Estoy leyendo Contraluz, de Thomas Pynchon. Tiene más de 1.300 páginas y voy por la 590. Hace casi cinco años fui a Viena y allí leí En las alturas, de Thomas Bernhard, y comencé Extinción. El hotel estaba en el barrio polaco, al lado del palacio de Belvedere. Hacía un frío terrible. Por razones que no vienen al caso, no pudimos visitar el Kunsthistorisches Museum. Sí el café favorito de Bernhard, el Bräunerhof, en el 2 de la Stallburggasse, y también el Sacher, y la Porzellangasse, que tanto recuerda a Hermann Broch y a Elías Canetti. Almorzamos en el restaurante Zu den 3 Kacken, 28 de la Singerstrasse, al lado de una pareja mayor, y pedí lo mismo que comía una señora en una esquina del salón. De vuelta nos trajimos un puñado de fotos, regalos para nuestra hija, la impresión de que cuando cruzas el Danubio en tren es como si rozaras un enorme pedazo de mar, la frase bernhardiana “No se le puede decir al Ministro de Cultura que es un cerdo”, y el temor a terminar Extinción. El mismo que ahora tengo justo antes de alcanzar el ecuador de Contraluz. El que no tuve cuando cumplí 35 años y Dante Alighieri me recordó que estaba nel mezzo del cammin di nostra vita, Dios mediante.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Thomas Pynchon
El maestro
David Foster Wallace
Un discípulo aventajado
Entrevista en origen
A modo de evangelio
Lista de blogs
DATE UNA VUELTA POR ESTOS SITIOS
No hay comentarios:
Publicar un comentario