11 nov 2010

Correspondencias, de Hugo Abbati


Hace un par de meses fantaseaba —toda imaginación no hecha realidad es mera fantasía— con escribir una guía para leer a Thomas Bernhard, proyecto que pospuse por la vaga intuición de que ya debía de haber algo parecido, aunque oculto. Mi guía iba a ser barroca pero alucinógena, excéntrica, con notas pedal y sin adjetivos o muy pocos; tendría un 70% de comas y el resto de pausas se lo repartirían los puntos y los dos puntos. Dudaba entre un único párrafo o dos de los grandes. Como imagen, un catafalco con un cirio encendido en cada esquina. El artículo tendría unas doscientas visitas y quizá dos o tres comentarios ajenos, uno de ellos denigrante o directamente un insulto. No encontré la imagen adecuada. Tampoco escribí el artículo.

Quería escribir la guía porque llevo años haciéndole marketing de viva voz al escritor muerto —y sin recibir ni un duro de Alianza, Anagrama o Alfaguara—, y pensé que ahora que escribo debería escribir algo sobre uno de los autores que más me motivó en su momento a ponerme a escribir (!). Ante un par de conocidos y familiares, y ante la imagen que me devuelve el espejo, nunca he ocultado mi fascinación por la literatura de Bernhard, sin especificar qué era lo que más me atraía de su escritura. Es decir, balbucía vaguedades, recolectaba adjetivos elogiosos, y con ello intentaba construir un semblante literario que atrajese a hordas de futuros fans. En todo caso, los conversos fueron pocos, debido un 30% a mi torpeza y el resto a la mayoritaria inutilidad intelectual de quienes me escuchaban.

Por ejemplo, no les decía que hay más de un Thomas Bernhard. Sin entrar en honduras que conducen a poco, es fácil reconocer al menos un par de ellos. Estaría el lanzador de invectivas, el boleador de frases que hace de su repetición un arte difícilmente imitable sin caer en un ridículo diletantismo. Ése es en esencia el Bernhard estilístico, su cara más fácilmente reconocible, su epidermis, y en cuya apreciación —burda, en la mayoría de casos— suelen quedarse quienes juegan a recrear sus formas; también quienes rehuyen sus libros por exigir del lector algo más de atención que los insultos al criterio que suelen consumirse en este país inculto. Pero ese Bernhard arranca de otro Bernhard, subcutáneo, aprehensible sobre todo en el fondo de títulos como Trastorno, Helada, La calera, Corrección, Los comebarato, El malogrado. Visible en sus dramas teatrales ibsenianos, en algunas partes de su autobiografía. Ésa, sin menospreciar la otra, más famosa (Extinción, su autobiografía en cinco partes, , El sobrino de Wittgenstein, Tala, Maestros antiguos, Amras, El italiano, El imitador de voces), es la faceta suya que más me interesó siempre. Aunque para llegar a esta conclusión ha sido necesario que me lo diga un psiquiatra, por escrito.

Guía para leer a Thomas Bernhard

En la solapa del libro Correspondencias dice que Abbati lo es (psiquiatra) y trabaja y vive en Ronda, ciudad que a Bernhard le gustaba visitar. En la contraportada también se dice que en la novela hay un gato, lo que me recuerda a Nocilla Lab, de Agustín Fernández Mallo, donde una pareja está sentada en un bar portuario tomando unos cafés o unas cervezas o unos vinos y reciben una llamada relacionada con una gata. En Correspondencias no hay llamadas pero sí cartas entre dos amigos separados años antes por la marcha de uno de ellos al extranjero, para trabajar en un laboratorio en el campo de los virus y las proteínas. Los dos amigos se vieron por última vez en un puerto, almorzando. Fue allí y entonces donde sucedió lo de ese gato.

