas e
imperfectas ficciones. Éstos son un grupo, no ya de simples
analfabetos tecnológicos sino de auténticos negadores de una
realidad evolucionada.
Otro
grupo, afortunadamente menos numeroso por ahora —y en seguida
veremos en qué consiste esa paradójica fortuna—,
está formado por los autores que perciben en el avance técnico y en
su influencia social un potencialmente lucrativo campo de juego en el
que ubicar sus oportun(ist)as narraciones. Mientras que en el
anterior, la ocasional aparición, siquiera bajo la forma de mención
transitoria, de artilugios o aspectos técnicos ya cotidianos para la
capa social más avanzada supone el elemento exótico y raro e
incluso un guiño paternalista al lector autista y apeado del mundo
en que vivimos, en el segundo grupo la acción —no digamos ya la
narración— es sustituida por la inmersión total en el ambiente
creado por tales avances. El exotismo provendría entonces de aquel
poblado, multitudinario sector desconectado de esta ¿otra? realidad.
Aunque hablamos de sólo palabras, es fácil convocar imágenes de
fisonomías geeks
contrapuestas a entrecejos corridos, sapiens contra neanderthales,
supuestos humanos mofándose de las bestias. Tal dicotomía no puede
ser, no está siendo, beneficiosa ni para la sociedad ni para la
literatura. Ambos grupos de fuerza ejercen, uno, su potencia del
número, y otro, su capacidad persuasiva radicada en la diferencia.
Los brazos estirados pertenecen al lector, y aunque estemos ante un,
en apariencia, evidente desequilibrio de potencias, no obviemos que
la mayor parte de la literatura centrada en la ética y/o estética
de la evolución suele tirar de la belicosidad implícita en aquella
taxonomía antagónica para ganar adeptos o conversos aunque en
realidad, sobre todo por mor de impulsos esnobistas, no constituyan
sino carne de infidelidad a la vuelta de la esquina.
Un
paréntesis. No perdamos de vista la delicadeza de la cuestión
debatida. Al confinar el asunto al terreno estrictamente literario,
se reduce de un plumazo la población afectada en varios miles de
millones de personas, acotando el conjunto restante en un triste y
siniestramente pequeño puñado de individuos. Para entendernos: en
España posiblemente no lleguen siquiera a diez mil, siendo muy
optimistas (cantidad harto debatida con amigos escritores que la
cifran incluso más baja, en el entorno de cinco mil). Ello implica
eliminar de la ecuación de fuerzas a los no lectores, pero también
a los consumidores de libros producidos para el mero entretenimiento,
sean o no best-sellers (vendan mucho o poco, quiero decir; quizá sea
mejor no ofrecer ejemplos), y quedarse solamente con los lectores de
literatura a secas, ya sea producida por reaccionarios tecnológicos,
confesos o no, o por frikis amantes declarados del puntocero
y sus insólita variedad de formatos expresivos. Por fortuna —esta
vez benigna— hay autores que no pertenecen a ninguna de estas dos
castas. También, huelga decirlo, existen lectores puros, que
consiguen situarse por encima de estas menudencias y que,
simplemente, leen; quizá alzando las cejas de vez en cuando, de
acuerdo, pero realizando un ejercicio de abstracción que les permite
obviar los detalles superfluos que propician la clasificación de una
obra en el lado izquierdo o derecho de la ecuación.
Hablo
de delicadeza, y también de preocupación. Siempre hubo vanguardias
cuya misión secundaria, no finalista, pasaba por el enfrentamiento a
la comodidad de lo ya conocido. Es humano rechazar de plano
propuestas de cambio como también lo es intentar derribar lo ya
establecido y asentado. El progreso se nutre, entre otras, de la
lucha entre la prudencia residual que conlleva la primera actitud y
la valentía connatural a cierta parte de las iniciativas incluidas
en la otra. Pero también hay manifestaciones de vanguardia sólo en
apariencia valientes, en realidad oportunistas, que mal ocultan en su
génesis un intento, en muchas ocasiones desesperado, de subirse a
algún carro poco poblado que las lleve a alguna parte. Ser diferente
es uno de los primeros trucos consignados en los manuales que
instruyen sobre cómo alcanzar el éxito Al binomio I+D
(Investigación y Desarrollo) se le añadió no hace mucho una
segunda I, de Innovación. Ese ahora polinomio es mal aplicado en
muchas propuestas literarias que acogen con pasión calculada la
última I, olvidándose de —o ignorando— los otros dos factores:
sólo innovación, nada de desarrollo y ni por asomo investigación.
