Llevo más de tres semanas sin escribir ni aquí ni en ningún otro sitio. El motivo es el ya avisado, he estado fuera, pero también ha influido la aparición de una cierta clase de hartazgo no tan grave, creo, como para que deba consultarlo con un urólogo. Con todo, en este tiempo he leído, según se mire o valore, mucho, más tranquilo que en otras ocasiones en las que también estuve viajando. Y la selección ha sido, en general, tan buena que por momentos me entraban ganas de agenciarme un PC y una conexión para tan sólo decir, bien alto y claro, tras el título, “¡Eh, vosotros! ¡No os perdáis este libro! ¡Es una maravilla!”
Pero preferí seguir viviendo: viendo, amando, bebiendo, durmiendo y leyendo, cosas que con un módem parpadeante a tu lado es difícil que consiga uno hacer tan de corrido como yo he logrado estos días. No hay nada como cambiar cada cierto tiempo de sistemas de referencia. Llegas a comprender, en todo su significado, la palabra “bucle”, la palabra “espiral”, la palabra “estupidez”. Francesc Serés lo cuenta fenomenalmente bien en un relato de su último libro en castellano, Cuentos rusos, no diré cuál para así mantener cierto suspense absurdo.
Hablando de Serés, el viernes fui a una de las bibliotecas de mi ciudad natal y vi su libro en los anaqueles. Como adicto a la fantasía, pensé que la compra pública bien podría ser eco del artículo que publiqué en su día en Revista de Letras. A alguien le pudo la curiosidad e hizo la correspondiente desiderata. El Estado lo adquirió con nuestro dinero, y el/la lector/a lo leyó y lo devolvió. Ni idea de si le gustó su contenido o si, por el contrario, se sintió decepcionado/a por mi viva recomendación. Si esto último, ¿debería revisar mis opiniones para así convertir el blog en punto de confianza o punto limpio? Aunque si lo hiciera perdería la posibilidad de, cuando vaya a Girona, convertirme en gran amigo de Serés. Pero, en justa equivalencia, ganaría unos cuantos adeptos más, pues seguro que el escritor de Zaidín (o Saidí) tiene enemigos a puñados, como todo escritor que se precie. No está mal la estrategia, no. Extrapolar el beneficio propio que pudiera rendir cada crítica o reseña en función de su carácter negativo o positivo y actuar en consecuencia. Mindundis con una legión de acólitos, laudos; buenos o famosos (ya sabéis que no es lo mismo) escritores con la hostilidad en cada esquina, denuestos. Pero, ¿qué gano yo? ¿Dinero? ¿Amigos? Para lo primero existen fórmulas alternativas bajo la común denominación de “trabajo”. Y para lo segundo no hay nada como verse las caras, pues salvo honrosas excepciones los módems parpadeantes no suelen proporcionar amistades. Así que mantengo mi recomendación de Serés, y a los pocos que pudiera no gustarles les pido que piensen que quizá, en esta ocasión, no se estén enterando de nada.
Dije que he leído mucho y bueno. Lástima que la mayoría de títulos hayan sido escritos en lengua extranjera. Digo “lástima” porque se pierde mucho tiempo y dinero en las traducciones, además de que las novelas pierden parte de su gracia original. Sobre algunas de esas novelas escribiré cuando se haga de noche, y sobre otras no. Entre las últimas están: La posibilidad de una isla (la recomiendo vivamente), de Michel Houellebecq, Tierras de poniente (podéis ahorraros el esfuerzo), de John Maxwel Coetzee, La pesca de la trucha en América (a mí no me ha entusiasmado…), de Richard Brautigan. También Madame Bovary, de Gustave Flaubert, novelón del que no (aña)diré nada porque el motivo de su relectura trasciende el ánimo lúdico. Y entre el grupo sobre las que sí escribiré cuando se haga de noche están: Mil violines, de Kiko Amat, Un momento de descanso, de Antonio Orejudo, y El plantador de tabaco, de John Barth. Baste decir por ahora —cuando se haga de noche escribiré los respectivos porqués— que las tres me han parecido buenas obras y la de Barth simplemente genial. En verdad que ha sido una estupidez por mi parte no leerla hasta ahora. El plantador de tabaco es de esas novelas por las que un buen lector del siglo XXI, español por añadidura, que haya perdido el interés por las letras a causa de la basura acumulada lo recupera ya desde la primera de sus páginas, y ni el buen humor ni unas irreprimibles ganas de continuar le abandonan hasta la última, la mil doscientos treinta y cinco, cuando, desolado ante la perspectiva de que ya “se acabó”, toma consciencia de que a partir de ese momento ya nada podrá ser igual. Esto se llama “síndrome del plantador”.
