Hace veintidós años, uno antes de que cayera el Muro de Berlín, estuve en el campo de concentración de Auschwitz, en Cracovia. Había ido a Polonia con un grupo de compañeros de estudios, y en un pueblo llamado Pszczyna estuvimos trabajando como obreros de la construcción a cambio de alojamiento y comida. Recuerdo que para entrar en el país hizo falta recabar los visados de la antigua Checoslovaquia y de Polonia, y cambiar en zloties, por viajero, el equivalente a doce mil pesetas.
El campo de exterminio no recibía muchas visitas turísticas. Entramos junto a unos pocos ciudadanos belgas y una pareja inglesa mayor. Compré una caja de diapositivas y un pequeño libro con los planos del campo y la historia de su construcción y modo de funcionamiento. Nos pusieron una película en blanco y negro en la que aparecían personas desnutridas, soldados, cadáveres, fosas comunes, etcétera. Por turnos, nos hicimos fotos en una de las puertas de entrada, bajo el letrero que decía Arbeit macht frei. Vimos los hornos crematorios. Dentro de un barracón había una especie de vitrinas gigantes con diversos objetos amontonados: zapatos, gafas, ropa. Como no había vigilancia, me introduje en una de aquellas habitaciones y toqué unos pares de gafas. Para comprobar si eran reales, supongo. En el viaje de vuelta descubrí que Cuatro se dice igual en polaco (cztery) que en checo (štyri).
Ya en España leí Treblinka, de Jean Francois Steiner. Mucho después leí todo Primo Levi. Cuando le concedieron el Nobel a Imre Kertész leí Sin destino. Es posible que antes de esto hubiera leído ya El concierto, de Hartmut Lange, y Heldenplatz, de Thomas Bernhard. Leí La decisión de Sophie, de William Styron. En un rato de espera en unos pasillos leí El niño con el pijama de rayas. Estoy seguro de que entre 1988 y 2004 leí al menos otro centenar de libros sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre el Holocausto, sobre la cuestión judía y los múltiples progromos, expulsiones, persecuciones, matanzas y diásporas, sobre la construcción del Estado de Israel, sobre la guerra de los seis días y la del Yom Kipur, pero no me acuerdo de todos los títulos, y la biblioteca de donde los cogía fue destruida para airear unas ruinas romanas sin utilidad alguna. Huelga decir que todos hemos visto decenas de películas sobre estos temas.
Un día empecé a leer a Philip Roth. Siguió una época en la que intercalé todo tipo de literatura entre los hitos que significaban cada novela suya. Recuerdo una tarde de hace cuatro años en Barcelona. Entré en la librería El Astillero, donde posiblemente permanecí cerca de una hora. Cuando ya estaba casi decidido a no comprar nada, tropecé con uno de los montones de libros esparcidos por los escalones y un semi-incunable cayó hasta el sótano, descuajaringándose. Tras disculpas y contradisculpas, rasgué la conversación llevándome Operación Shylock. Y hace menos de un año leí Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, de Slavoj Žižek, y comprobé que se había reeditado el Shylock de Roth en formato económico.
El asunto o los asuntos dan de qué hablar, de qué escribir, de qué pensar. El mismo Roth confiesa, a su modo, tener su picha judía hecha un lío. Hay muchas pichas en las novelas de Philip Roth. También dobles puntos de vista, abogados que son diablos, judíos peleándose entre ellos y, por supuesto, gentuza gentil practicante del antisemitismo. En Operación Shylock hay incluso dos Philip Roth, uno falso y otro verdadero, que llegan a intercambiarse los papeles para comprobar cómo es la del otro, esa vida especular. Lo que le permite investigar a ambos lados de una frontera en continuo movimiento entre tortas, misiles, insultos y pedradas. Aun en el juicio de quien se sospecha es Iván el Terrible, el escritor se permite poner en duda no ya la culpabilidad del acusado, sino los procedimientos empleados para probarla. Se trata, narrativamente, de una espectacular puesta en escena del clásico juego de dobles. Pero además Roth, como algo ya habitual en él, desplaza posturas hacia el lado políticamente incorrecto para hacer las preguntas que nadie se atreve a decir en voz alta. Unas veces es un judío en apariencia comprometido con el fondo de causas judías históricas y tradicionales, y otras un judío renegado y preguntón, tocapelotas, anarquista actuante contra la Historia oficial y arqueólogo de las verdaderas causas, también quiero decir motivos. Un perro judío, si tal expresión fuera utilizada contra él por otro judío.
