Hoy, explorar una mesa de
Novedades es como asistir a un mitín político en plena campaña
electoral: las mentiras, más o menos ordenadas por criterios tan
espurios como la geografía, el género o la lengua original de la
escritura, exhiben sus atributos estéticos por medio de una
pornografía de mensajes pretendientes de una atención que conocen
de antemano esquizofrénica, precisamente a causa de, entre otros,
tal amontonamiento de prácticas en el ejercicio del marketing de
lineales. Para llamar la atención del lector, en definitiva; compra
esto y no te arrepentirás (falso). Las tipografías, imágenes
compuestas, paletas de colores, fajas, énfasis en las reimpresiones,
contabilidad de ejemplares o lectores, éxitos transfronterizos,
opiniones de expertos, premios concedidos, blurbs de eruditos
zafiamente parafraseados y desprovistos de contexto: artificios
comerciales que provocan en el consumidor potencial la sensación no
de estar en una librería, en parte lugar de culto de los escasos
residuos y reductos literarios de este tiempo nuestro tan finalista,
sino en la vulgar Times Square o, en su defecto, en la más modesta
pero aun así apabullante Picadilly Circus.
En la FNAC, uno de esos
supermercados del ocio con descuento fidelizado, las nuevas
creaciones de los hispanoescribientes disputan cuota y espacio a la
acostumbrada avalancha de importaciones transformadas por el fielato
de la traducción. El cliente comprueba el exacto cumplimiento de una
de las máximas económicas: a mayor demanda, menor oferta; inversión
de la que, en realidad, se da en literatura: a menor demanda, mayor
oferta. Efectivamente, sobran autores, títulos, páginas.
Naturalmente, escasean, faltan lectores. Hace poco me dijeron, desde
una revista literaria digital, “tengo la sensación de que nos
leemos unos a otros, siempre los mismos”. Sí, desde luego, somos
siempre los mismos, un puñado de fotografías de 35x35 píxels. El
mercado está compuesto por
lectores-escritores-editores-críticos-bloggers donde cada sujeto
combina en sí mismo dos o más categorías a la vez. Me refiero al
mercado, no al MERCADO. Este OTRO, a los efectos que nos ocupan, NO
EXISTE. Referirse a él, siquiera como factor potencial, como gigante
dormido, es tanto como especular con tentar a los consumidores de
sushi para que, por la mera coincidencia del factor japonés, lean a
Murakami. CONFORMÉMONOS con lo que toca y sigamos alargando la
cola. (Sí, posiblemente mañana cambie de opinión, apasionado de
todo tipo de movimiento pendular.)
Entre esas novedades hay
una, dos, quizá tres que merecen la pena y el precio. Del resto ya
se ocuparán los destripadores, no pienso ocupar la vista en
verificar lo que ya, por fundamentada y fundamentalista sospecha, sé.
Una de esas perlas proviene, cómo no, de Cataluña. Otra vez, jajá.
Francesc Serés en sus Cuentos rusos ha pasado de la segunda
división de Mondadori a la discutida y discutible primera (no todo
los montes ni nortes son orégano, pues también ahí y allí abundan
los cardos y las malas hierbas). Pero él, imperturbable ante los
vaivenes de las versiones —o
releases,
ya me ocuparé de esta cosa en el próximo texto—
tecnológicas del presente literaturizado, vuelve a ofrecer
socioliteratura de la más alta calidad bajo un manto estético, que
no poético, diferente, aunque también falso. Porque este libro de
Serés es un fakebook (no he podido evitarlo...), supuesta
antología de relatos de autores rusos más o menos coetáneos del
período soviético o URSS-age. Era lógico que sucediera algo
así, pues qué otro período y lugar ha pedido narrativa
programática con más carga de razón que la CCCP (siglas
que por sí solas acotan unas coordenadas, tanto espaciales como
temporales, bien definidas). De acuerdo, también Cuba, y África y
Asia y el resto de América y el resto de Europa...
Los
autores no existen, son invención de Francesc, como también cada
uno de los relatos, narrados con tantas voces diferentes como
heterónimos reunidos, aunque no tan distintas como para no poder
apreciarse la misma mano en todos ellos. Serés relega la exactitud
del trazo frente a su meta, que de nuevo es aquella por la que lo
conocemos: poner de manifiesto la injusticia, el sufrimiento y la
desgracia humana mediante el uso desenfrenado de la elipsis y el
irónico desprecio de la hipérbole —entre otros, pero este tipo de
análisis dejaron de interesarnos hace lustros (a no ser que
provengan de la mano de algún genio; lo veremos en breve)—. Hay,
sin embargo, una nueva característica en este fenomenal conjunto de
cuentos que no le conocíamos de los dos anteriores: el humor. Aquí
Serés ríe porque la risa es lícita e incluso aconsejable. Dada una
sucesión de amarguras y malestar tales como las concluyentes en
tiempo y terreno soviéticos, la mejor forma de extraer algo de vapor
de la olla (y evitar, no que explote, sino que el exceso de calor
—por horror— acabe insensibilizando) es infringir un par de
normas, mofándose de ellas y recreándose en el desliz
contranormativo. Así el magistral Vitali
Kroptkin,
vitalista escritor de reportajes sobre países bajo la órbita
soviética, pero también mordaz impenitente y experto en
el arte de estirar la cuerda que tensaban las autoridades de la época
(Kroptkin,
seguramente de Kropotkin, Piotr, principal teórico del movimiento
anarquista y fundador del anarcocomunismo, importante personaje de
imponente barba cuya lectura fue también gambito de Konrad,
personaje de la estupenda novela La
calera,
de Thomas Bernhard, autor en el que el humor es también instrumento
utilizado como vía de escape). De Kroptkin
(en cursiva por tratarse de una invención de Serés) se incluyen los
cuentos Elvis
Presley canta en la Plaza Roja,
Enciclopedia
rusa,
El
hombre más solo del mundo
y ¡La
madre que los parió!,
todos ellos títulos más que reveladores del tono con que han sido
escritos.