Dejando la literatura a un lado, veo que han pasado cosas durante mi ausencia. Los empresarios españoles han obligado al presidente español a anunciar La Fecha. Los indignados españoles han armado más jaleo y el paro ha bajado a raíz de unos miles de contrataciones precarias. Camps ha cambiado de trabajo y en los ayuntamientos españoles ahora recién gobernados por el PP se está recuperando la antigua tradición del Despido del Enchufado Socialista, mientras en otros tantos miles de hogares las impresoras echan humo al escupir currículums y cartas de presentación. La cosa es no estar mano sobre mano ni cuando el calor aprieta. Pues a poco que los españoles se descuidan, aparecen especuladores disfrazados de turistas cuyo interés es tumbar la deuda española. Es fácil prever que, de seguir así, en enero pasarán cosas muy gordas y bastante feas y un montón de sinecuras —para empezar, todas las culturales— se esfumarán. Para la cosa literaria, el contexto no puede ser menos halagüeño. Menos subvenciones, menos becas, menos bolos, menos puestos de esos de rascarse los cojones mientras se hace el tonto en Internet y se escriben versos. Y no sé si más bestia va a ser Rubalcaba que Rajoy con todas las pamplinas permitidas por el gobierno actual y los anteriores. Habrá que estar ahí para verlo.
Por lo demás, y en contra de lo habitual en cuanto a envergadura, voy a ir cortando ya esta entrada. Tengo cosas que hacer y que planificar otro viaje largo para la semana que viene. Así no hay forma ni de centrarse de ni hacer amigos, pero es que me he dado cuenta de que el tiempo va caro y va a subir todavía más.
Pero preferí seguir viviendo: viendo, amando, bebiendo, durmiendo y leyendo, cosas que con un módem parpadeante a tu lado es difícil que consiga uno hacer tan de corrido como yo he logrado estos días. No hay nada como cambiar cada cierto tiempo de sistemas de referencia. Llegas a comprender, en todo su significado, la palabra “bucle”, la palabra “espiral”, la palabra “estupidez”. Francesc Serés lo cuenta fenomenalmente bien en un relato de su último libro en castellano, Cuentos rusos, no diré cuál para así mantener cierto suspense absurdo.
Hablando de Serés, el viernes fui a una de las bibliotecas de mi ciudad natal y vi su libro en los anaqueles. Como adicto a la fantasía, pensé que la compra pública bien podría ser eco del artículo que publiqué en su día en Revista de Letras. A alguien le pudo la curiosidad e hizo la correspondiente desiderata. El Estado lo adquirió con nuestro dinero, y el/la lector/a lo leyó y lo devolvió. Ni idea de si le gustó su contenido o si, por el contrario, se sintió decepcionado/a por mi viva recomendación. Si esto último, ¿debería revisar mis opiniones para así convertir el blog en punto de confianza o punto limpio? Aunque si lo hiciera perdería la posibilidad de, cuando vaya a Girona, convertirme en gran amigo de Serés. Pero, en justa equivalencia, ganaría unos cuantos adeptos más, pues seguro que el escritor de Zaidín (o Saidí) tiene enemigos a puñados, como todo escritor que se precie. No está mal la estrategia, no. Extrapolar el beneficio propio que pudiera rendir cada crítica o reseña en función de su carácter negativo o positivo y actuar en consecuencia. Mindundis con una legión de acólitos, laudos; buenos o famosos (ya sabéis que no es lo mismo) escritores con la hostilidad en cada esquina, denuestos. Pero, ¿qué gano yo? ¿Dinero? ¿Amigos? Para lo primero existen fórmulas alternativas bajo la común denominación de “trabajo”. Y para lo segundo no hay nada como verse las caras, pues salvo honrosas excepciones los módems parpadeantes no suelen proporcionar amistades. Así que mantengo mi recomendación de Serés, y a los pocos que pudiera no gustarles les pido que piensen que quizá, en esta ocasión, no se estén enterando de nada.
