23 mar 2011

Mind the gap

Recuerdo la negativa de Javier Marías a comprar o usar un teléfono móvil o un ordenador y cómo se jactaba de ello. Recuerdo cómo se comunicaba con la administradora de su web de fans mediante faxes en los que, tal y como hubiera hecho de disponer de una tonta ventana de chat, manifestaba tener sueño, pues era tarde. Sin embargo tenía reproductor de dvd, para hartarse de ver películas, algo que le encantaba. Quizá todo esto haya cambiado, no lo sé, hace tiempo que no sigo sus reflexiones y cuitas personales. Javier Marías, pues, escribía a máquina. Recordemos cuánto esfuerzo debía poner en la terminación de una sola página de la tercera parte de Tu rostro mañana, toda una agotadora jornada. Su maestro y mentor Juan Benet escribía sus novelas de la siguiente forma: terminaba a máquina una versión —dijo Félix de Azúa que cuando se reunían en su casa, un domingo por la tarde o quizá fuera a mediodía, para compartir almuerzo y copas, al entrar sabían que el maestro estaba en casa porque desde la entrada se le escuchaba aporrear y martirizar las teclas de la máquina—, y luego la reescribía; es decir, la escribía dos veces. A Rodrigo Fresán se le estropeó un portátil con el manuscrito de Mantra en su interior, no recuerdo si también el de Jardines de Kensington pero sí que perdió, junto con la novela sobre telenovelas mexicanas, una provisionalmente titulada Tsunami (antes del primer tsunami televisado, recordemos que fue aquel que azotó las costas de Indonesia). Mi socio en la primera empresa que tuve necesitaba de un ayudante para pasar a máquina (en realidad, a procesador de textos; en realidad, una ayudante) la sucesión de argumentos de venta que producía en folios sucios, es decir, impresos por una sola cara y susceptibles de algún tipo de reciclaje. Cuando hubo que reestructurar la plantilla a causa de uno más de los numerosos tsunamis económicos que regular y periódicamente azotan nuestra pequeña y arruinada república, no despedimos a la chica, no, le encomendamos labores de mayor valor añadido, y él hubo de resignarse a mecanografiar sus textos pero salvándolos en un disquete, porque no se fiaba del disco duro. También ignoro si esto ha cambiado —el disquete ahora sería un pendrive, imagino—, no me atrevo a preguntárselo... Podría seguir así durante horas, aburriendo incluso a los muertos.

Las anécdotas sobre el desigual impacto de los cambios tecnológicos en los modos de operar con la realidad circundante, ya provengan de personajes famosos o mediáticos, ya de sujetos de mi entorno cercano, son abundantes. Rechazo y aceptación comparten cuotas similares, lo que siempre me ha causado preocupación. Las instancias públicas no han sido ni son ajenas a la (re)creación de este problema, podemos decir, social. Se me abren las carnes cuando escucho la expresión nuevas tecnologías, casi siempre en boca de uno o una de las bestias iletradas que osan codirigir nuestros destinos públicos y comunitarios. Ni siquiera en los últimos veinte años de cambio continuo y acelerado ha sido posible hacer calar en la sociedad la idea de que esa mutación fue, es y será continua e imparable, por lo que cada vuelta de tuerca científica o tecnológica trae al mundo, de sopetón, cientos de millones de nuevos ignorantes que hasta el instante anterior estaban, al menos en teoría, perfectamente integrados en el delicado engranaje que mueve nuestras vidas hacia la urna de cenizas. De ahí que el crecimiento de disidentes —o ausentes— tecnológicos sea geométrico, en consonancia con la acumulación de cambios sobre cambios sobre cambios no asumidos desde cualquier parte de la raíz que dio origen a la alocada sucesión de... cambios.

