4 ago 2011

Un momento de descanso

Conocí a otro de nuestros mejores novelistas hace un par de meses, con motivo de la presentación de su última novela en Málaga. Fui con Juan Francisco Ferré, uno de nuestros mejores novelistas y amigo personal de Antonio Orejudo, el presentado. El presentador fue Pablo Aranda, también novelista aunque en dique seco (Pablo y yo nos hicimos amigos después, en la cena, bebiendo y comiendo y confesándonos lo mucho que aún nos queda por leer y la burrada de libros que, cada uno por su lado, hemos leído ya).

Tratándose de literatura, cabía inferir que el aforo iba a ser escaso, pero no fue así. Había gente además de Juan, Antonio, Pablo y yo. Estaba Enrique, un antiguo compañero de facultad que ahora es político andaluz con denominación de origen. Había señoras encuadernadas en poliéster y con el pelo pintado hasta la raíz. Había hombres de esos que siempre eligen el asiento más apartado, como antaño en los cines X. Había algunos escritores: Alfredo Taján, por supuesto; Antonio Soler, por supuesto; Guillermo Busutil, por supuesto.

Antes de presentar Pablo a Antonio, habló un concejal al que no mucho después me encontré en el Tanatorio municipal. No recuerdo lo que dijo, ocupado como estaba yo en despejar mis fosas nasales. Luego habló Pablo y maldita si recuerdo alguna palabra de su exordio.

Y le llegó el turno a Antonio. Si he de ser sincero, yo a las presentaciones de libros voy como a las bodas: lo que me gusta es lo de después, y del coñazo palabrístico a que están habituados tanto oradores como oidores intento huir como de la peste. Pero Juan no me dejó escurrir el bulto y allí estaba yo, tirado como un fardo a escasos metros de la jeta de Orejudo, intentando no bostezar más de la cuenta por anticipado.

Orejudo comenzó a hablar de la génesis de la novela. Es decir, no leyó un cacho de la novela sino que abrió la boca y empezó a soltar una historia. De las de Orejudo. En ese momento dejé de rascarme los huevos y me incorporé un poco a fin de oír algo mejor. Dijo que siempre había querido escribir una novela de campus y mencionó los ejemplos de Philip Roth, La mancha humana, Kingsley Amis (del que seguramente mencionó Lucky Jim y apostilló, con conocimiento de causa, las mejores dotes del padre frente al hijo) y David Lodge, Small World (pero que también tiene una novela ambientada en el entorno universitario titulada La caída del Museo Británico que sí he leído y, a medias, reído). Dijo que él necesita mucho tiempo entre novela y novela para prepararse, etc. Que comenzó a escribir una novela de campus tan cachonda que tuvo que abandonar cuanto la tenía casi terminada porque el resultado era “una astracanada” impublicable. El tiempo que perdió en la astracanada lo empujó a escribir Reconstrucción, en tierras holandesas, y después se sentó a escribir de nuevo su novela de campus y le salió Un momento de descanso. Entonces Antonio Orejudo se rió así: “¡JA, JA, JA, JA!”, porque, dijo, en la literatura española en realidad no hay humor, todo lo más: “je, je, je, je”, con la boca torcida, mirada de mala hostia y manos a la espalda. Risas ruines, no risas genuinas.

La palabrería de Orejudo era realmente divertida e inteligente. Llegó a decir, no recuerdo si en el turno de preguntas y respuestas, que debíamos revisar los conocimientos básicos que se le exigen al hombre culto en el siglo XXI. A lo mejor de esa especie de ITV cultural se desprendía que la literatura ya no era necesaria para moverse por el mundo sin ser un inculto, un pedazo de animal. Algo parecido se desprendió de una conversación con Juan Francisco Ferré un par de meses antes de la frase de Orejudo: que la literatura ya no es cool, ni sexy, y que sólo atrae a la gente más rara (y cateta) que cabe imaginar, mientras que los más guapos, los más listos y los triunfadores (y folladores) en potencia toman copas en los bares de moda de Gijón, ajenos a los revuelos infames y miserables que se organizan en torno a una obsolescencia (o excrecencia) llamada libro. Por si Juan lee esto último, a partir de “sexy” el comentario es mío, perifrástico o no.

Antonio se puso después a firmar libros. Yo de él no tengo ninguno, y en aquel momento tampoco había leído su última novela. A los lectores como yo habría que encarcelarlos en un zulo sin retrete ni ventilación.