Sin
embargo, como decía, el verdadero objetivo consiste en poner de
manifiesto, como en ocasiones anteriores, diferentes grados y
situaciones de opresión y esclavitud modernas allí y entonces, allí
y ahora. De todos es conocida la excelente literatura rusa
comercializada bajo las marcas Dostoievski, Tolstói, Gógol, Chéjov,
Pushkin, Solzhenitsyn, Turgueniev y Bulgákov, por citar sólo los
clásicos populares o más vendidos. Recientemente, la industria
también ha conseguido levantar un pedestal menor a Vasili Grossman
(no confundir con David) a raíz de la económicamente exitosa
publicación de su Vida
y destino,
cuya trama sí podríamos considerar paralela a varias de las
temáticas y enfoques adoptados por nuestro escritor catalán. Todo
se reduce a una cuestión de fechas y, por consiguiente, de estados:
si hablamos de Rusia o de la URSS, fuera ésta incipiente (proto-CCCP
o Ur-URSS)
o ya establecida. Francesc Serés entronca sus relatos en esa última
época, desde el triunfo de la revolución hasta la perestroika
asentada e incluso olvidada; es decir, siglo XX y lo poco ya superado
del XXI. De este amplio período tenemos poca literatura diseminada y
mucho falso avant-garde
excesivamente ponderado. Pareciera como si el conjunto estereotipado
y espectacular ofrecido por el cine y los best-sellers escritos por
manos ajenas a la Madre Rusia hicieran innecesaria, por excesivo
abundamiento, la irrupción de la literatura en tales coordenadas.
Como si estuviera de más escribir sobre vodka, mujiks, koljoses,
satélites, miedo, purgas, radiación, Siberia, frío, taiga, muerte,
miseria, espías, telones y ex-condes. Obras como Vida
y destino,
y por supuesto —y por encima de aquélla— Archipiélago
Gulag,
totalizadoras y totalizantes, relegan a mero miasma cualquier otra
sobre penurias intrasoviéticas, ya se trate de novela, poema o
relato.
Pero
Serés no pretende medirse con tales referentes. La literatura
imbuida en Cuentos
rusos
supone más bien una traslación de ciertos principios ya expuestos
en La
fuerza de la gravedad
y Materia
prima
a otro tiempo y lugar, en tanto que idóneos para la
(re)escenificación de las grandes cuestiones aparecidas en estas
otras dos obras. De hecho, el relato La
campesina y el mecánico,
atribuido al también inexistente Aleksandr
Vólkov
(aunque Aleksandr Vólkov es un ex-jugador de baloncesto, oro en Seúl
88, jugador de la CSKA de Moscú y de la NBA con los Hawks de
Atlanta; supongo que Serés también coincide en este tipo de
aficiones con quien esto escribe), es en realidad y en parte
reescritura de otro relato titulado La
vuelta,
incluido en La
fuerza de la gravedad
(o La
força de la gravetat,
para entendernos mejor) y que yo sé que Francesc Serés ha incluido
en Cuentos
rusos
para que yo me dé cuenta, aquí abajo, del autoplagio siquiera
esquemático.
No,
nuestro autor no se mide con nadie, ni tampoco aquí lo medimos o
enfrentamos a nada. Dentro del proyecto de Serés, Cuentos rusos
supone un claro reflejo especular de las temáticas perfiladas en
aquellos dos títulos. Si se prefiere, una exportación dialéctica
de los presupuestos de su anterior obra a terreno y tiempo mejor
abonados. Una forma genial de metaforizar las actuales explotación,
degradación y sometimiento humanos como justo devenir de prácticas
ejercidas no hace tanto y universalmente condenadas. Sea bajo
regímenes totalitarios como el soviético, sea bajo democráticos
como el capitalista liberal, la cuestión principal radica
precisamente en esa preposición repetida, “bajo”, que
implica sujeción mayoritaria a un sistema que nunca podrá ser justo
y que, por ello, necesitará de una amplia base de “sujetos”, por
decirlo de una forma rápida y definitiva, jodidos.