Todo esto es irrelevante. No lo es decir que el libro (Correspondencias) consiste en ese conjunto de cartas (la, así llamada, “epistolar” de toda la vida) cruzadas entre esos dos amigos separados por miles de kilómetros y años de no saber el uno del otro, y que además contiene un conjunto de claves, al final, también en forma de cartas, a las que se hace referencia durante la lectura de su, digamos, cuerpo principal. No lo es (irrelevante) decir que el intento de escribir la Guía para leer a Thomas Bernhard es un intento absurdo por estéril, puesto que Abbati ya lo ha hecho (escribirla) en este libro (Correspondencias). Tampoco sobraría afirmar que la novela de Abbati es de las cinco o cuatro mejores que he leído este año (entre casi ciento y pico) y me parece que ahora cabe/toca decir por qué, en párrafo aparte.

La novela de Abbati es:

  • tan buena por narrar con una admirable economía de medios los motivos de dos aislamientos sociales, uno en ciernes y otro casi consumado —que aún no ha salido del cascarón de inanidad en el que, por ejemplo, vegetáis todos vosotros con calma aparente—;
  • tan buena por contarlo, además, utilizando unos vehículos insólitos en la literatura de nuestros días, entregada a los monólogos de concursos provinciales o a la narrativa del egoísta sentimental, sea en primera o tercera persona;
  • tan buena por señalar —poner el dedo, pinchar el globo, etc.— cómo a poco que prestemos atención (verdadera) a nuestro alrededor más cercano (las afueras del cascarón), los actos cotidianos que sostienen nuestra existencia dejan de tener sentido más allá de la mera conformación de una postura o estrategia del simulacro, o del “disimulo”, como dice Abbati;
  • tan buena por desvelar la ineficacia de dichas estrategias en dos entornos radicalmente diferentes, y en dos sujetos o casos disímiles e incluso antitéticos;
  • tan buena por disociar los ecosistemas, o sociosistemas, del individuo en sí, estableciendo una metáfora impactante entre aquéllos (la sociedad) y el concepto de naturaleza, y entre aquél (el individuo) y los virus y las proteínas;
  • tan buena por mostrar una variedad evolucionada y dinámica del nihilismo, lejos de las extranjerías de Camus, las náuseas sartrianas o los chupapiedras y hombres-tronco de Beckett —quiero decir que, como buen mutante bernhardiano, Abbati es más entretenido que éstos, y mucho más legible (aunque si no has leído a aquéllos, a qué coño esperas)—;
  • tan buena por agarrar a un lector avezado como quien esto escribe y no soltarlo desde la primera página hasta la última;
  • tan buena por provocar un peligroso deseo de relectura, en tiempos que ya han empezado a rodar cuesta abajo, del maestro a quien no imita pero tanto recuerda por extractar su esencia con una actuación genial;
  • tan buena por suscitar, sin pretenderlo, un aluvión de recuerdos anecdóticos basados en la idiotez que rodea al mundo del libro:
un amigo al que recomiendo la lectura de El sobrino de Wittgenstein como iniciación a Thomas Bernhard va a El Corte Inglés a comprarlo; el dependiente le dice que “de eso tan marginal no tienen en la librería”;
—un famosillo dúo de bloggers —los Pimpinela del mundo literario en la Red— que descubren por azar al austriaco y lo califican de ¡novedoso!;
un amigo que es uno de mis muy mejores amigos literarios (el Bubba Gump de Forrest, Forrest Gump) al comprobar que Extinción consiste en un único párrafo de 400 páginas: “Uf, yo esto como que no...”;
una lectora que se autoadjetiva a sí misma como empedernida sobre Tala: “lo mejor era lo del sillón de orejas..., una y otra vez”;
and so on, como diría Kurt Vonnegut;
  • tan buena por entregar duros a cuatro pesetas y porque, además, leyéndola dejas pasar con extraña alegría unos cuantos deslices ortográficos y sintácticos (algo imperdonable en los textos aburridos que estáis acostumbrados a leer vosotros) que pierden toda importancia frente a la narración en sí, frente a cada carta, frente a cada pensamiento enroscado en las líneas, cada conclusión, degeneración vital, herida abierta, cicatriz reverdecida, abandono, destrucción, absurdo.
  • tan buena porque además la ha escrito un psiquiatra que de esto, de lo que subyace bajo la narrativa mostrada en la novela, tiene que saber un huevo y, por ello, ha debido de resistirse como un valiente ante las tentaciones de incluir un catálogo (al estilo español) de patologías con el objetivo espurio de rellenar más páginas.
He aquí todo un descubrimiento. Por lo visto Hugo Abbati lleva años escribiendo incluso obras teatrales, y hasta ha recibido premios en Argentina y aun en España. A mí la novela me la han prestado y ya está metida en un sobre con dirección a A Coruña, para consumar su aprovechamiento múltiple, en una gira postal que no sabemos si terminará en su lugar de partida. Pero me da lo mismo: yo pierdo un ejemplar, pero éste acumula lectores. Creo que de ésta ganamos unos cuantos fieles más a la causa literaria de Thomas Bernhard.