La literatura no es ajena a este devenir distópico. Al igual que es frecuente encontrar personas que afirmen que no les gusta tal o cual cocina internacional sin haberla probado, hallar autores que, en sus obras, plasmen una visión del mundo desprovista del continuum mutandis tecno-científico-social-político es cosa de darse una vuelta por cualquier librería. Escriben el mundo tal y como lo ven, o dicen verlo, ellos, refractarios por motivos espurios a la proliferación de gadgets universales, opacos a una (r)evolución de la que se apearon quizá por cansancio, por incomprensión o por simple ausencia de esfuerzo mental (vulgo vagos). Un mundo reaccionario, pues, porque de existir lo sería sólo en su imaginación, una realidad intracraneal que es mostrada a los lectores como la auténtica y verdadera, o la dotada de total validez. Cabría su análisis desde una perspectiva incluso antropológica ya que no, a mi entender, ontológica (quizá sí entomológica); pero no considerando su visión, tal que hacen ellos, como incuestionable telón de fondo idóneo para pintar sus caducas e imperfectas ficciones. Éstos son un grupo, no ya de simples analfabetos tecnológicos sino de auténticos negadores de una realidad evolucionada.

Otro grupo, afortunadamente menos numeroso por ahora —y en seguida veremos en qué consiste esa paradójica fortuna—, está formado por los autores que perciben en el avance técnico y en su influencia social un potencialmente lucrativo campo de juego en el que ubicar sus oportun(ist)as narraciones. Mientras que en el anterior, la ocasional aparición, siquiera bajo la forma de mención transitoria, de artilugios o aspectos técnicos ya cotidianos para la capa social más avanzada supone el elemento exótico y raro e incluso un guiño paternalista al lector autista y apeado del mundo en que vivimos, en el segundo grupo la acción —no digamos ya la narración— es sustituida por la inmersión total en el ambiente creado por tales avances. El exotismo provendría entonces de aquel poblado, multitudinario sector desconectado de esta ¿otra? realidad. Aunque hablamos de sólo palabras, es fácil convocar imágenes de fisonomías geeks contrapuestas a entrecejos corridos, sapiens contra neanderthales, supuestos humanos mofándose de las bestias. Tal dicotomía no puede ser, no está siendo, beneficiosa ni para la sociedad ni para la literatura. Ambos grupos de fuerza ejercen, uno, su potencia del número, y otro, su capacidad persuasiva radicada en la diferencia. Los brazos estirados pertenecen al lector, y aunque estemos ante un, en apariencia, evidente desequilibrio de potencias, no obviemos que la mayor parte de la literatura centrada en la ética y/o estética de la evolución suele tirar de la belicosidad implícita en aquella taxonomía antagónica para ganar adeptos o conversos aunque en realidad, sobre todo por mor de impulsos esnobistas, no constituyan sino carne de infidelidad a la vuelta de la esquina.

Un paréntesis. No perdamos de vista la delicadeza de la cuestión debatida. Al confinar el asunto al terreno estrictamente literario, se reduce de un plumazo la población afectada en varios miles de millones de personas, acotando el conjunto restante en un triste y siniestramente pequeño puñado de individuos. Para entendernos: en España posiblemente no lleguen siquiera a diez mil, siendo muy optimistas (cantidad harto debatida con amigos escritores que la cifran incluso más baja, en el entorno de cinco mil). Ello implica eliminar de la ecuación de fuerzas a los no lectores, pero también a los consumidores de libros producidos para el mero entretenimiento, sean o no best-sellers (vendan mucho o poco, quiero decir; quizá sea mejor no ofrecer ejemplos), y quedarse solamente con los lectores de literatura a secas, ya sea producida por reaccionarios tecnológicos, confesos o no, o por frikis amantes declarados del puntocero y sus insólita variedad de formatos expresivos. Por fortuna —esta vez benigna— hay autores que no pertenecen a ninguna de estas dos castas. También, huelga decirlo, existen lectores puros, que consiguen situarse por encima de estas menudencias y que, simplemente, leen; quizá alzando las cejas de vez en cuando, de acuerdo, pero realizando un ejercicio de abstracción que les permite obviar los detalles superfluos que propician la clasificación de una obra en el lado izquierdo o derecho de la ecuación.

