Tengo varios textos en la cabeza. Pero como he de decidirme por alguno, empiezo por este.
Conocí de la existencia de Juan Francisco Ferré buscando información en Internet sobre un autor norteamericano, David Foster Wallace. Muchos de ustedes no sabrán que Wallace se suicidó el año pasado. No por falta de éxito, que lo tuvo y mucho. Éxito de verdad. No un éxito sueco, ni templario, ni vampírico, ni un éxito tardomoderno ni aflautado. Sino un éxito pata negra. Wallace era un grandísimo escritor. Aún no ha habido tiempo suficiente para calibrar la influencia que este hombre ha tenido y tendrá (sobre todo, tendrá) sobre las actuales y venideras generaciones de escritores. Me refiero a los verdaderos escritores. Escritores como Juan Francisco Ferré. Malagueño, por cercarlo algo más.
Me encontré con su nombre, como digo, por casualidad causada por una búsqueda premeditada. Nunca dejaremos de asombrarnos de nuestra ignorancia. Leí lo que Ferré tuvo la ocurrencia de escribir sobre David Foster Wallace, y también –pues tan bien pensado y escrito estaba aquello que Ferré escribió sobre David Foster Wallace– sobre quién era Ferré, qué hacía, si había escrito y el qué. Y de aquellas tempranas y privadas investigaciones se derivaron dos consecuencias decisivas en mi vida literaria y otras dos en mi vida profesional.
Vayamos con las literarias. La primera fue que busqué y encontré la más reciente novela de Ferré, La fiesta del asno. Un libro que leí mayormente en el baño. Una novela posmoderna sobre un etarra que acaba metamorfoseado en camarero travesti en un chiringuito caribeño. Un libro del que ahora sería incapaz de hacer una buena crítica, tan bueno me pareció en su momento y aun mejor ahora, en el mero recuerdo. La segunda es que busqué con ahínco la novela de David Foster Wallace La broma infinita. La busqué y no la encontré por ningún lado. Podría haberla encargado. Pero antes quería sopesarla físicamente, ojearla, darle el visto bueno. Ya había leído otros libros de Wallace –Algo supuestamente divertido que no volvería a hacer, Entrevistas breves con hombres repulsivos, La niña del pelo raro–, y por su causa y la de Ferré, la búsqueda se convirtió en obsesión. Ferré hablaba de tal forma en su artículo sobre la novela de David Foster Wallace La broma infinita, y de los autores canónicamente influyentes sobre el posmodernismo de Wallace –haciendo además relación y recopilación detallada, una lista entonces interminable y hoy casi terminada–, que vestido de traje, lista manuscrita en mano y bajo o dentro de un calor apabullante, busqué en Málaga, Sevilla, Valencia, Castellón. En una librería de viejo de Valencia hallé En el corazón del corazón del país, de William Gass. Me lo leí en un par de días, yendo y viniendo en tren de Valencia a Castellón. Y en Castellón encontré por fin La broma infinita. Gasté tanto tiempo en estas cuitas que los plazos se me pasaron, hice mal el trabajo y, como primera consecuencia de las de orden profesional, provoqué que mi empresa perdiera un montón de dinero. Una hecatombe. Me lamentaba de mi comportamiento mientras leía a Wallace. Yo era como el drogadicto que asiente y agradece y aun comprende las reconvenciones de la madre y el padre y el médico y aun el policía o el juez mientras sigue metiéndose un pico en vena con lágrimas en los ojos.
A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Trabajaba mejor, más concentrado, más implicado si cabe. Pero siempre leyendo, surtiéndome de la canónica lista de Ferré. Y por aquel entonces, a los pocos que conocía –y conozco, cada vez menos– que también se interesaban por la literatura, les preguntaba por Wallace, por Coover, por Abish, por Barth, por Gass, y me escandalizaba interiormente cuando tan sólo recibía evasivas por desconocimiento absoluto en lugar de interés por desconocimiento absoluto. Y preguntaba entonces por Pynchon y por DeLillo y tampoco nada. Pero lo mismo pasaba con Ferré, lo que ya me parecía inaudito. ¡Un malagueño!, ¡y les daba igual! Habían hablado de Antonio Soler, de Pablo Aranda, de ellos mismos entre ellos mismos. Pero de Ferré, nada. Cero absoluto.
