22 jun 2010

Ángeles derrotados

Hay editoriales que rivalizan en la calidad de sus autores destacados. Mondadori y Anagrama son prueba de ello. Sin embargo pareciera que a Jorge Herralde a veces le fallara el olfato. Esta suposición se apoya en una burda sospecha de lector de a pie. Es decir, está basada en un empirismo sesgado, aunque sin prejuicios.

En cierta ocasión le preguntaron a Herralde si se había arrepentido al rechazar la novela de Ruiz Zafón La sombra del viento. Herralde se salió por la tangente, de forma elegante pero sin hacerse el sueco. Pues decir que si pudiera volver atrás sí la editaría podría suponer una especie de insulto a la imagen de alta calidad de elección literaria que persiste en la cabeza de sus más fieles consumidores. E, igualmente, de reafirmarse en su decisión, es posible que fuera esa otra legión de lectores que identifican Anagrama como la editorial de Seda o 84, Charing Cross Road la que se sintiera rebajada. Cabe dejarla, pues, como una decisión coyuntural del editor que otro fue más inteligente y supo aprovechar.

Con todo, y dejando atrás aspectos del posicionamiento de marketing de las editoriales, cabe pensar que a Herralde hay ocasiones en que su habilidad de sabueso literario le abandona. Es el caso de Dennis Johnson.

Anagrama editó su primera novela traducida al castellano, Ángeles derrotados, pero fue Mondadori quien se hizo con los derechos para Hijo de Jesús y Árbol de Humo. ¿Qué pasó? Quizá hubo enfado, Herralde tiene mucho genio y, sin ir más lejos, Javier Marías no puede ni verlo aun siendo aquél quien editó sus primeras novelas. Ese genio del dueño de Anagrama podría extenderse allende los mares, o tan sólo trasladarse a los editores norteamericanos de Johnson, cuya fama, al crecer como la espuma, es posible que hiciera subir desaforadamente —así lo hubiera considerado Herralde— su cotización más allá de sus fronteras. O quizá Mondadori le ganara por la mano, apostando más fuerte pero ya sobre seguro. O simplemente sea que Ángeles derrotados no vendiera casi ejemplares en su primera edición, y Herralde acabara —le abandonó su olfato— olvidándose de Johnson.

Pero como en economía todo actor tiene que ganar algo, la pérdida absoluta no existe, por definición axiomática, Anagrama conserva los derechos de aquella novela de juventud, y ahora ha decidido embolsarse —para regocijo nuestro, todo hay que decirlo— unos euros poniéndole una mejor letra y una portada más atractiva por nueva.

Todo esto no es sino una ejemplificación realista de escaramuzas sobre filones y productos sin explotar. La estrategia del océano azul se afianza sobre un sencillo paradigma: la oportunidad de incidir sobre un producto que sólo tienes tú y que el mercado desea. Quizá ese mercado no estaba aún maduro por aquel entonces. Como tampoco debería haberlo estado Johnson pero no: ya quisieran para sí ese supuestamente escaso grado de madurez buena parte —y mucha de la otra— de los escritores que nos circundan y agobian y hasta entierran las verdaderas perlas, los auténticos filones.

Lo que se narra aquí —allí, en la novela— es un mundo para el que nadie está preparado. De la nada hacia otra nada peor. De no saber nadar. De ahogarse a cada instante y no hacer esfuerzos ni aun para boquear y expulsar parte del salitre que se cuela por la boca, la nariz, los poros de la existencia. Una pareja fortuita reconstituida mediante pedazos de otras. Una vida común a base de despojos. No hay buenos momentos, qué decir de la felicidad, esa utopía. Johnson conoce bien de qué escribe, y cuando la caída es ya demasiado larga, demasiado profunda, lanza la narración hacia esos infinitos que son la muerte y la locura —esa otra muerte que respira—. La peor de las muertes, la más lamentada, la más ininteligible, la más pública. Y una de las peores locuras, de esas que tienen remedio clínico pero que, como todas, dejan su cicatriz verdosa y venenosa. Aparentemente curada, su portador en paz con el Sistema, libre para seguir infectando con su locura a quienes tengan la mala suerte de toparse en su camino.

Lo que se narra aquí ­—de nuevo allí, en la novela— se hace con una maestría inusual. Con una sequedad que va diluyéndose a medida que Johnson avanza hacia la conclusión de sus peores pesadillas. Un ablandamiento que tiene su reflejo en un lirismo inaceptable para unos, pero necesario tanto para soportar lo que aún hay que seguir leyendo, como para esos otros lectores, entre los que me incluyo, que hace tiempo se dieron de baja del recibo de las crónicas de sucesos. Sin él la novela sería un cómputo periodístico de la desgracia on the road, esa imagen de relleno a que hemos ido acostumbrando nuestras vidas, nuestra cotidianidad. Aunque quizá las imágenes con que Johnson lubrifica el horror no sean sino el reverso necesario para huir de ambas realidades: la virtualidad de la belleza, y el verismo de la monstruosidad.

Para saberlo hay que leerlo. Lean pues a Johnson. Pero empiecen por donde les plazca.

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