Con una rápida ojeada a los títulos de los últimos 750 libros que he leído, acabo de hacer un análisis mental de los vehículos, tanto subjetivos como objetivos, de que se sirve la narrativa que nos gusta. La conclusión particular es que, cuando el o los personajes no se erigen ya por sí mismos en (pre)celebridades, excéntricos, outsiders o directamente ratas de alcantarilla, estamos ante gente sencilla, pero que se enfrenta a situaciones límite, extrañas, duras, pruebas iniciáticas, terrores diurnos, guerras, peleas, adicciones, desamores brutos y amores salvajes y también odios o grandiosas amistades, profesiones arriesgadas o deleznables, locura y etapas infernales, dramones familiares, etc., todo ello en grados más o menos superlativos pero siempre fuera de lo común, excediendo el pacífico y aburrido tono cotidiano, superando su inanidad o su insulsez, proporcionando al escritor, en definitiva, algo que contar; es decir: dándole al lector algo que leer que sea diferente de lo por él ya vivido.
¿Por qué es esto así? Me refiero a por qué los escritores se decantan, a la hora de imaginar historias, por aquellas que se sitúan fuera de la cotidianidad, o en sus mismos bordes. ¿Cuántos relatos conocéis sobre una limpiadora que, simplemente, limpia una escalera? O cuántas novelas que, simplemente y sin, digamos, ajustes extra, hablen del trabajo de un paleta. O de una abogada, o de un médico, o de una fisioterapeuta, o de un camionero, o de una administradora de fincas, o de un miserable reportero de acontecimientos en barriadas suburbiales. No sobre un rapero, o un alcohólico, o una historiadora, o un presidiario, o un teniente llamado Kowalski (siempre hay uno con ese apellido), o un nuncio de la Santa Sede que se pone tibio a monjas y seglares, o una puta o un escritor apaleados por esa vida tan puta, o una inmigrante italiana o sobre la hija de esa emigrante italiana. De los segundos hay millares de narraciones, mientras que de los primeros pocas o casi nada. Lo primero no vende, por sencillo y visto, por gastado por todas esas vidas aficionadas a vivir vidas iguales, profesionales del muermo y la aburrición. No atrae por alienante, por fácilmente reconocible y predecible. Por tratarse de un espejo en el que nos miraremos y nos veremos retratados y entonces vaya asco de vida.
Estamos siempre pendientes del acontecimiento atractivo, del personaje idealmente configurable, de un appeal discursivo que sugiera lo diferente, o exhiba el exotismo como esperando ahí al lado, tan sólo separado de nuestras jetas por una página que casi es una alambrada ——no sé si nosotros dentro, los grises, o ellos fuera, los inventados—. O pensando en amalgamar una mixtura que arroje un sucedáneo de libertad de acción —o un encarcelamiento que exceda lo meramente soportable por nuestros temblorosos cuerpos—, aun circunscribiéndose éste a un radio hiperreducido, y que además resulte creíble (y si no lo es, entonces el género será fantástico, o socio/ciencia-ficción/especulación).
¿Quién se ha atrevido a prestar voz a la naturalidad vital de la gente normal? Ese cemento social, que decía Galdós. Los consumidores, los del otro lado de la vitrina o la pantalla: quienes limpian nuestras casas, traducen en jerga burocrática nuestros asuntos públicos, amasan el pan que masticamos, rehacen nuestras destrozadas muelas, llevan a nuestros hijos al colegio o cosen las prendas que se llevarán en la próxima primavera. O sea: nosotros. ¿Se nos ha ocurrido pedir la vez a esos personajes raros que rara vez vemos por la calle porque no se dejan ver, quizá porque sólo existan en la imaginación de los narradores —también en los noticiarios y en esquinas en las que son como guardacantones decorativos, fantasmas que sólo deberían figurar en las páginas de una novela—? ¿Es que somos tan nadas que se nos puede tratar como a don nadies? ¿Será verdad eso que dicen: “No somos nadie”?
