El anterior párrafo que escribí en este blog es de incontestable corte cortazariano. Lo digo para que no se diga pero también para, aprovechando la tesitura, contar el porqué de la emulación o intento de estilo. La primera de las razones, ahora que me lo pregunto, creo que tiene que ver con la reciente o recentísima lectura de un pequeño volumen de relatos de Cortázar. Se trata de “Queremos tanto a Glenda” y, aunque en la contraportada se tilda de libro inclasificable, a mí me ha parecido un ejemplar más de cuentos de Cortázar que, seguramente guiados por ánimos meramente mercantilistas, sus recopiladores, antólogos y herederos prefirieron no incluir en el primero de sus volúmenes de Cuentos Completos. Cierto que hay un tema o hilo subyacente por debajo de todos los relatos que no es otro que el amor y sus diversas formas y consecuencias. Pero, al fin y al cabo, me hubiera parecido más lógico encontrármelo dentro en los Cuentos Completos de Cortázar que poseo en propiedad, y no fuera, en la biblioteca y por fuerza he de devolverlo mañana y vaya putada (otra vez Cortázar).
A Cortázar no lo leí de joven, sino ya maduro, hace cinco o seis años. Me lo descubrió una amiga que conocí en un foro ahora desparecido. Es decir, yo sabía de este hombre y de su Rayuela y sus cronopios y famas, pero nunca se me había ocurrido leerlo, por razones puramente espurias. Luego lo compré casi todo y me leí todo lo comprado en relativamente poco tiempo. Algunas cosas no las compré por considerarlas caras para su escasa extensión. Me perdí poemas (y me dijeron que no me perdía gran cosa), Queremos tanto a Glenda, Un tal Lucas y poco más.
Hay autores dotados de un estilo propio, los menos. Así Thomas Bernhard, Julio Cortázar y Javier Marías, por poner tres ejemplos dispares pero muy relevantes. En este tipo de autores el estilo es muy marcado y fácilmente reconocible por una o varias características. Así que es fácil empaparse de ellas e incorporarlas a la escritura propia. Tan fácil como difícil desprendérselas recién terminada de leer alguna de sus obras. E igualmente complicado encontrar un estilo que sea propio y no remedo de otro que nos gusta o crisol (o popurrí o medley) de varios que nos llaman la atención.
No puedo evitar las siguientes tentaciones: 1) copiar estilos, con poca fortuna desde luego, y 2) advertir la transferencia de uno o varios estilos en las obras de escritores que no se caracterizan por un estilo propio –sin que ello deba significar que dichas obras y autores no merezcan los respectivos Eulogios por sus obras e incluso por haber copiado también el estilo de este y de aquel otro. Así Isaac Rosa con Javier Marías, descarado. No, por ejemplo, Unai Elorriaga, que ha fabricado algo propio con ligeros débitos al Boris Vian de La espuma de los días.
Si me dan a elegir, prefiero las buenas copias a esa atonalidad que, sin que el fondo se vea menoscabado por la forma, distingue a la mayoría de buenos escritores de esta época post-Idaho en que vivimos. Carver y Hemignway nos legaron magníficas obras, pero al mismo tiempo inocularon el veneno de la uniformidad en sus para entonces futuros lectores y potenciales escritores de hoy. Marcaron un canon estilístico que singulariza en su multiplexada uniformidad un elevado porcentaje de la producción literaria actual: frases cortas, escasa adjetivación, ritmos milimétricamente medidos e incluso fríos, nada imaginativos y poco animados si no se echa mano a las ya tan escasamente extravagantes inclusiones de elementos contaminantes de los formatos escritos convencionales: imágenes, extractos de noticias, fotocopias, manuscritos, mails, trozos de blogs, conversaciones en foros, etc. Los arquetipos actuales han sacrificado la belleza de la forma, igualándola con la llana canónica, en favor de dejar al descubierto el fondo, pues para algo leemos, ¿no? Textos que nos enseñan el perineo de las intenciones del autor. Textos rasurados. Textos creativamente democráticos en su estampa. Todos iguales o casi. Es decir, todos putas.
Canciones bonitas, pero también Canciones Tristes.
O Sad Songs.
Pasen y lean.
Yo seguiré por aquí.
A Cortázar no lo leí de joven, sino ya maduro, hace cinco o seis años. Me lo descubrió una amiga que conocí en un foro ahora desparecido. Es decir, yo sabía de este hombre y de su Rayuela y sus cronopios y famas, pero nunca se me había ocurrido leerlo, por razones puramente espurias. Luego lo compré casi todo y me leí todo lo comprado en relativamente poco tiempo. Algunas cosas no las compré por considerarlas caras para su escasa extensión. Me perdí poemas (y me dijeron que no me perdía gran cosa), Queremos tanto a Glenda, Un tal Lucas y poco más.
Hay autores dotados de un estilo propio, los menos. Así Thomas Bernhard, Julio Cortázar y Javier Marías, por poner tres ejemplos dispares pero muy relevantes. En este tipo de autores el estilo es muy marcado y fácilmente reconocible por una o varias características. Así que es fácil empaparse de ellas e incorporarlas a la escritura propia. Tan fácil como difícil desprendérselas recién terminada de leer alguna de sus obras. E igualmente complicado encontrar un estilo que sea propio y no remedo de otro que nos gusta o crisol (o popurrí o medley) de varios que nos llaman la atención.
No puedo evitar las siguientes tentaciones: 1) copiar estilos, con poca fortuna desde luego, y 2) advertir la transferencia de uno o varios estilos en las obras de escritores que no se caracterizan por un estilo propio –sin que ello deba significar que dichas obras y autores no merezcan los respectivos Eulogios por sus obras e incluso por haber copiado también el estilo de este y de aquel otro. Así Isaac Rosa con Javier Marías, descarado. No, por ejemplo, Unai Elorriaga, que ha fabricado algo propio con ligeros débitos al Boris Vian de La espuma de los días.
Si me dan a elegir, prefiero las buenas copias a esa atonalidad que, sin que el fondo se vea menoscabado por la forma, distingue a la mayoría de buenos escritores de esta época post-Idaho en que vivimos. Carver y Hemignway nos legaron magníficas obras, pero al mismo tiempo inocularon el veneno de la uniformidad en sus para entonces futuros lectores y potenciales escritores de hoy. Marcaron un canon estilístico que singulariza en su multiplexada uniformidad un elevado porcentaje de la producción literaria actual: frases cortas, escasa adjetivación, ritmos milimétricamente medidos e incluso fríos, nada imaginativos y poco animados si no se echa mano a las ya tan escasamente extravagantes inclusiones de elementos contaminantes de los formatos escritos convencionales: imágenes, extractos de noticias, fotocopias, manuscritos, mails, trozos de blogs, conversaciones en foros, etc. Los arquetipos actuales han sacrificado la belleza de la forma, igualándola con la llana canónica, en favor de dejar al descubierto el fondo, pues para algo leemos, ¿no? Textos que nos enseñan el perineo de las intenciones del autor. Textos rasurados. Textos creativamente democráticos en su estampa. Todos iguales o casi. Es decir, todos putas.
Canciones bonitas, pero también Canciones Tristes.
O Sad Songs.
Pasen y lean.
Yo seguiré por aquí.
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