Dije que he leído mucho y bueno. Lástima que la mayoría de títulos hayan sido escritos en lengua extranjera. Digo “lástima” porque se pierde mucho tiempo y dinero en las traducciones, además de que las novelas pierden parte de su gracia original. Sobre algunas de esas novelas escribiré cuando se haga de noche, y sobre otras no. Entre las últimas están: La posibilidad de una isla (la recomiendo vivamente), de Michel Houellebecq, Tierras de poniente (podéis ahorraros el esfuerzo), de John Maxwel Coetzee, La pesca de la trucha en América (a mí no me ha entusiasmado…), de Richard Brautigan. También Madame Bovary, de Gustave Flaubert, novelón del que no (aña)diré nada porque el motivo de su relectura trasciende el ánimo lúdico. Y entre el grupo sobre las que sí escribiré cuando se haga de noche están: Mil violines, de Kiko Amat, Un momento de descanso, de Antonio Orejudo, y El plantador de tabaco, de John Barth. Baste decir por ahora —cuando se haga de noche escribiré los respectivos porqués— que las tres me han parecido buenas obras y la de Barth simplemente genial. En verdad que ha sido una estupidez por mi parte no leerla hasta ahora. El plantador de tabaco es de esas novelas por las que un buen lector del siglo XXI, español por añadidura, que haya perdido el interés por las letras a causa de la basura acumulada lo recupera ya desde la primera de sus páginas, y ni el buen humor ni unas irreprimibles ganas de continuar le abandonan hasta la última, la mil doscientos treinta y cinco, cuando, desolado ante la perspectiva de que ya “se acabó”, toma consciencia de que a partir de ese momento ya nada podrá ser igual. Esto se llama “síndrome del plantador”.
Dejando la literatura a un lado, veo que han pasado cosas durante mi ausencia. Los empresarios españoles han obligado al presidente español a anunciar La Fecha. Los indignados españoles han armado más jaleo y el paro ha bajado a raíz de unos miles de contrataciones precarias. Camps ha cambiado de trabajo y en los ayuntamientos españoles ahora recién gobernados por el PP se está recuperando la antigua tradición del Despido del Enchufado Socialista, mientras en otros tantos miles de hogares las impresoras echan humo al escupir currículums y cartas de presentación. La cosa es no estar mano sobre mano ni cuando el calor aprieta. Pues a poco que los españoles se descuidan, aparecen especuladores disfrazados de turistas cuyo interés es tumbar la deuda española. Es fácil prever que, de seguir así, en enero pasarán cosas muy gordas y bastante feas y un montón de sinecuras —para empezar, todas las culturales— se esfumarán. Para la cosa literaria, el contexto no puede ser menos halagüeño. Menos subvenciones, menos becas, menos bolos, menos puestos de esos de rascarse los cojones mientras se hace el tonto en Internet y se escriben versos. Y no sé si más bestia va a ser Rubalcaba que Rajoy con todas las pamplinas permitidas por el gobierno actual y los anteriores. Habrá que estar ahí para verlo.
Por lo demás, y en contra de lo habitual en cuanto a envergadura, voy a ir cortando ya esta entrada. Tengo cosas que hacer y que planificar otro viaje largo para la semana que viene. Así no hay forma ni de centrarse de ni hacer amigos, pero es que me he dado cuenta de que el tiempo va caro y va a subir todavía más.
4 comentarios:
No hay nada que temer. El tiempo es ilimitado mientras no nos digan lo contrario. Nosotros lo hacemos caro malgastándolo. Gracias por las recomendaciones. Siempre acertadas, hasta ahora.
Ese "no hay nada que temer" me da que pensar...
En vista de tu satisfacción hasta el momento, me permito re-recomendarte, especialmente, "El plantador de tabaco". Es una obra voluminosa, editada hace 20 años por Cátedra, y difícil de conseguir, pero seguro que en la biblioteca de tu ciudad la encuentras. El ejemplar que yo he manejado tenía toda la pinta de no haber sido leído jamás. Manda huevos.
El plantador de tabaco es de esas novelas por las que un buen lector del siglo XXI, español por añadidura, que haya perdido el interés por las letras a causa de la basura acumulada lo recupera ya desde la primera de sus páginas
Canalla.
Sufre...
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