Me levanto y me fijo con más atención en los títulos de los últimos años, y veo que en el interior de algunos sí que había algo de lo que reivindico. Literatura de los nadies, sea de los tradicionales —de la canaille, como decía el abuelo de Los Buddenbrook—, sea de la new gentuza. Creo que voy a ir seleccionando algunos:
- Fiesta bajo las bombas. Los años ingleses, Elias Canetti (Galaxia Gutenberg, 2005). Siendo Canetti dado a la mirada excepcional sobre la nimiedad, o sobre aquello por lo que casi ningún otro siente el impulso de ponerlo por escrito, hay en esta recopilación de materiales proyectados un relato especialmente cautivador e ilustrativo, titulado El barrendero. Escribe E.C.: “El barrendero de Chesham Bois, donde vivíamos en el campo, un viejo fornido con una cabeza encarnada y redonda y una coronilla de pelo blanco, parecía un apóstol recién pintado […] Con muy pocos entablaba conversación. Era él quien te dirigía la palabra; hubiera parecido raro que fuese uno quien iniciara el diálogo, dado que su actividad como barrendero podía despertar algo así como condescendencia en los demás […] Hablaba despacio, de una manera perfecta y articulada, en un lenguaje que en otras circunstancias yo habría calificado como bíblico […] Fue la conversación más clara de todas las que había mantenido en ese lugar, en el que llevaba viviendo unos años […] No había nada superfluo en estas charlas […] A lo largo de los años conocí a muchas personas del lugar. El barrendero era el único a quien yo quería de todo corazón […] Cuando no apareció dos días consecutivos, supe lo que había pasado. Sólo he sentido tanta tristeza por cuatro o cinco personas.” El resto del libro es genial como todo Canetti, pero nada igual a lo resumido (de lo cual he dejado lo mejor fuera, para no reventar la lectura a quien se anime), sólo personajes famosos, poetas, fiestas, interesantes disquisiciones sobre Inglaterra, sobre literatura, notas autobiográficas per se: ningún nadie más como el barrendero.
- Los emigrados, W. G. Sebald (Debate, 1996). Este libro lo leí comiendo pizzas, tratando de restaurar la democracia tributaria en el Campo de Gibraltar. No sé si es lo mejor de Sebald, porque ahí está su Historia natural de la destrucción para debatirse en duelo caníbal con su hermano de autor. Aunque sí puedo asegurar que su lectura hace a quien la ejerza mejor persona (o menos incompleta) de lo que fue antes de la misma. Dice la contraportada: “[...] Biografías casi anónimas, de las que sólo aparecen en diminutas necrológicas, pero que distan mucho, como todas las historias bien contadas, de la banalidad. Sebald las rastrea […], las reconstruye y les restituye una dignidad muy alejada de la épica: las de las vidas reales”. Algo alejado de la verdad, desde luego, porque en los cuatro casos relatados la propia condición de emigrados y sus circunstancias elevan, siquiera un par de grados, la excepcionalidad de las vidas contadas. Sin embargo hay que admitir que la mirada de Sebald no se posa exclusivamente en los detalles especiales (en sus efectos). No barre el día a día bajo la alfombra, para así dar más protagonismo a lo que de interesante puede tener la vida de un desplazado en tierra extraña —o a las condiciones en el lugar de partida, que dieron lugar a la huida o, en algún caso, a la expulsión—. Sebald compra esa habitual elipsis y reproduce bajo un genial guión el paquete completo: cuatro kits vitales en cuyos sucesos diarios pueden leerse los efectos doppler de unos pasados más atractivos, más exóticos. Al final del último relato, describiendo una fotografía, dice: “Ignoro quiénes son las jóvenes mujeres. Debido a la contraluz que entra por la ventana del fondo no distingo muy bien sus ojos, pero noto que las tres están mirando hacia mí […] La joven de en medio tiene el cabello muy rubio y de alguna manera parece una novia. La tejedora a su izquierda mantiene la cabeza un poco inclinada hacia un lado, mientras que la de la derecha me mira tan fijamente y de forma tan implacable que no puedo aguantarle la mirada por mucho tiempo. Trato de imaginar cómo se llamarían las tres: Roza, Luisa y Lea, o Nona, Decuma y Morta, las hijas de la noche, con huso e hilo y tijera”.