Aun así, termino con la sensación del que inicia un viaje y sabe que ha olvidado meter en la maleta algo importante. Algo relacionado con las necesidades básicas: higiene, alimentación, seguridad. Pero quién abre la trolley para hacer decir ¡Presente! a las miserias que acompañan cada viaje, ahora que casi llega ya el aviso de embarcar. Mejor dejar todo inventario de ausencias para más tarde, cuando ya sea irremediable o cuando, sobrevolando una compacta masa de nubes y releyendo estas cartas, cualquier palabra borre ese olvido y así y todo continuemos leyendo. Siempre leyendo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

José Luis, José luis,te ha salido un buen artículo y no se ve la necesidad de que ataques a tus lectores, lo digo porque alguna bala pasó cerca, pon un poco de menos mala uva y no seas abusón.

Anónimo dijo...

Y un tirón de orejas: en Ronda tambien discurre una parte de Sabático.
- ¡Señor, Señor, dónde iremos a parar!
-Espero que ese donde lleve acento.
- Así no se puede vivir.

La Medicina de Tongoy dijo...

Qué “poco” me gustan esos largos párrafos, esas frases eternizadas, comatosas, puntillosas. Y qué frito me tiene este Bernhard, que cada vez que me doy la vuelta lo encuentro apoyado al fondo de donde sea que esté, haciéndome siempre sentir culpable por no haberle leído todavía. Yo no soy quien recibió –directamente, al menos- el consejo de leer “El sobrino de Wittgenstein” (aunque también en El Corte Inglés me di de bruces hace poco buscando un libro de Fernandez Porta: “Ese material no lo trabajamos mucho; lo que queda está detrás de esa columna”, me dijo la poco amable y mentirosa dependienta, pues ni mucho ni poco: allí directamente no se trabaja al señor Porta) pero sí el que espera con ansia recibir esa libro que viaja hacia tierras gallegas y que temo no llegará nunca pues sospecho que el correo, próximo a llegar a su destino, pueda ser asaltado por algún nihilista aficionado a la prosa argentina, amigo también de largos e injustificados silencios, rotos quizá nada más que para restablecer la integridad gramatical del texto. Y Camus no espera nada, Jose Luís (aunque sólo por los pelos) pero “La Nausea” de Sartre (que precisamente robé el domingo) y ………… de Bekett (espacio en blanco reservado para el consejo de algún experto en la materia) esperan a que les dejes un hueco entre tanta recomendación.

José Luis Amores dijo...

O., tampoco digo nada que no sea cierto, es cuestión de abrir los ojos, pero de verdad. Lo malo que tiene el "vosotros" es su carácter genérico... Y ya hablaremos un día de Barth...

Carlos, el libro comenzó viaje. No dejes a Bernhard, ni a Beckett. Pídetelos, por ejemplo, para Reyes.

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