Tal ausencia sólo por una cuestión de puro azar podría conducir a
la creación de obras de calidad, engendrando casi siempre
aberraciones inservibles a los fines a que supuestamente afirman
rendir tributo. Si sólo se tratara de una cuestión de
representación, la discusión se centraría en los grados de
fidelidad que podrían achacarse a unas y otras posturas como reflejo
de la realidad. Pero el asunto es si cabe más peliagudo, puesto que
esa necesidad imperiosa de diferenciación vía innovación
desaforada se dispersa, además de en enfoques paraliterarios
netamente tecnocientíficos, en pseudoconstrucciones centradas en la
torsión ad nauseam de las formas narrativas. La simple y chusca
deconstrucción® de
textos ya no es suficiente para poder decir aquí estoy yo. Es
necesario ser aún más original, fresco, rompedor, innovador.
Las propuestas basadas en la distorsión estética se encabalgan unas
sobre otras con una aceleración semejante a la de la reproducción
celular. Lo nuevo deja de serlo antes de salir de imprenta, pues en
ese momento hay ya otra mente más avispada (en España la palabra
apropiada sería pícara, dando lugar a las acostumbradas
situaciones esperpénticas) a la que se le ha ocurrido escribir una
novela sin utilizar signos de puntuación, o sin verbos, o con
capítulos pintados de verde, o a base de graffitis, mensajes de
texto, pintadas en urinarios públicos, tweets y eructos. ¿Y por qué
no utilizar tipografías sangrientas (al fin y al cabo Lady Gaga se
viste con trozos de carne), aunque la sangre sea falsa, o pelos, o
uñas; o escribir una novela con párrafos a modo de rutinas de
software, con bucles y condicionales y variables a rellenar por el
propio lector; o una sola frase y aun una sola palabra con una nota
al pie de cientos de páginas; o una novela en la que los personajes
sean enfermedades, o guerras, o dinero, o ropa, o bebidas o cualquier
otra cosa que no piense ni sienta en el mundo real —ya se ha hecho:
risas—; o novelas totalmente en blanco (posible título: Nada,
o Ná de ná), o escritas con tinta invisible, o...?
Bromas
aparte, el peligro para la verdadera literatura —no otra cosa
intentamos defender aquí— radica precisamente en la desaparición
virtual de las barreras comunicativas que, hasta no hace mucho,
relegaban a las vanguardias a un inframundo de panfletos fotocopiados
y repartidos entre ratas de biblioteca; y que, por contra,
beneficiaban injustamente la dominación de los escenarios de
visibilidad por los sectores aquiescentes con una industria cultural
perfectamente aclimatada a los modos de desarrollo y supervivencia
capitalistas. Como he dicho en alguna otra ocasión, los lectores no
formaban parte de esta escena, su papel se limitaba al de meros
receptores pasivos de lo que fuera saliendo; a no ser que en
un momento dado decidieran acumular a su rol de consumidor el de
autor, crítico, editor, etc., engordando así el núcleo de
personajes dispuestos a dar y recibir tortas.