- Vidas minúsculas, Pierre Michon (Anagrama, 2002 —aunque yo lo compré en 2009—). Cualquiera que se acerque a Michon asistirá a la épica escondida entre los enteros que dividen un acto sin importancia de su consecuente aún menos relevante. Por libros como éste es por lo que uno, desencantado de una búsqueda marcada por la desilusión, resiste en la tarea de seguir jugando a la cucaña contra botijos cargados de cristales de estrás y, muy de vez en cuando, de algún poliedro perfecto de carbón cristalizado. Relatos que ahondan en la búsqueda decimal dentro de segmentos de vida incompletos, pero a los que la escritura de Michon otorga el sello de calidad necesario para brillar por encima de las buenas y malas estrellas de la realidad literariamente deformada. Su propio título indica el tipo de historias que cabe esperar de él, pero no cuál ha sido su escritura. Sirvan estos dos ejemplos del mismo relato, para mí el mejor de todos: “Hay que imaginar que un buen día Toussaint percibió en el hijo —y desde entonces ya nunca dejó de percibir— algo, gesto, palabra, o más probablemente silencio, que le desagradó: un toque demasiado ligero en las manceras del arado, una pereza de vivir, una mirada que seguía siendo obstinadamente la misma, ya se detuviera en unos centenos perfectos o en unos campos de trigo en los que se ha revolcado la tormenta, una mirada igual a la de la tierra innumerable y siempre igual”. Y el segundo: “Un día, por fin, el mamarracho no vino. / Imagino que era verano. Está bien, era en agosto”. No hay en el libro concesión alguna a la condescendencia de que habla Canetti, presupuesto básico para la credibilidad, pero también guía necesaria para mantener al lector en una vigilia atenta, cuyo objetivo no es otro que centrar la tensión en la elevada probabilidad de que Toussaint sea nuestro vecino, nuestro compañero de mesa, el frutero del supermercado o uno de nuestros mismos yoes.
- Animales domésticos, Marta Sanz (Destino, 2003). En la portada una Mildred y un George españolizados, con fondo de papel pintado y cabeza de ciervo falsa, sentados en un chesterfield tapizado de escai de color tabaco. La imagen de la domesticidad imperante en España Directo. Pareja mayor, dos hijos y una hija. Sólo la hija sigue la senda de la procreación, utilizando al mecánico con jornada partida que es su marido. El mayor se suma a las habituales colas del fracaso, y su mujer aspira a la infidelidad mientras rinde sus horas velando un no menos tópico conjunto de senectud agrupada en un geriátrico —motivo recurrente en la obra de Marta Sanz—. El hijo menor, ingeniero proletario con ínfulas progresistas y con el sentimiento de culpa por las, eso cree él, mejores posibilidades de que dispone para escapar de la mediocridad de una vida preasignada por el sistema capitalista. La madre de todos ellos es caso aparte, y quizá sea este personaje el que otorgue la mezcla de perplejidad necesaria para cohesionar las derivas de los demás, su abandono. Sin embargo, no importa la trama, lo importante son los quiénes y los cómos: (1) unos cualquiera (2) contados de una manera soberbia, fermentada mediante el análisis de posibilidades y su continuo desechar, como el tenista que observa tres bolas y elige dos de ellas para al final utilizar sólo una, sabedor de que su saque no le hará quedar mal ante su rival, ni ante sus espectadores. Ésta es la habilidad de Marta Sanz, capaz hasta de imprimir fuerza poética al mero acto de limpiar el polvo —¡por fin!— en su último poemario Perra mentirosa/Hardcore.
