9 jul 2011

¡Vamos a morir todos!

Hace un par de meses volví a París y, una vez allí, el deambular me llevó hasta el cementerio de Montparnasse. Pensaba yo que no bastaba con que leyera literatura y escribiera sobre ella sino que también, para sumergirme un poco más en esta locura escasamente colectiva, debería posar en una o dos actitudes literarias de las comúnmente aceptadas, al menos en lo que a signos externos se refiere. Fui también al cementerio de Montparnasse porque antes no había ido a los de Roma, Aix-en-Provence, Londres, Múnich, Berlín, Viena, etcétera, donde, popular y turísticamente, consta que hay tantos hombres de letras enterrados, esperando visitas y fotos. Y además porque había leído aquel texto de William T. Vollmann, incluido en la famosa antología, sobre millones de muertos en el subsuelo de París.

En Montparnasse descansan —es un decir— los restos del poeta maldito por antonomasia, en una tumba junto a los de su madre, Caroline, y su padrastro, el general Jacques Aupick, con quien tuvo violentes querelles. Me refiero a Charles Baudelaire, aquel escritor que, inopinadamente, hizo del rechazo una estética. En su tumba, complicada de encontrar en medio del amontonamiento abigarrado de lápidas y túmulos, había flores frescas y hojas de cuaderno escolar (y de Moleskine) arrancadas y cubiertas de poemas en varias lenguas, incluido el castellano. Tuve que consultar a una señora que acicalaba un pequeño mausoleo cuyas inscripciones de nacimiento y defunción inclinaban a pensar que quien allí yacía había sido hijo suyo. La señora señaló el túmulo, “”, cuando sólo llevaba yo dos sílabas pronunciadas, “Baude”. Hice una foto de la lápida, solitaria. Mi mujer me hizo una foto junto a la lápida. Intenté tomar un plano que incluyera flores, ofrendas poéticas y lápida, la escena entera o pack completo, pero para ello hubiera debido subirme en otra tumba y tuve reparos, y como despedida de aquel cementerio tomé una última imagen de las regaderas de la entrada.

Para la literatura, la muerte es un tema capital. Casi no hay escritor (serio) que no haya pivotado alrededor de ella, ya sea como fondo pictórico contra el que desarrollar una ficción, ya como puerta de entrada al reino de la divagación parafilosófica; también, en algunos casos, a modo de programa de desintoxicación pánica, o como terapia basada en el tanteo especulativo, en el ensayo desprovisto de visceralidad. Pero la muerte en literatura también puede ser un asunto lucrativo: recordemos a Monteiro Rossi, aquel personaje de Tabucci que escribía, por encargo, necrológicas de celebridades aún no fallecidas; o al propio Vila-Matas, quien ha erigido toda una industria alrededor de sus visitas a tumbas de escritores famosos: escribiéndolas, deformándolas, mitificándolas, utilizándolas de punto de partida para sus juegos metaliterarios, rentabilizándolas en bolos tales como charlas y mesas redondas.

Michel Eyquem, señor de Montaigne, consta en mi memoria poco entrenada como líder invicto en cuanto a reflexiones de calidad sobre la muerte. Después de él vino Sir Thomas Browne y luego la diáspora caracterizada por un tratamiento polimórfico en centenares de obras de mayor o menor calado. Las preguntas son muchas y todas, según la óptica de quien las hizo y el momento en que fueron hechas —y según la mirada de quienes después las leyeron y el momento en que lo hicieron—, de gran trascendencia, pero lo son sobre todo aquellas que especulan sobre la pertinencia de los verbos ser y estar una vez muertos. Unas son reconfortantes y otras, quizá las más auténticas, las menos sesgadas, dejan al lector, una vez digerida la lectura, en medio de una estupefacción en la que la palabra vacío cobra verdaderas dimensión y significado. [Un momento, que tocan a la puerta…]

Ocho días después

Los anteriores párrafos los escribí el pasado viernes por la mañana. Aun habiendo sido tecleados de corrido, veo que no hace falta revisarlos porque así, incompletos, son el único producto posible para reflejar la rotura de un peligroso ensalmo reflexivo. Escribía —y me enrollaba— sobre la muerte, sobre el hecho en sí de no estar ya nunca más. Téngase en cuenta, además, que soy lector de libros de física y buscador avezado de teorías plausibles (atención a este adjetivo) sobre el engarce de la metafísica con los hechos demostrables. Sí, soy un coñazo, sobre todo para mí mismo. Pero ya me he acostumbrado, y para dormirme suelo contar desastres en lugar de ovejitas. El consuelo generado por la constatación práctica del aplazamiento de la hecatombe definitiva me sume en un sueño de la hostia.