La
situación cambió. Nunca como ahora la vanguardia dispuso de tal
cantidad de medios a su alcance para difundir su producto y, por
ende, su factor de diferenciación implícito. Como tampoco la otra
corriente, la inmovilista o a contracorriente. Una vez abandonados
masivamente los medios impresos de consulta y referencia en tanto que
faros orientativos en el proceloso mundo de la novedad editorial, el
lector recurre cada vez más al dashboard gratuito que es
Internet y sus múltiples meeting-points también masivamente
acogidos y celebrados. Lo que una vez más debe ser motivo de
celebración, ya era hora de que cayera al suelo la caspa crítica en
versión impresa. Pero ahí, en ese otro mundo de brutal interacción
en el que a las discusiones sobre la validez de uno u otro modelo se
unió el lector de a pie es donde se dan las condiciones ambientales
idóneas para la proliferación indiscriminada de falsas vanguardias,
cada una con su cuota de decepción implícita para el lector, que
una y otra vez se siente estafado por la promesa de mundos mejores
cuando, en realidad, lo que obtiene es un ingrato e inservible gato
por liebre.
La
polémica, pues, crece como la espuma, mientras las filas
reaccionarias no dejan de recuperar fieles descarriados,
escarmentados tras los revolcones sufridos en sus breves incursiones
en literaturas que se las daban de avanzadas. La trifulca o
enfrentamiento ya no se limita a los actores literarios, sino que
incluye, dada la apertura del medio, a sus receptores naturales, que
llegan a plantear la cuestión casi como asunto religioso, lanzado
autos sacramentales contra quienes no participen de sus postulados,
por otra parte, efímeros. Utilizando un símil en boga estos días,
los lectores son utilizados como escudos humanos.
No
cabe, sin embargo, cargar todas las culpas en los falsos
vanguardistas, que en su afán de diferencia pervierten los objetivos
naturales de la expresión literaria, ni en el sector acomodaticio,
insertos en un sistema de engranajes de mercado que beneficia sus
bolsillos a cambio de la producción just-in-time de compresas
higiénicas contra el dolor de la realidad externa; también los
creadores responsables de la auténtica y veraz evolución de la
literatura —los verdaderos vanguardistas— alimentan la confusión
con su inopinada aceptación del estado de cosas mediante el silencio
continuado. Cuando, irónicamente, ellos también salen perjudicados
en los procesos de categorización que, como medio de lucha contra la
soledad, consienten. Los ejemplos abundan, pero voy a basarme
solamente en uno y medio, quizá el ½ más significativo de los
últimos cuatro o cinco ejercicios contables: el de los mutantes y/o
nocillas.
Me
declaré partidario formal, aunque no incondicional, de estos
movimientos, hace meses. Aprecio, con diferentes grados de
entusiasmo, el esfuerzo de un puñado de autores por revitalizar un
panorama empobrecido por la repetición de fórmulas canónicas que,
aun aspirando a representar mediante patrones decimonónicos la
compleja realidad en que vivimos, sólo son capaces de producir
facsímiles infumables de la mediocridad. Así pues, bienvenidos sean
quienes hacen otras cosas y las hacen bien, ya se inscriban esas
alternativas en cuestionamientos de forma, estilo, contenido o
cualquiera de sus posibles combinaciones. Lo que resulta inaceptable
es el parasitismo que deben soportar. Cuántos no han detectado una
oportunidad en la nobleza que puede otorgarles el estigma de ser
considerados, por ejemplo, mutantes; o en la pátina cool que
reviste todo lo resguardado bajo el toldo de la nocilla thing.