La cena constó de entremeses variados, fríos y calientes, regados con cerveza del país, vino de La Rioja y bebidas espirituosas de alta graduación a los postres. Como en los establecimientos públicos, según Ley 28/2005, de 26 de diciembre, de medidas sanitarias frente a la mitad de la gente, no está permitido fumar, gran parte de la concurrencia disfrutó de la velada en la puerta de la puta calle, ensuciando la acera de ceniza y colillas, à la parisienne, y, eso sí, bebiendo como camellos en un oasis. Entretanto, Pablo Aranda y yo, acodados en la barra cual expertos en todo menos en literatura mozárabe, dimos buena cuenta de diversos manjares que, desprovistos del mondadientes con que se tocaban, vinieron a mezclarse en nuestros jóvenes estómagos con un sinnúmero de diferentes copazos de cerveza, tintos riojas y, finalmente, cubatas. A los lectores y/o escritores como nosotros habría que colgarlos de los dedos de los pies.

Ni que decir tiene que, al día siguiente, intenté hacerme con un ejemplar de Un momento de descanso. El problema es que sólo había disponibles en las librerías, previo pago de un precio. Podía pedirle el suyo a Juan, pero se me olvidó. De hecho me olvidé de la novela de Orejudo hasta el viernes pasado cuando, al ir a devolver una tonelada de libros a la biblioteca, me topé con el título casi en las narices. Título que cogí.

Como se trata de una novela escrita por uno de nuestros mejores narradores (antes dije novelistas, sustantivo que no es lo suficientemente abarcador tanto para Orejudo como para la otra mención), las expectativas puestas en su lectura eran de las más altas que cabría imaginar. Ahora sé que Antonio Orejudo es consciente de esto que no cabe denominarlo sino como problema. Que te comparen con otros es una putada, un gaje del oficio del que te puedes defender. Pero que te comparen contigo mismo es una prueba diabólica. Porque fue el propio autor quien, al poner su terrible imaginación al borde de la quiebra en Ventajas de viajar en tren, marcó un hito que, caso de revisitar, debería hacer asumiendo todas las consecuencias. Porque Antonio es Ventajas para todos aquellos lectores cuyo número excede el cupo literario habitual. Todo autor que atrape más peces de la cuenta es porque ha dotado a su obra de algún atributo extra, que o bien la desmerece (la mayoría de las ocasiones) porque la facilita al gran público (que es trucha) con el principal objetivo de vender más, o bien se sale de lo común sin por ello rendirse a la ramplonería o la cursilería (rara avis). Es el caso de Ventajas: delirante hasta el extremo, irónica y divertida en unos términos difícilmente concordantes con otros ejemplos y magníficamente escrita. Así, la novela salta sobre las estadísticas y los arqueos convencionales sin para ello haber tenido que pagar fielato alguno sobre su calidad literaria. Y entonces Reconstrucción. Y después Un momento de descanso. Antonio, inapetente, devolviendo peces al mar.

En ambas Orejudo quiere contar, y no sólo escribir humor ingenioso sobre narraciones delirantes encabalgadas de una u otra forma en el hecho literario. Es como si no quisiera ser parásito de sí mismo. Me explico. Hubo una vez una serie de narradores cuyos productos gustaban mucho porque se salían de lo común. El público, cual piojo inmundo, harto de alimentarse de un tipo de caspa harto rancia, eligió mudarse a cabezas diferentes para variar la dieta. Un claro ejemplo de este mal ejemplo es Javier Marías, cuya acartonada fidelidad a una estudiada pose de afectación, amaneramiento y mariconería, que en su momento tuvo su gracia, es digna de estudio médico. O Antonio Muñoz Molina, cuyas obras son, cada título que pasa, buena muestra empírica de la paradoja de Zenón de Elea y de la confusión entre hidrocele y los huevos de dos yemas. (Metámonos con los grandes y dejemos a los enanitos con su Blancanieves para que intenten follársela en paz.) Ninguno de los dos cesa de mirarse al espejo y se han gastado la cara a base de amor a sí mismos. Pero como el público masivo es como es, no repara en que las fotocopias de las fotocopias de las fotocopias van degradando el contenido hasta hacerlo infumable. Para consideraciones fundamentadas sobre ese público en tanto que masa, léase Masa y poder, de Elías Canetti.

Orejudo no. Se niega a calcarse, a repetirse como el gazpacho de Alvalle y dejarse vencer por los gustos del público, que tantos disgustos da. Porque Orejudo quiere escribir, coño, la novela de campus, con justas dosis de gracia (no olvidemos que la novela versa sobre españoles y transcurre en su mayoría en España) y cierto equilibrio entre fantasía y realidad que debe ser resuelto por el lector. ¿El lector? Sí, tú, capullo: esto es Literatura, para mariconadas repetitivas diríjanse al párrafo anterior. Aquí damos diversión y narrativa y de paso cultura e interpretación de la historia, pero también entregamos cierta cantidad de deberes, entre ellos pensar segundas intenciones.