Entonces, un día que estaba yo en un hotel de Punta Umbría, a las tres de la madrugada leyendo a Dostoievski por recomendación vicaria de Wallace, lo comprendí todo. Horas antes había comprobado en uno de los bares del hotel cómo una ex compañera de trabajo a la que aprecio bastante había decidido consumir parte de su vida y vitalidad en la lectura de la trilogía de Stieg Larsson. Además, esta ex compañera mía había decidido mucho antes ceder su vida a la empresa en la que ambos trabajábamos. Es decir, me encontraba ante un doble suicidio vital. Toda la vida entregada a una agrupación de intereses meramente económicos para quien ella era una pieza intercambiable. Parte de esa vida en la absorción desvaída –o acaso interesada, lo desconozco– y distraída de aventuras imaginadas por un alucinado de los thrillers en las que la ausencia de arte –eso que, además del amor, da sentido a nuestras vidas– era inversamente proporcional a la emoción que Dostoievski desplegaba en sus páginas. Evasión frente a invasión. Mi ex compañera buscaba escapar de su realidad, mientras que yo ya me encontraba fuera de ella, totalmente al margen. Fuera de sus límites. En otro mundo. El mundo de los Ferré y los Wallace.
Consecuencia profesional número dos: me marché de la empresa. Creé entonces una sociedad de responsabilidad ilimitada, una S.L.I., basada en dos sencillos conceptos: el amor y el arte. Cada uno en sí y por sí mismos, pero también combinados en sus dos posibles conjunciones: el amor al arte, y el arte del amor. Una morosa existencia dedicada a alimentar, dar cuerda y lustrar aquello que más deseamos pero siempre postergamos en favor de la estupidez y la necedad.
Para quienes me conocen, sufrí un cambio. Una metamorfosis parecida a la que Ferré experimenta a lo largo de las páginas de su libro homónimo. Un conjunto de relatos que comienzan con un estilo deliberadamente barroco, cargado, asfixiante. Pero que, con cada cambio de título, va descargándose, aliviándose, transformándose, metamorfoseándose, destilándose en lo que imaginamos un Ferré puro, sin condimentos ni aditamentos. Al principio un Ferré adiposo, inflado, estreñido; después un Ferré libre, sin más ataduras que las que él mismo se impone al rendir tributo a sus autores preferidos: Gass, Gaddis, Goytisolo, Bernhard, por supuesto David Foster Wallace, algo de Palahniuk, algo de Gibson, algo de… Más influencias se me escapan, no soy un crítico literario. Soy un lector crítico. Mi fuerte no es el discurso crítico. Dejémoselo a los verdaderos. Yo, ahora, tras experimentar la decepción de no ver Providence, la novela de Ferré que el año pasado ganó el Herralde, en un sitio destacado de los lineales de la Feria del Libro de Málaga, voy a dedicarme a lo mío. Que es leer y esperar, también quizá escribir. Leer Providence y esperar a Ferré. A que Ferré escriba otro libro.
Conocí de la existencia de Juan Francisco Ferré buscando información en Internet sobre un autor norteamericano, David Foster Wallace. Muchos de ustedes no sabrán que Wallace se suicidó el año pasado. No por falta de éxito, que lo tuvo y mucho. Éxito de verdad. No un éxito sueco, ni templario, ni vampírico, ni un éxito tardomoderno ni aflautado. Sino un éxito pata negra. Wallace era un grandísimo escritor. Aún no ha habido tiempo suficiente para calibrar la influencia que este hombre ha tenido y tendrá (sobre todo, tendrá) sobre las actuales y venideras generaciones de escritores. Me refiero a los verdaderos escritores. Escritores como Juan Francisco Ferré. Malagueño, por cercarlo algo más.