Tanto títulos sueltos como sellos editoriales, pasando por autores,
subcorrientes y hasta mutaciones y transformaciones de la mutación
original: desde que el no por casualidad mencionado Javier Marías
abominó y se carcajeó de la literatura mutante —consideremos esto
un hito post-fundacional— en su medio impreso dominical leído en
su mayoría por mentes flatulentas a horas flatulentas, los mutantes
obtuvieron su correspondiente carta de naturaleza y, con ello, se
abrió un hasta ahora ininterrumpido período de inscripción y
matriculación en la Universidad del Cambio Mutante, valga la
redundancia. Desde que Fernández Mallo consiguió VENDER ejemplares
de su inopinadamente fundacional Nocilla dream, y saltó desde
una modesta Candaya hasta la colorista y bienpensante Alfaguara,
convirtiendo el término rizoma y sus derivados semánticos en los
más consultados de la wikipedia, este físico gallego componente del
binomio músico-declamatorio Fdez-Fdez se convirtió, de nuevo
inopinadamente, en icono after-pop a imitar por huestes de
escritorzuelos dominados por el ansia de colonizar la más trendy
de las vanguardias literarias de esta minúscula y arruinada
república. Con su silencio, ellos aceptaron la conversión de átomo
en molécula y después en tejido. Ferré y Fernández y Fernández,
la triple F hispánica fundadora de lo mejor de lo mejor del país
ahora. Ser amigo de estos tíos no tiene precio; que te vean como
autor perteneciente a su escuela, movimiento o estela, tampoco; para
todo lo demás, Mastercard.
Frente
a la mayoritaria y anodina masa de conformistas y reaccionarios,
estos tipos brillaban con luz propia; además de por la calidad
intrínseca de su literatura y de su particular y acertada
cosmovisión, servían como referente válido contra el que enfrentar
la medianería estéril del resto de compatriotas. Muchos de los que
ya habíamos olvidado que en España se hacía literatura (entrábamos
en las librerías y sobrepasábamos los estantes de género y el de
española para irnos derechos hacia el de extranjera), retornamos con
curiosidad por si acaso habíamos cometido algún error de
apreciación o, durante tan larga ausencia, por fin había sucedido
algo. Era evidente el gap (el hueco, el espacio, la
brecha) entre F3 y todo lo demás. Pero al ser su número tan
reducido (3), el peligro de conversión masiva, y que con ello se
hiciera demasiado patente el gap ante el público, no existía.
No había guerra posible, pues los adeptos entraban en la nueva y
pequeña logia con cuentagotas. Así —y de esta forma retomo el
asunto principal que da pie a este cansino texto—, donde sólo
había trinidad se creó un pequeño núcleo a modo de, sí,
apóstoles; vale. Unos pocos más, algunos lectores más. Y
entonces sucedió algo, premios, reconocimiento, ventas..., y lo que
en principio iba a ser mutant selection, por obra de la
mímesis y, por encima de todo, del simulacro, devino legión zombi.
El gap se hizo patente de la peor de las formas posibles:
mediante el inaceptable vocerío de falsos conversos; de ahí el
posterior goteo de abandonos, deserciones e incluso sospechas de
excomuniones.
Quien
ha salido perdiendo es el lector, al que después de señalarle
aquella brecha, su analfabetismo latente, su idiosincrásica idiotez,
en el momento de demandar más de lo mismo, en lugar de buscar los
antecesores extranjeros de F3 —y esperar a que cada F fuera
produciendo sendos nuevos hitos a su ritmo no maquinal, humano,
artístico, para consumirlos a su debido tiempo, etc.—, siguió
intentando beber de una charca que sólo contenía ya, en su mayor
parte, excrementos. Susceptible de un irónico reciclaje, claro; y
caro.
El
panorama es este: la literatura es el bien cultural marginal por
excelencia, residuo tolerado como entretenimiento portable y de
consumo fragmentario a demanda del consumidor; un indecente ratio de
su producción total está dominado por los modos de construcción,
exposición y temáticas seculares, cuya capacitación para mostrar
la compleja realidad en la que los seres humanos desarrollan su
existencia es básicamente nula, lo que ha propiciado un seguramente
irreversible empobrecimiento ontológico, necesario, por otra parte,
para el mantenimiento de los postulados básicos de un sistema de
producción que se alimenta de mansedumbre; como no podía ser de
otra manera, las alternativas escasean, y cuando aparece en escena
alguna con un basamento sólido y veraz es paulatinamente acogida
tanto por una pequeña porción de mercado durmiente, disidente
perpetuo de las estrategias y contenido del anterior, como por, ay,
toda una subespecie parásita cuya única opción vital consiste en
ir saltando de organismo en organismo a fin de obtener algo de calor
—y de sangre— que la mantenga con vida; puesto que tanto la
primera como este simulacro de la segunda son basura inaceptable, el
lector desesperado —al que además, no lo olvidemos, le fue
mostrado el gap, su gap, y ahora no admitiría una
vuelta al, por así decir, mercado de abastecimiento primitivo,
puesto que no cabía ninguna duda de que ese gap existía y
era necesario cubrirlo— sólo le quedan dos opciones: una, emigrar
de nuevo hacia otras literaturas, abandonando a su suerte a la
hispana, que tantos sinsabores devuelve a cambio de incluso sumas
superiores a las exigidas por indudablemente mejores productos
foráneos; o dos, salir a la calle y aspirar la enrarecida pero
inagotable literatura de la realidad y mandar a paseo la escrita; o
quizá (tres) todas las anteriores.