Destripo un poco la novela. Dos amigos se encuentran en la Feria del Libro de Madrid. Uno de ellos es Antonio Orejudo y el otro se llama Arturo Cifuentes. Los nombres de los personajes de la novela son una feria en sí. Como en la vida real y en La velocidad de la luz ambos amigos estudiaron su futura ruina juntos (Filología Hispánica) y ejercieron la enseñanza en USA gracias a la ayuda de uno de sus profesores, Augusto Desmoines. Orejudo oye de su amigo Sifuentes (sic) que, como a Coleman en La mancha humana, los sinvergüenzas estadounidenses le arruinaron la vida por un comentario de corte humorístico interpretado libérrima e interesadamente. Pero, también gracias al antiguo profesor, Cifuentes puede volver a España, donde da clases esperando un nombramiento de catedrático que no acaba de llegar. Estructurada en tres partes, la novela da cuenta también de parte de la trayectoria personal de Antonio Orejudo quien, satirizando la tan manida autoficción, llega a atribuir su fantasía desbordante a las secuelas que le dejó un tratamiento médico al que se sometió como cobaya humana, por dinero. Y sin embargo, en la charla que dio en Málaga aseguró que, de todas las partes de que constaba el proceso de escritura, la que más le costaba era la inventio. Ah, pillo, lo dijiste para despistarnos a todos, pues lo que cuentas en la novela sobre el ambiente universitario español es tan bestia e increíble que bien pudiera haberlo parido una imaginación hipertrófica por causas lisérgicas, ¿o no?

No cuento más. Aun con parte del ritmo y materiales de Ventajas respirando (o expirando) entre líneas, esta novela es otra distinta, cuyo contenido en tanto que ajuste de cuentas con un entorno manifiestamente corrupto es perfectamente dado a rellenarse con estocadas con objetivos distintos. Hacia el negocio editorial, por ejemplo. O contra la crítica literaria, la establecida y la amateur, pues al fin y al cabo ambas pecan de vicios inconfesables. Este tipo de vector está apuntado en la novela. Uno de los personajes sostiene teorías nada descabelladas si las comparamos con el orden actual de las cosas, a saber: que la creación literaria es un mal necesario para que perviva y subsista su exégesis, pero que no es comparable la profundidad y seriedad de ésta con las maneras descocadas y suburbiales de la otra. Es decir, el verdadero arte estaría en el comentario de la cosa, del libro que ahora sería relegado a mera parada turística, a suvenir puesto en valor por una casta de viajantes profesionales cuyas revelaciones aguardarían grupos de timoratos navegantes partidarios del viaje organizado, a ser posible con todo incluido.

Artículo aparecido ayer en Revista de Letras.

2 comentarios:

Regina López dijo...

Voy leyendo tu blog con retraso... ¿así Pablo Aranda está en dique seco? Pues es una pena, justo el otro día me preguntaba si sacaría pronto libro nuevo, me gusta bastante. Claro que un autor que escribe novelas en las que Málaga está muy presente, ya tiene mucho ganado conmigo (soy así de cateta, jeje) Pero la verdad es que las tres que he leído de Pablo Aranda merecen la pena, sobre todo por los personajes.

Y qué decir de las recomendaciones de haces de Orejudo: que me has descubierto a un autor que ni me sonaba y me han dado ganas de leerlo. Claro que teniendo en cuenta que ahora estoy con Doctor Pasavento que creo que comentaste allá por el pleistoceno de LA, quizás lea estos que dices ahora dentro de seis o siete años. Vamos que voy leyendo con retraso en general y no solo tu blog.

José Luis Amores dijo...

Ah, amiga, ciertos detalles te delatan. Sé lo que has estado haciendo los últimos veranos, así que estás disculpada de estas tareas menos importantes. Y no eres cateta, no: si los españoles fuéramos sólo un poco más chovinistas, de otro modo nos iría (yo diciendo esto, joer...).

Efectivamente, te recomiendo leer a Orejudo, y me permito apuntalar mi sencilla opinión con otra de mayor calado: http://www.letraslibres.com/index.php?art=15513.

Un abrazo, Re.

Publicar un comentario

Thomas Pynchon

El maestro

David Foster Wallace

Un discípulo aventajado

Entrevista en origen

A modo de evangelio


Hermano Cerdo


Sigueleyendo


Revista de Letras


Jot Down Cultural Magazine

Suomenlinna

Javier Calvo

Correspondencias

Hugo Abbati

Las teorías salvajes

Pola Oloixarac