Hablo de delicadeza, y también de preocupación. Siempre hubo vanguardias cuya misión secundaria, no finalista, pasaba por el enfrentamiento a la comodidad de lo ya conocido. Es humano rechazar de plano propuestas de cambio como también lo es intentar derribar lo ya establecido y asentado. El progreso se nutre, entre otras, de la lucha entre la prudencia residual que conlleva la primera actitud y la valentía connatural a cierta parte de las iniciativas incluidas en la otra. Pero también hay manifestaciones de vanguardia sólo en apariencia valientes, en realidad oportunistas, que mal ocultan en su génesis un intento, en muchas ocasiones desesperado, de subirse a algún carro poco poblado que las lleve a alguna parte. Ser diferente es uno de los primeros trucos consignados en los manuales que instruyen sobre cómo alcanzar el éxito Al binomio I+D (Investigación y Desarrollo) se le añadió no hace mucho una segunda I, de Innovación. Ese ahora polinomio es mal aplicado en muchas propuestas literarias que acogen con pasión calculada la última I, olvidándose de —o ignorando— los otros dos factores: sólo innovación, nada de desarrollo y ni por asomo investigación. Tal ausencia sólo por una cuestión de puro azar podría conducir a la creación de obras de calidad, engendrando casi siempre aberraciones inservibles a los fines a que supuestamente afirman rendir tributo. Si sólo se tratara de una cuestión de representación, la discusión se centraría en los grados de fidelidad que podrían achacarse a unas y otras posturas como reflejo de la realidad. Pero el asunto es si cabe más peliagudo, puesto que esa necesidad imperiosa de diferenciación vía innovación desaforada se dispersa, además de en enfoques paraliterarios netamente tecnocientíficos, en pseudoconstrucciones centradas en la torsión ad nauseam de las formas narrativas. La simple y chusca deconstrucción® de textos ya no es suficiente para poder decir aquí estoy yo. Es necesario ser aún más original, fresco, rompedor, innovador. Las propuestas basadas en la distorsión estética se encabalgan unas sobre otras con una aceleración semejante a la de la reproducción celular. Lo nuevo deja de serlo antes de salir de imprenta, pues en ese momento hay ya otra mente más avispada (en España la palabra apropiada sería pícara, dando lugar a las acostumbradas situaciones esperpénticas) a la que se le ha ocurrido escribir una novela sin utilizar signos de puntuación, o sin verbos, o con capítulos pintados de verde, o a base de graffitis, mensajes de texto, pintadas en urinarios públicos, tweets y eructos. ¿Y por qué no utilizar tipografías sangrientas (al fin y al cabo Lady Gaga se viste con trozos de carne), aunque la sangre sea falsa, o pelos, o uñas; o escribir una novela con párrafos a modo de rutinas de software, con bucles y condicionales y variables a rellenar por el propio lector; o una sola frase y aun una sola palabra con una nota al pie de cientos de páginas; o una novela en la que los personajes sean enfermedades, o guerras, o dinero, o ropa, o bebidas o cualquier otra cosa que no piense ni sienta en el mundo real —ya se ha hecho: risas—; o novelas totalmente en blanco (posible título: Nada, o Ná de ná), o escritas con tinta invisible, o...?

Bromas aparte, el peligro para la verdadera literatura —no otra cosa intentamos defender aquí— radica precisamente en la desaparición virtual de las barreras comunicativas que, hasta no hace mucho, relegaban a las vanguardias a un inframundo de panfletos fotocopiados y repartidos entre ratas de biblioteca; y que, por contra, beneficiaban injustamente la dominación de los escenarios de visibilidad por los sectores aquiescentes con una industria cultural perfectamente aclimatada a los modos de desarrollo y supervivencia capitalistas. Como he dicho en alguna otra ocasión, los lectores no formaban parte de esta escena, su papel se limitaba al de meros receptores pasivos de lo que fuera saliendo; a no ser que en un momento dado decidieran acumular a su rol de consumidor el de autor, crítico, editor, etc., engordando así el núcleo de personajes dispuestos a dar y recibir tortas.