4 comentarios:
Una de las ventajas (pocas) de ver este movimiento desde México es que no llegan esos apóstoles y esa "devaluación".
Por otro lado, sin decir títulos y nombres da lo mismo decir cualquier cosa.
Están dados, esos títulos y nombres, de manera negativa (mediante su silenciamiento) a lo largo y ancho del blog. Hacerlo de una manera explícita, además de provocar un desgaste de energías en nombres que no las merecen, daría publicidad a algo que no debe suscitar más dedicación, a mi juicio, que su mera denuncia en tanto que sistema parasitario.
Por otro lado, me alegro de que a México no llegue esa devaluación, como bien dices. Probablemente eso sea síntoma de dos cosas: 1) que por mucho que se esfuercen, al final el aliento sólo les alcanza para distancias cortas, y 2) que tú y tu círculo estáis centrados, en definitiva, en la literatura que verdaderamente importa.
He seguido el artículo hasta el final con un interés in crescendo. Creo que estás lúcido. Siempre lo estás. Pero me pongo del lado de René. Echo en falta una toma de posición más definida: ejemplos de uno y otro lado. La literatura "en marcha", lo más reciente entre lo publicado, está aún pendiente de ser analizado con la suficiente perspectiva. Sin embargo ya se detectan, como explicas aquí, ciertos tics, cierta tendencia. Me gustaría saber cómo valoras a gente como Alberto Olmos, Vicente Luis Mora, y otros como Antonio Ortuño,o Pola Oloixarac.
Sigo de cerca tus comentarios.
Estimado Santiago, te digo lo mismo que a René y algo más. No me apetece dar muestras negativas más allá de un silencio excluyente. Con este texto quise poner de manifiesto que las brechas culturales son cada día más grandes y que para cubrirlas no ayudan ni las actitudes públicas de personas influyentes ni el oportunismo de cierto sector paraliterario, que tan sólo aprovecha carros semivacíos en los que subirse por si sonara una improbable flauta.
De los autores que comentas he hablado a lo largo de estos meses. De Vicente Luis Mora pondero su faceta ensayística y su libro de relatos Subterráneos, que te recomiendo buscar y leer. Su Alba Cromm es interesante por la muestra de honestidad e involucración social que el autor ha impreso en ella y por la arriesgada estructura formal con que decidió revestirla (http://bolmangani.blogspot.com/2010/09/alba-cromm.html). Pola Oloixarac escribió una de las mejores novelas de 2010 (http://bolmangani.blogspot.com/2010/09/las-teorias-salvajes.html), tanto por su temática como por su inteligente dialéctica. Que los argumentos pequen de argentinidad, como alega algún buen crítico, es como decir que los de Roth lo hacen de americanismo, para nada debe influir en su lectura. De Ortuño he leído poco o casi nada, lo incluido en la selección de Granta, y me pareció estupendo (lo expuse en http://bolmangani.blogspot.com/2010/11/granta-selection.html), y a Olmos también lo leí en dicha antología pero no fuera de ella; es decir, no puedo valorarlo más allá del divertimento que proporcionan sus artículos en Mal-Herido o el disfrute de la lucidez expuesta en Hikikimori.
Un abrazo.
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