Y las cuestiones, actitudes y, finalmente, acciones son derivadas unas de otras, fortalecidas sobre muertos mal enterrados y odios germinados en el aprendizaje de catecismos incultos. No sólo por los actores del teatro de barbaridades, mucho hierro añaden también los propios espectadores. Las reparaciones no finalizan con la entrega de cheques en blanco, se reclaman sangre y humillación, territorios en donde la esperanza no tiene cabida a priori: sólo la provocación y el siseo de las balas y las piedras, el aullido de los misiles, las notas graves de los rotores, el ruido de fondo de los vídeos caseros. Un sistema de coordenadas fronterizas basado en la violencia. Pero una frontera que a lo mejor no tiene por qué serlo.
¿Tenemos que simpatizar con alguna de las posturas? ¿Hay un bando bueno, y por tanto uno malo? Me refiero a quién lleva razón y a quién no, por eso acentúo los quiénes. Žižek dice a las claras que la decisión correcta debería de ser salomónica, adjetivo cuyo sujeto es ancestro reconocido de las tradiciones religiosas implicadas en el conflicto. Sin embargo, ahora que en la Europa post-religio se reconoce ante los micrófonos que los intentos de multiculturalidad han fracasado estrepitosamente, y en la que los neoprogromos son refrendados mediante decretos legislativos, ¿cómo vamos a decirles a otros lo que deberían hacer con sus yermos? Por eso Slavoj Žižek reflexiona al margen. Se desprende de su pensamiento enlatándolo en una obra menor, y aun así tan enorme. Dice adiós como el Roth de Shylock vuelve a Nueva York, o puede que fuera a Connecticut.
Toda absorción cultural, en tanto que perdurable, lo ha sido por la fuerza. En Pszczyna el maestro de obras hablaba con nosotros en alemán, y nos dirigíamos a él como Meister. Decíamos mucho proszę (por favor), y dziękuję (gracias), y si se te ocurría decir bardzo dziękuję (muchas gracias), eras correspondido con un proszę bardzo (de nada). Aprendimos que había toque de queda a partir de las seis de la tarde, cuando unos hermosos tanques salían a gastar algo de combustible por los aledaños de la Rynek (Plaza del Mercado). La ocupación era distinta, producto de un reparto por la(s) fuerza(s), preñado de miedo e intereses, y la resistencia al status quo, o la propensión activa al cambio, bastante más laxa por civilizada. Incomprensible, desde luego, con nuestra mentalidad de ahora. Como lo es la otra, la oriental cercana pero tan lejos de nuestros perennes problemas de vacío de estómago, de ausencia de verdaderas ideas.
Quiero pensar que israelitas y palestinos, dejando a un lado epítetos religiosos que nada significan, van a ponerse de acuerdo, si no dentro de poco, no dentro de mucho. Lo deseo porque no deseo mal a nadie, y de esto ya han tenido raciones de sobra ambos implicados. Pero también lo deseo porque con ello nos darían una soberana, nunca mejor dicho, lección a los incivilizados que dormitamos en estas grandes/pequeñas partes del mundo, y rescataríamos una importante cuota de pantalla y titulares para dedicarlos a deportes o anuncios publicitarios. Aunque así quizá los magnates del espectáculo encontrarían, con el acabamiento de las hostilidades, nuevas fuentes de inspiración para historias que terminarían reverdeciendo viejas heridas, renovando odios, torciendo los cabos de lo superado hasta convertirlo en circular y, por ello, interminable.
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