La situación cambió. Nunca como ahora la vanguardia dispuso de tal cantidad de medios a su alcance para difundir su producto y, por ende, su factor de diferenciación implícito. Como tampoco la otra corriente, la inmovilista o a contracorriente. Una vez abandonados masivamente los medios impresos de consulta y referencia en tanto que faros orientativos en el proceloso mundo de la novedad editorial, el lector recurre cada vez más al dashboard gratuito que es Internet y sus múltiples meeting-points también masivamente acogidos y celebrados. Lo que una vez más debe ser motivo de celebración, ya era hora de que cayera al suelo la caspa crítica en versión impresa. Pero ahí, en ese otro mundo de brutal interacción en el que a las discusiones sobre la validez de uno u otro modelo se unió el lector de a pie es donde se dan las condiciones ambientales idóneas para la proliferación indiscriminada de falsas vanguardias, cada una con su cuota de decepción implícita para el lector, que una y otra vez se siente estafado por la promesa de mundos mejores cuando, en realidad, lo que obtiene es un ingrato e inservible gato por liebre.

La polémica, pues, crece como la espuma, mientras las filas reaccionarias no dejan de recuperar fieles descarriados, escarmentados tras los revolcones sufridos en sus breves incursiones en literaturas que se las daban de avanzadas. La trifulca o enfrentamiento ya no se limita a los actores literarios, sino que incluye, dada la apertura del medio, a sus receptores naturales, que llegan a plantear la cuestión casi como asunto religioso, lanzado autos sacramentales contra quienes no participen de sus postulados, por otra parte, efímeros. Utilizando un símil en boga estos días, los lectores son utilizados como escudos humanos.

No cabe, sin embargo, cargar todas las culpas en los falsos vanguardistas, que en su afán de diferencia pervierten los objetivos naturales de la expresión literaria, ni en el sector acomodaticio, insertos en un sistema de engranajes de mercado que beneficia sus bolsillos a cambio de la producción just-in-time de compresas higiénicas contra el dolor de la realidad externa; también los creadores responsables de la auténtica y veraz evolución de la literatura —los verdaderos vanguardistas— alimentan la confusión con su inopinada aceptación del estado de cosas mediante el silencio continuado. Cuando, irónicamente, ellos también salen perjudicados en los procesos de categorización que, como medio de lucha contra la soledad, consienten. Los ejemplos abundan, pero voy a basarme solamente en uno y medio, quizá el ½ más significativo de los últimos cuatro o cinco ejercicios contables: el de los mutantes y/o nocillas.

Me declaré partidario formal, aunque no incondicional, de estos movimientos, hace meses. Aprecio, con diferentes grados de entusiasmo, el esfuerzo de un puñado de autores por revitalizar un panorama empobrecido por la repetición de fórmulas canónicas que, aun aspirando a representar mediante patrones decimonónicos la compleja realidad en que vivimos, sólo son capaces de producir facsímiles infumables de la mediocridad. Así pues, bienvenidos sean quienes hacen otras cosas y las hacen bien, ya se inscriban esas alternativas en cuestionamientos de forma, estilo, contenido o cualquiera de sus posibles combinaciones. Lo que resulta inaceptable es el parasitismo que deben soportar. Cuántos no han detectado una oportunidad en la nobleza que puede otorgarles el estigma de ser considerados, por ejemplo, mutantes; o en la pátina cool que reviste todo lo resguardado bajo el toldo de la nocilla thing. Tanto títulos sueltos como sellos editoriales, pasando por autores, subcorrientes y hasta mutaciones y transformaciones de la mutación original: desde que el no por casualidad mencionado Javier Marías abominó y se carcajeó de la literatura mutante —consideremos esto un hito post-fundacional— en su medio impreso dominical leído en su mayoría por mentes flatulentas a horas flatulentas, los mutantes obtuvieron su correspondiente carta de naturaleza y, con ello, se abrió un hasta ahora ininterrumpido período de inscripción y matriculación en la Universidad del Cambio Mutante, valga la redundancia. Desde que Fernández Mallo consiguió VENDER ejemplares de su inopinadamente fundacional Nocilla dream, y saltó desde una modesta Candaya hasta la colorista y bienpensante Alfaguara, convirtiendo el término rizoma y sus derivados semánticos en los más consultados de la wikipedia, este físico gallego componente del binomio músico-declamatorio Fdez-Fdez se convirtió, de nuevo inopinadamente, en icono after-pop a imitar por huestes de escritorzuelos dominados por el ansia de colonizar la más trendy de las vanguardias literarias de esta minúscula y arruinada república. Con su silencio, ellos aceptaron la conversión de átomo en molécula y después en tejido. Ferré y Fernández y Fernández, la triple F hispánica fundadora de lo mejor de lo mejor del país ahora. Ser amigo de estos tíos no tiene precio; que te vean como autor perteneciente a su escuela, movimiento o estela, tampoco; para todo lo demás, Mastercard.