Esos párrafos eran preludio al comentario sobre el libro de Julian Barnes Nada que temer, que versa sobre la muerte. Barnes pasa de los sesenta años, comienza a perder resuello y, por consiguiente, echa la vista atrás. Y ve muerte. Y delante también. Pero no voy a comentarlo porque no tengo tiempo. Sí lo mencionaré una vez más, al final de este post.

Tocaron a la puerta y era el cartero con una notificación sobre consecuencias de barrabasadas cometidas en el pasado (señal de que aún soy joven; además de muerte, todavía soy capaz de ver problemas). Automáticamente dejé de escribir, me puse la armadura, afilé mi espada y limpié de herrumbre mi lanza; me calcé el yelmo y piqué espuelas sobre asfalto (convertido en todo un personaje de Philip K. Dick). Antaño, antes de regresar a las lides virtuales de la literatura, fui mercenario económico y señor de vastas extensiones de relaciones empresariales. En palabras de un antiguo socio, éramos cazadores y guerreros, y en más de una ocasión me soñé descargando mazazos en cabezas de competidores y bancarios. Tal modo de vida es propicio a realizar continuos balances, apuntando beneficios y despreciando pérdidas porque al final, como también cuenta el proceso y no sólo el haber llegado, solemos (aprendemos a) minimizar éstas. Supe retirarme a tiempo; o más bien supe cuándo era el mejor momento para arrumbar los hierros y tomarme un descanso. Sin embargo la vida real —esa que los libros no cuentan nunca porque quienes los escriben nunca la han vivido, y no tienen ni puta idea de qué pasta está hecha— es como una mafia: no eres tú quien se va cuando quieres sino ella la que te deja marchar; y yo no había pedido permiso como es debido; así que ahora venían los problemas y era momento de salir de la reserva. Hoy, ocho días después, puedo decir que los he solucionado, que no he perdido un ápice de la beligerancia hibernada y que, ahora sí, soy yo el que se ha ido con la conformidad de quienes en su momento se quedaron primero estupefactos y después cabreados por mi insolencia. Hay una vida ahí afuera que la literatura no refleja, salvo contadas excepciones, pues los escritores deciden serlo demasiado jóvenes, cuando aún no han vivido nada —y después vivirán ya poca cosa no relacionada con sus letras—. De ahí que la literatura, sobre todo la de nuestro tiempo, sea un enorme diccionario de tópicos y/o producto de un gigantesco carbon-copy-cloner.

¡¡CORTEN!!

Pero, con follones y todo, en estos días no he dejado de leer. Ni en los hospitales debería la gente dejar de leer, de una u otra forma. Después de tres décadas de lectura ininterrumpida, es difícil desengancharse, no quiero desengancharme. Si me hicieran una radiografía del cerebro, en la placa aparecería un aguafuerte de frases y trozos de estanterías. Una vez que fui a Tánger, ya en el ferry que sale de Algeciras constaté que, con las prisas, había olvidado llevar libros, y me entristecí. Sólo un enloquecido programa alternativo de desenfreno logró apartar la literatura de mi cabeza los cuatro días que duró la estancia, en los que hicimos multitud de amigos, bebimos como camellos en un oasis, jugamos a la ruleta más de lo aconsejable y, en fin, decidimos hacer y vivir bien lo que pocas veces habíamos visto o leído bien escrito.