- Materia prima, Francesc Serés (Caballo de Troya, 2009). Este libro es difícil de comentar, pero muy fácil de leer. También es fácil caer en el elogio barato, prodigado a discreción, y complicado asumir que dentro de él estamos todos, de una u otra manera o quizá de varias a la vez. Hay dos formas de visitar la realidad: sentarse en una calle concurrida y mirar, catalogar actos públicos de vidas anónimas —o pasear e ir anotándolos, procurando no caer en la digresión enturbiadora—; o ir directamente al grano y preguntar, por ejemplo, ¿es usted feliz con lo que hace para ganarse la vida?, y entonces escuchar, anotar y sólo añadir, en concepto de producción propia, comas, acentos, guiones, puntos y seguido, puntos y aparte. Esto es lo que ha hecho Francesc Serés con un conjunto de trabajadoras y trabajadores: preguntarles, y escribir sus respuestas en Materia prima. Sorprende saber que la mirada de una aspirante a teleoperadora puede posarse en los lamentos de un perro mal atendido en una terraza cercana. O que son aquiescentes con la desconsideración hacia ellos mismos, hacia su trabajo, quienes más deberían —en nuestra opinión de mamelucos teorizantes— protestarla y combatirla. Lo que sea con tal de ganarse la vida. Trabajadores en la línea de fuego, sin más devenir que la manufactura de bienes y servicios, o eso pensamos —para saber más hay que leer el libro, darse ese mínimo placer—. El concepto de alienación apartado a un lado por la aspiración a una cuenta corriente sin números rojos. “Ya vamos saliendo”, dice uno de los personajes, o puede que varios de ellos en distintas partes del libro. Pero no, no se sale, o no del todo. Siempre hay un mañana en el que levantarse antes de la madrugada para enfrentarse a nuevos reveses y pocos triunfos. Y si ese despertar se adivina sin contratiempos, ahí quedará la duda de si hicimos bien al elegir el camino más fácil; si no fue mejor dejarnos utilizar, aun a riesgo de que nos tirasen tras ese uso, o sufrir de una obsolescencia sin mácula y así ni siquiera permitirnos ser un nadie más, un nadie activo sin remordimiento ni sospecha. Hay una escena final, en la playa, en la que la voz del narrador deja a un lado las herramientas de la entrevista y se deja llevar por el descanso al sol que todo lo cura, hasta las ganas de trabajar. Ése es el único momento en que Serés podría permitirse el lujo de escribir su imaginación —quiero decir, de explicitarla, porque al llegar a esa coda su creatividad está fuera de duda—. Pero no lo hace, y con sus palabras, con su gran materia prima, ofrece lo que todos ya conocemos bajo la burda forma del estar y el dejarnos ir.
(Son reveladores los sustantivos y los adjetivos de los cinco libros que he relacionado: barrendero, emigrados, minúsculas, animales, domésticos, materia, prima.)
Y ya que estoy, hojeo algunos libros más para recordarlos, y entreveo a gente sencilla en actitudes sencillas, como eternos secundarios que en algún momento tuvieron algo que decir, o algún personaje del que cuidar: la abuela del protagonista de Las partículas elementales (Michel Houellebecq): “siempre hay gente así”; o el viajante Gil Gil Gil, de Juegos de la edad tardía (Luis Landero): “Un par de mentiras más y seré un hombre nuevo”; o los personajes de un poema bastante famoso, que viene al pelo para cerrar este texto sobre la nada en la literatura:
[…]
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Los nadies, Eduardo Galeano.
3 comentarios:
A veces lo bordas , José Luis, llevas tres días (post) inspirado, pero hoy te has puesto sublime: apunto esos libros y juro que no será juramento tan vano como el de Ovidio. No se si lo recuerdas, venía en el libro de latín del bachillerato:
Iuro iuro, pater,
Nunquam componere versus.
Ese Kowalski del que habla me transporta al fondo del mar televisivo por los alrededores de la sima "Dactary" y un león bizco, amén de otros animales que por prudencia no voy a delatar
Ave comentaristas: Vuestro anonimato irreferencial me confunde. Creo reconocer a uno, pero no estoy seguro. No hay más nadie que quien no tiene ni nombre. Aunque daría lo mismo llamarse Kowalski, pues somos tantos...
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