Frente a la mayoritaria y anodina masa de conformistas y reaccionarios, estos tipos brillaban con luz propia; además de por la calidad intrínseca de su literatura y de su particular y acertada cosmovisión, servían como referente válido contra el que enfrentar la medianería estéril del resto de compatriotas. Muchos de los que ya habíamos olvidado que en España se hacía literatura (entrábamos en las librerías y sobrepasábamos los estantes de género y el de española para irnos derechos hacia el de extranjera), retornamos con curiosidad por si acaso habíamos cometido algún error de apreciación o, durante tan larga ausencia, por fin había sucedido algo. Era evidente el gap (el hueco, el espacio, la brecha) entre F3 y todo lo demás. Pero al ser su número tan reducido (3), el peligro de conversión masiva, y que con ello se hiciera demasiado patente el gap ante el público, no existía. No había guerra posible, pues los adeptos entraban en la nueva y pequeña logia con cuentagotas. Así —y de esta forma retomo el asunto principal que da pie a este cansino texto—, donde sólo había trinidad se creó un pequeño núcleo a modo de, sí, apóstoles; vale. Unos pocos más, algunos lectores más. Y entonces sucedió algo, premios, reconocimiento, ventas..., y lo que en principio iba a ser mutant selection, por obra de la mímesis y, por encima de todo, del simulacro, devino legión zombi. El gap se hizo patente de la peor de las formas posibles: mediante el inaceptable vocerío de falsos conversos; de ahí el posterior goteo de abandonos, deserciones e incluso sospechas de excomuniones.

Quien ha salido perdiendo es el lector, al que después de señalarle aquella brecha, su analfabetismo latente, su idiosincrásica idiotez, en el momento de demandar más de lo mismo, en lugar de buscar los antecesores extranjeros de F3 —y esperar a que cada F fuera produciendo sendos nuevos hitos a su ritmo no maquinal, humano, artístico, para consumirlos a su debido tiempo, etc.—, siguió intentando beber de una charca que sólo contenía ya, en su mayor parte, excrementos. Susceptible de un irónico reciclaje, claro; y caro.

El panorama es este: la literatura es el bien cultural marginal por excelencia, residuo tolerado como entretenimiento portable y de consumo fragmentario a demanda del consumidor; un indecente ratio de su producción total está dominado por los modos de construcción, exposición y temáticas seculares, cuya capacitación para mostrar la compleja realidad en la que los seres humanos desarrollan su existencia es básicamente nula, lo que ha propiciado un seguramente irreversible empobrecimiento ontológico, necesario, por otra parte, para el mantenimiento de los postulados básicos de un sistema de producción que se alimenta de mansedumbre; como no podía ser de otra manera, las alternativas escasean, y cuando aparece en escena alguna con un basamento sólido y veraz es paulatinamente acogida tanto por una pequeña porción de mercado durmiente, disidente perpetuo de las estrategias y contenido del anterior, como por, ay, toda una subespecie parásita cuya única opción vital consiste en ir saltando de organismo en organismo a fin de obtener algo de calor —y de sangre— que la mantenga con vida; puesto que tanto la primera como este simulacro de la segunda son basura inaceptable, el lector desesperado —al que además, no lo olvidemos, le fue mostrado el gap, su gap, y ahora no admitiría una vuelta al, por así decir, mercado de abastecimiento primitivo, puesto que no cabía ninguna duda de que ese gap existía y era necesario cubrirlo— sólo le quedan dos opciones: una, emigrar de nuevo hacia otras literaturas, abandonando a su suerte a la hispana, que tantos sinsabores devuelve a cambio de incluso sumas superiores a las exigidas por indudablemente mejores productos foráneos; o dos, salir a la calle y aspirar la enrarecida pero inagotable literatura de la realidad y mandar a paseo la escrita; o quizá (tres) todas las anteriores.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Una de las ventajas (pocas) de ver este movimiento desde México es que no llegan esos apóstoles y esa "devaluación".