Aquel viaje fue el inicio de un sentimiento de desapego con la visceralidad de lo real. Puede decirse que yo era un lector a lo Jekyll & Hyde: durante el día devoraba negocios, cosas, instituciones, personas, y durante la noche y al amanecer era capaz de seguir un espartano programa de literaturización constante. Creedme los que aún trabajáis mucho como profesionales, autónomos o empresarios: es posible, con un esfuerzo de abstracción, vivir en la basura de lo real y entregar parte de tu tiempo a la lectura; sin duda un día se romperá ese mágico equilibrio y alguna de las dos, la inmundicia o la pasión, saldrá perdiendo, pero hasta entonces es factible disfrutar de una beneficiosa doble vida. En mi caso el punto de inflexión fue notar que era capaz de vivir sin dedicar mis horas más productivas a amontonar dinero, pero no sin leer, siquiera fuesen unas pocas páginas al alba. Quizá sea esto una prueba de que el capitalismo tiene sus días contados y que a la literatura, por el contrario, le espera un renacimiento, o una reencarnación más digna que la prevista.

Así que ahora tengo mucho cuidado con determinadas circunstancias relativas a la planificación de los viajes. La posibilidad de quedarme sin nada para leer estando fuera de un entorno conocido me perturba. Acaso lea poco e incluso nada en un viaje, sobre todo si es corto, pero nunca se sabe; no he hecho la cuenta ni ya podría hacerla, pero creo que más de la mitad de mis lecturas han sido hechas en itinerancia, ya sea por motivos de trabajo o de esparcimiento. Sí, es ciertamente perverso viajar para, al menos como objetivo secundario, leer. Sólo puedo recurrir al viejo tópico: nadie es perfecto.

Que haga esta digresión tiene un motivo, aparte de un rato libre entre comida y salida: me voy, es decir, nos vamos. Como he dicho, hasta hace seis meses era un tipo que constantemente se iba, siempre estaba yéndome. Ya fuera para volver en el día o al día siguiente o en la misma semana; o ya para tardar un poco más en regresar al entorno cotidiano. Pero este año me he ido poco: a Barcelona, a Madrid, varias veces a la cercana y abrasadora Sevilla, a Córdoba, unos días a París, como contaba al principio de la reseña fallida del libro de Barnes. Ahora nos vamos de nuevo a Francia. No es un destino original, sobre todo porque está cerca de una parte de España —y porque la historia bilateral está tan cargada que hasta da asco, nos damos asco, nos odiamos cordial y apasionadamente y nunca nos querremos ni nos soportaremos; quizá también por todo eso vayamos tanto: para, literalmente, cagarnos y mearnos en Francia y dejársela a los franceses toda perdida y asquerosa, que les vayan dando…—, pero no aspiramos a ser originales sino del montón. Pisé suelo francés por primera vez ya crecido, con diecinueve años; dormí en una iglesia semiderruida de Aix-en-Provence; iba a Polonia a trabajar a cambio de techo y cama; volví a pisar suelo francés a la vuelta: Estrasburgo, París, Poitiers. Tardé diez años en volver a Aix-en-Provence —donde leí, entre otros, a John Irwing—, y desde entonces no hemos hecho sino ir y venir a Provenza y París —donde he leído decenas de libros—. Ahora nos vamos a Normandía, de donde esperamos volver con menos ahorros y con nuestras cabezas limpias de la saturación de imágenes hispánicas; también vamos a darnos un atracón de percepciones literarias y extraliterarias; y además de disfrutar de un descanso entendido como un cambio de entorno (no somos devotos de ese ensayo de la muerte que es el estar tumbados a la bartola), intentaremos averiguar si tanta literatura nacida de aquella región lo fue por mera partenogénesis o por una auténtica fecundidad del medio.

Ahora una lista

Que es de títulos que he leído durante estos días aciagos y que no quiero dejar de comentar, ya sea por su calidad intrínseca (a) o por su inmerecida fama (b). De esta forma quizá os ayude a haceros vuestra propia lista veraniega, y perdáis así menos tiempo con las mediocridades que suelen proponer los suplementos culturales. Leed pues a Barnes (a), que no es francés pero sí francófilo, el muy jodío, y, al menos en mi opinión, en este libro (recuerdo, Nada que temer) da la talla de lo que se espera de él. Leed también a McEwan (b), su última novela, Solar, para comprobar si opináis lo mismo que yo: que es una mierda como una catedral, que McEwan está acabado y que los críticos le hacen el juego a Anagrama con lo que sea que decida traer de allende la miseria española. Pero no perderéis el tiempo si seleccionáis títulos de Editorial Minúscula (a) un poco al azar. De ella he leído en estos días Una habitación en Holanda, de Pierre Bergounioux (a), ideal para comprender, por ejemplo, por qué hago yo lo que hago cuando me voy de aquí. O, un poco menos reciente, La tierra retirada, de Mercé Ibarz (a).