Me encontré con su nombre, como digo, por casualidad causada por una búsqueda premeditada. Nunca dejaremos de asombrarnos de nuestra ignorancia. Leí lo que Ferré tuvo la ocurrencia de escribir sobre David Foster Wallace, y también –pues tan bien pensado y escrito estaba aquello que Ferré escribió sobre David Foster Wallace– sobre quién era Ferré, qué hacía, si había escrito y el qué. Y de aquellas tempranas y privadas investigaciones se derivaron dos consecuencias decisivas en mi vida literaria y otras dos en mi vida profesional.
Vayamos con las literarias. La primera fue que busqué y encontré la más reciente novela de Ferré, La fiesta del asno. Un libro que leí mayormente en el baño. Una novela posmoderna sobre un etarra que acaba metamorfoseado en camarero travesti en un chiringuito caribeño. Un libro del que ahora sería incapaz de hacer una buena crítica, tan bueno me pareció en su momento y aun mejor ahora, en el mero recuerdo. La segunda es que busqué con ahínco la novela de David Foster Wallace La broma infinita. La busqué y no la encontré por ningún lado. Podría haberla encargado. Pero antes quería sopesarla físicamente, ojearla, darle el visto bueno. Ya había leído otros libros de Wallace –Algo supuestamente divertido que no volvería a hacer, Entrevistas breves con hombres repulsivos, La niña del pelo raro–, y por su causa y la de Ferré, la búsqueda se convirtió en obsesión. Ferré hablaba de tal forma en su artículo sobre la novela de David Foster Wallace La broma infinita, y de los autores canónicamente influyentes sobre el posmodernismo de Wallace –haciendo además relación y recopilación detallada, una lista entonces interminable y hoy casi terminada–, que vestido de traje, lista manuscrita en mano y bajo o dentro de un calor apabullante, busqué en Málaga, Sevilla, Valencia, Castellón. En una librería de viejo de Valencia hallé En el corazón del corazón del país, de William Gass. Me lo leí en un par de días, yendo y viniendo en tren de Valencia a Castellón. Y en Castellón encontré por fin La broma infinita. Gasté tanto tiempo en estas cuitas que los plazos se me pasaron, hice mal el trabajo y, como primera consecuencia de las de orden profesional, provoqué que mi empresa perdiera un montón de dinero. Una hecatombe. Me lamentaba de mi comportamiento mientras leía a Wallace. Yo era como el drogadicto que asiente y agradece y aun comprende las reconvenciones de la madre y el padre y el médico y aun el policía o el juez mientras sigue metiéndose un pico en vena con lágrimas en los ojos.
A partir de entonces ya nada fue lo mismo. Trabajaba mejor, más concentrado, más implicado si cabe. Pero siempre leyendo, surtiéndome de la canónica lista de Ferré. Y por aquel entonces, a los pocos que conocía –y conozco, cada vez menos– que también se interesaban por la literatura, les preguntaba por Wallace, por Coover, por Abish, por Barth, por Gass, y me escandalizaba interiormente cuando tan sólo recibía evasivas por desconocimiento absoluto en lugar de interés por desconocimiento absoluto. Y preguntaba entonces por Pynchon y por DeLillo y tampoco nada. Pero lo mismo pasaba con Ferré, lo que ya me parecía inaudito. ¡Un malagueño!, ¡y les daba igual! Habían hablado de Antonio Soler, de Pablo Aranda, de ellos mismos entre ellos mismos. Pero de Ferré, nada. Cero absoluto.
Entonces, un día que estaba yo en un hotel de Punta Umbría, a las tres de la madrugada leyendo a Dostoievski por recomendación vicaria de Wallace, lo comprendí todo. Horas antes había comprobado en uno de los bares del hotel cómo una ex compañera de trabajo a la que aprecio bastante había decidido consumir parte de su vida y vitalidad en la lectura de la trilogía de Stieg Larsson. Además, esta ex compañera mía había decidido mucho antes ceder su vida a la empresa en la que ambos trabajábamos. Es decir, me encontraba ante un doble suicidio vital. Toda la vida entregada a una agrupación de intereses meramente económicos para quien ella era una pieza intercambiable. Parte de esa vida en la absorción desvaída –o acaso interesada, lo desconozco– y distraída de aventuras imaginadas por un alucinado de los thrillers en las que la ausencia de arte –eso que, además del amor, da sentido a nuestras vidas– era inversamente proporcional a la emoción que Dostoievski desplegaba en sus páginas. Evasión frente a invasión. Mi ex compañera buscaba escapar de su realidad, mientras que yo ya me encontraba fuera de ella, totalmente al margen. Fuera de sus límites. En otro mundo. El mundo de los Ferré y los Wallace.