Por otro lado, sin decir títulos y nombres da lo mismo decir cualquier cosa.

José Luis Amores dijo...

Están dados, esos títulos y nombres, de manera negativa (mediante su silenciamiento) a lo largo y ancho del blog. Hacerlo de una manera explícita, además de provocar un desgaste de energías en nombres que no las merecen, daría publicidad a algo que no debe suscitar más dedicación, a mi juicio, que su mera denuncia en tanto que sistema parasitario.

Por otro lado, me alegro de que a México no llegue esa devaluación, como bien dices. Probablemente eso sea síntoma de dos cosas: 1) que por mucho que se esfuercen, al final el aliento sólo les alcanza para distancias cortas, y 2) que tú y tu círculo estáis centrados, en definitiva, en la literatura que verdaderamente importa.

Santiago G. Tirado dijo...

He seguido el artículo hasta el final con un interés in crescendo. Creo que estás lúcido. Siempre lo estás. Pero me pongo del lado de René. Echo en falta una toma de posición más definida: ejemplos de uno y otro lado. La literatura "en marcha", lo más reciente entre lo publicado, está aún pendiente de ser analizado con la suficiente perspectiva. Sin embargo ya se detectan, como explicas aquí, ciertos tics, cierta tendencia. Me gustaría saber cómo valoras a gente como Alberto Olmos, Vicente Luis Mora, y otros como Antonio Ortuño,o Pola Oloixarac.
Sigo de cerca tus comentarios.

José Luis Amores dijo...

Estimado Santiago, te digo lo mismo que a René y algo más. No me apetece dar muestras negativas más allá de un silencio excluyente. Con este texto quise poner de manifiesto que las brechas culturales son cada día más grandes y que para cubrirlas no ayudan ni las actitudes públicas de personas influyentes ni el oportunismo de cierto sector paraliterario, que tan sólo aprovecha carros semivacíos en los que subirse por si sonara una improbable flauta.

De los autores que comentas he hablado a lo largo de estos meses. De Vicente Luis Mora pondero su faceta ensayística y su libro de relatos Subterráneos, que te recomiendo buscar y leer. Su Alba Cromm es interesante por la muestra de honestidad e involucración social que el autor ha impreso en ella y por la arriesgada estructura formal con que decidió revestirla (http://bolmangani.blogspot.com/2010/09/alba-cromm.html). Pola Oloixarac escribió una de las mejores novelas de 2010 (http://bolmangani.blogspot.com/2010/09/las-teorias-salvajes.html), tanto por su temática como por su inteligente dialéctica. Que los argumentos pequen de argentinidad, como alega algún buen crítico, es como decir que los de Roth lo hacen de americanismo, para nada debe influir en su lectura. De Ortuño he leído poco o casi nada, lo incluido en la selección de Granta, y me pareció estupendo (lo expuse en http://bolmangani.blogspot.com/2010/11/granta-selection.html), y a Olmos también lo leí en dicha antología pero no fuera de ella; es decir, no puedo valorarlo más allá del divertimento que proporcionan sus artículos en Mal-Herido o el disfrute de la lucidez expuesta en Hikikimori.

Un abrazo.

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