Completan
la antología dos mujeres y otro varón. El recuento por géneros no
puede ser, de nuevo, más acertado: tres hombres, dos mujeres;
mayoría masculina, aunque los relatos femeninos aparezcan en primer
lugar (ya se sabe, las mujeres primero...). Una manera magistral de
poner de relieve la secular discriminación femenina, dando prueba de
ello, además, mediante las distintas temáticas manejadas en los
relatos a ellas atribuidos. Así, el libro comienza —tras las
suculentas exposiciones de Anastasia Maxímovna (antóloga
falsa que, de alguna forma, vendría a equilibrar la balanza de
géneros) y del propio Serés— con un relato de Ola Yevguénieva
titulado Low cost love, low cost life, ambientado en la época
actual, y que da cuenta del tipo de encerramiento grisáceo en que el
mileurismo o pocoeurismo mantiene a la mayor parte de la
población mundial. Tocarán ellas temas como el sacrificio de la
mujer, el deseo y sus amenazas, la miseria, el mal y el reencuentro,
mientras que a ellos se les reserva el ya mencionado humor, la
ciencia, la política, la naturaleza, la guerra, el mito, la
comunidad...: típico reparto en cuya elección Serés no ha tenido
más que consultar el canon universal y barajarlo con sus habituales
inteligencia y perspicacia.
Seguramente
el próximo viernes, cuando vaya de nuevo a la FNAC, el hueco del que
disfruta hoy este libro haya sido ocupado por cualquier medianería,
quién sabe si, ironías de la velocidad productiva, publicado por la
misma editorial. Por eso voy a guardar mi ejemplar a buen recaudo,
pues dentro de no mucho tiempo su rareza multiplicará su ya elevado
valor y podrá ser canjeado, en el mercado negro, por una botella de
buen vodka y una lata del mejor caviar ruso.
6 comentarios:
Y los libros siempre terminan por encontrar a sus lectores. LLueva, truena, o la mesa sea muy amplia. Siempre me he preguntado cuántos lectores tuvo la primera edición de, por ejemplo, Una Temporada en el Infierno.
Supongo que la única lectora durante mucho tiempo fue su sufrida madre, quién si no iba a aguantar las locuras de semejante tipo...
He leído a Serés pero no sé si seguiré haciéndolo (me pasa con muchos). Hay una falta de empatía en sus tratos con gentes y personajes que me echa p'atrás. Otras veces, José Luis, te he leído que encuentras en sus libros a "nadies", pero yo no veo más que gentes tratadas como "nadies", con un gran sentido del cálculo, carne de cañón literario, como de alguna manera pueden entenderse las medidas porciones de género en estos "Cuentos rusos", que no dejan de ser un juego postmoderno fríamente calculado. Desde que terminó su trilogía rural, más propia de un pintor expresionista que de un narrador, el frío (¿ruso?) parece haberle helado la mirada. Un antropólogo hablaría de una observación no participante sino entomóloga, soberbia. Un voto de confianza me impulsa a esperar que se tome un reposo y crezca en lo humano. O no.
Saludos muy cordiales, me gusta seguir tus lecturas y modos de enfocarlas.
Bueno, creo que esa frialdad a que te refieres viene de Materia prima, desde luego no de La fuerza de la gravedad. En aquélla, la entrevista como medio de expresión obligaba a cierto distanciamiento, periodístico, de ahí que la implicación del narrador no sea pertinente hasta el último relato, que sucede en la playa y él es uno de los participantes. Así en Cuentos rusos, donde de nuevo da cuenta, muestra, pero donde también detecto calor, aunque el lenguaje sea más seco que en La fuerza pero menos que en Materia. Hay un detalle que creo importante: en Cuentos el narrador, aunque, como dije, relega la exactitud del trazo estético frente al fondo o temática tratada, lo que posibilita que el lector advierta la misma mano en todos los relatos, consigue el siempre admirable efecto de otorgar una voz distinta a cada narrador ficticio. Puede que la brevedad del libro devenga sensación de entomólogo colocando sus insectos pinchados en las hojas de un álbum, de acuerdo, pero opino que eso no quita pra que el resultado sea válido desde la óptica que nos interesa: trasladar la ética de fondo de Materia y La fuerza a otros tiempo y lugar para demostrar que, al fin y al cabo, en todos lo sitios cuecen habas; no sólo allí, sino aquí. Cabría ver en Cuentos rusos una precuela de las otras dos.
Respecto de lo que dices sobre el cálculo posmodernista, sinceramente no creo que haya juego en ese sentido. Ni tampoco expresionismo. Veo a Francesc más como un post-naturalista, en la línea del genial Zola, aunque con el acostumbrado comedimiento hispánico en lo referente a la carnalidad, etc. Continuemos siguiendo a este raro autor en nuestras letras.
Muchas gracias por comentar, Berta, y por el seguimiento de mis textos.
Un abrazo.
Un único matiz, José Luis: el expresionismo está en sus primeros libros. Y aquí lo dejo, amigo, que no voy a discutir para nada el amor por los libros que tienes tú.
Un abrazo.
De nuevo, gracias por el comentario, Berta.
Un abrazo.
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