Consecuencia profesional número dos: me marché de la empresa. Creé entonces una sociedad de responsabilidad ilimitada, una S.L.I., basada en dos sencillos conceptos: el amor y el arte. Cada uno en sí y por sí mismos, pero también combinados en sus dos posibles conjunciones: el amor al arte, y el arte del amor. Una morosa existencia dedicada a alimentar, dar cuerda y lustrar aquello que más deseamos pero siempre postergamos en favor de la estupidez y la necedad.
Para quienes me conocen, sufrí un cambio. Una metamorfosis parecida a la que Ferré experimenta a lo largo de las páginas de su libro homónimo. Un conjunto de relatos que comienzan con un estilo deliberadamente barroco, cargado, asfixiante. Pero que, con cada cambio de título, va descargándose, aliviándose, transformándose, metamorfoseándose, destilándose en lo que imaginamos un Ferré puro, sin condimentos ni aditamentos. Al principio un Ferré adiposo, inflado, estreñido; después un Ferré libre, sin más ataduras que las que él mismo se impone al rendir tributo a sus autores preferidos: Gass, Gaddis, Goytisolo, Bernhard, por supuesto David Foster Wallace, algo de Palahniuk, algo de Gibson, algo de… Más influencias se me escapan, no soy un crítico literario. Soy un lector crítico. Mi fuerte no es el discurso crítico. Dejémoselo a los verdaderos. Yo, ahora, tras experimentar la decepción de no ver Providence, la novela de Ferré que el año pasado ganó el Herralde, en un sitio destacado de los lineales de la Feria del Libro de Málaga, voy a dedicarme a lo mío. Que es leer y esperar, también quizá escribir. Leer Providence y esperar a Ferré. A que Ferré escriba otro libro.
7 comentarios:
Te pediría esa lista canónica si no fuera porque ya en mis libreros me aguarda otra lista infinita de pendientes... Por lo pronto tengo anotados Providence y La broma infinita. Gracias y saludos
Pues... dedica más tiempo a leer, entonces. Antes lo hacías. Eras un totaladicto a los libros. Tanto que creaste escuela.
Un abrazo.
Pues yo si que voy a pedirtela, aunque ya tenga una lista infinita. Me ha fascinado tu discurso y no estoy viendo la hora de ponerme con ella.
Hola, Josep María, gracias.
Es difícil sin saber qué has leído ya y cuáles son tus gustos. Pero releo el post y me atrevo a recomendarte al propio Wallace de "Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer", al Don DeLillo de "Ruido de fondo", al John Barth de "El plantador de tabaco" (esta igual es difícil de encontrar, pero creo que se va a reeditar en breve), al Pynchon de "Vineland" y después si acaso "V." y luego ya veríamos, al Bernhard de "El sobrino de Wittgenstein". Dime algo que nos oriente y así no iré a ciegas.
Un saludo.
Buff, voy muy mal, básicamente he sido lector de genero durante muchos años. Ahora estoy empezando a expandir mi interés, a mis edades, y últimamente estoy leyendo fuera de genero. Me ha gustado mucho "Mi vida", de Chejov; "En nadar-dos-pajaros", de O'Brien; "Foe", de Coetzee; "Cuna de Gato" y "Matadero 5", de Vonnegut, y de toda la vida Poe y Lovecraft.
No he leido casi nada contemporaneo, así que en ese aspecto soy totalmente virgen.
Saludos, y muchas gracias.
Acabó de leer La subasta del lote 49, y me ha encantado, y leido por ahí que Ruido de fondo está relacionado, asi que voy a ver si me hago con el.
Me alegro mucho, amigo. Ruido de fondo te va a encantar, de verdad.
Un abrazo.
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