Con éste me voy a extender algo más, pues fue abrir el libro por la primera página y toparme con el paisaje, ahora escrito, que nuestra cultura oficial ha decidido relegar a los sábados por la mañana; me refiero al magazine marinero-rural Agrosfera, con el que desayunamos celebrándolo más que cualquier otra programación de la 2 de TVE. En La tierra retirada Ibarz da cuenta, a través de su propia memoria paisajística, social, económica y familiar, del cambio experimentado por las tierras aragonesas limítrofes con Cataluña del Bajo Cinca. La mezcla temporal en la narración —que no es tal— es tan perfecta que por momentos el lector se encuentra ante un auténtico artefacto posmoderno, cuya temática gira sobre los efectos del capitalismo institucional sobre una tierra de frutos mutantes. Como oriunda de allí, la escritora se lamenta de la pérdida de costumbre sociales (“Por lo que oigo decir, ahora la gente se conoce pero no se trata”, p. 65), quita hierro a las protestas de los empresarios de la tierra (“Yo sostenía que debería estar contento [se refiere a su padre] de haber podido hacer el embalse, que imaginara qué pasaría si fuese un payés con poca tierra o sin hijos, un campesino de Extremadura o la India”, p. 77), y justifica con maestría literaria la génesis del libro (citando con gran acierto a Gertrudis Gómez de Avellaneda y a Voltaire, p. 80-81). Si Lipovetsky (a), en La felicidad paradójica (añadir a la lista, si us plau), ofrece las claves empíricas del cambio sociológico devenido por la intromisión del materialismo consumista en todos los órdenes vitales, Mercé Ibarz brinda en esta breve narración/ensayo la aplicación práctica, sentida en propia carne, de tal ontología en tierras ganadas por el hombre a una Naturaleza secularmente obstinada y reacia al dominio.

Y ya sólo me queda, pues, despedirme por unas (pocas) semanas (2 y ½) de vosotros, de ustedes; desearos una buena quincena; y recordaros que no hay problema verdaderamente importante pues, en definitiva, vamos a morir todos.

2 comentarios:

Juan Almohada dijo...

A mí también me dio durante un tiempo por visitar las tumbas de determinados escritores célebres. Tenía la absurda teoría de que estando (aunque solo fuera por unos instantes) cerca de sus restos se me iba a pegar algo de su talento. Lógicamente, muy pronto descubrí que no hay antídoto para la mediocridad.

Sabes, me gusta mucho ese estado de lector empedernido al que aludes en tu entrada. Tal vez sea por mis circunstancias actuales (que a menudo me impiden leer todo lo que desearía) pero, vaya donde vaya, llevo siempre colgado del hombro un bolso con un puñado de libros dentro. Los que me conocen se mofan de mí y me llaman “el cartero”, pero yo sé que siempre hay 5 minutos (o 10, o 2, los que sean) esperándome. A bote pronto me vienen a la mente algunos libros leídos de forma inverosímil, como “La senda del perdedor”, despachado de madrugada, en pleno invierno, balanceándome de farola en farola en busca de algo de luz. Pese al frío y las incomodidades, esos libros terminan siempre disfrutándose de un modo especial.

Mis mejores deseos para esas vacaciones a la francesa. Yo, si no se muere la abuela (y no lo digo de coña) puede que en unos días deambule con mi prole por una de esas ciudades francesas que has citado más arriba. Pero mejor no adelantar acontecimientos…

Un abrazo

José Luis Amores dijo...

Querido Almohada, volví el sábado pero olvidé consultar los comentarios... Acabo de visitar tu blog y veo que quien se ha ido ahora eres tú, jodío... En fin, yo también he leído en sitios raros y condiciones límite, casi "al filo de lo imposible", todos lo hemos hecho si de verdad estamos en ese "todos", ¿no? Ya hablaremos.

Por cierto, en estos días he visitado un montón de cementerios...

Un abrazo.

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