Providence, desde el lado de acá
Hace unas semanas escribí un texto inclasificable sobre Metamorfosis®, el magnífico conjunto de relatos de Juan Francisco Ferré, nuestro exiliado (¿expatriado?, ¿renegado?, ¿expulsado, excomulgado, hasta los huevos?) más (¿económico?, ¿social?, ¿literario?, ¿emigrante, inmigrante?) ilustre. Cabe pensar en Juan Francisco como en ese tío de América que todos tendríamos el derecho constitucional a tener. Me cabría especialmente a mí, aunque por similitudes de edad se trataría más bien de un hermanastro mayor, un primo segundo, aquel con quien hubiera hecho las guardias de esa mili que no hice por ser de clase ni demasiado baja, ni demasiado media.
Al libro de Ferré llegué a través de otro libro de Ferré, La fiesta del asno. Que luego en Providence, su última novela, se transmuta en La fiesta grande, una película dirigida por el protagonista que se desliza sin pena ni gloria por las salas de los festivales europeos. Vale decir de la incomprensible y cerril Europa. Un fiasco comercial, como era esperable. Como cabía esperar. Pero esperen, No se vayan todavía, que aún hay más. (Tan sólo acabamos de empezar.)
Ferré se fue de Málaga para dar clases en la Brown University, Providence, estado de Rhode Island, USA. (Un marrón para quienes aquí nos quedamos.) Y como Cercas hizo, Marías antes, Fowles mucho más atrás, etcétera, Ferré ideó una forma de darles en las narices a quienes no supieron o no quisieron ver lo que se nos venía encima: ese futuro que llegó como un tsunami y se convirtió en un pasado que nunca acaeció porque es ahora y cada vez más será el mañana que ya es hoy pero fue. Ferré se puso a escribir sobre la materia que mejor conoce, entretejiéndola con ese nuevo magma social que comenzaba a conocer de primera mano. Documentación in progress, on the road, first-hand, easy reach —lo que no obsta para que el atrezzo documental sorprenda y hasta apabulle—. Porque probablemente lo que más le interesaba no era la historia en sí, el argumento, la ambientación, el dato fidedigno, sino sus obsesiones: la evolución, la transformación, la metamorfosis, el cambio, etcétera, de las formas narrativas en su dos ámbitos más importantes y extendidos: la literatura y el cine. Hagamos un ceteris paribus con las demás disciplinas, y digamos entonces una (lucidísima) reflexión sobre el arte actual.
He leído un buen puñado de reseñas, recensiones, críticas y comentarios sobre Providence. Amen de la mejor o peor factura de unas y otras, podemos dividirlas entre las que cuentan o desmenuzan esa trama y la diseccionan y analizan, y las que pelan algo más la cebolla y atacan la metanarrativa de la novela. Cuestión aparte es que unas y otras acierten, o que incluso terminen no diciendo nada y aun contradiciendo el mensaje fundamental que pretende ofrecer la obra. Pero lo que casi ninguna hace es decir si blanco o negro, si sí o si no, de una forma categórica, clara, definida e inteligible para quienes de verdad importan: los lectores pagadores —los paganos de la fiesta, quienes financiamos los canapés, las copas, los puros—, los consumidores de páginas encuadernadas bajo un título resaltado. O si lo hacen, introducen una palabra o una ristra de ellas que, en un ambicioso intento de emular el esfuerzo creativo del reseñado, ponen la semilla de la duda, siembran la reticencia, desinflan las ganas, agarran el bolsillo.
Digamos, pues, inicialmente, que Providence nos encanta y apasiona. Porque es una magnífica novela, brillantemente desarrollada, escrita con indudable maestría, ingeniosa y divertida (Ferré teclearía “desopilante” o “hilarante”: el buen humor, Su pasatiempo favorito), de nuevo lúcida pero sin paréntesis, con un gran ritmo digan lo que digan aunque lo digan por decir algo feo entre mucho bueno y bonito, y, por sobre todos los demás epítetos, inteligente como sólo un inmigrante que consiguió los papeles podría pergeñar. Intentamos sonrojar así —con la sinceridad carente de toda ironía— a un Juan Francisco Ferré renuente a la adulación gratuita y, por tanto, con una epidermis refractaria al calentamiento global del Sistema. Pero lo decimos alto (aquí y no mas abajo, para al menos obligar a los buscadores de consejos a llegar hasta este punto intermedio) y claro (sin medias tintas que, como decía en el anterior párrafo, hagan rascarnos la cabeza) para ahorrar al lector buceador, al buscador de perlas como Providence —Congratulations! You’ve just got it!— lo que se avecina. Es decir,
Una hipótesis
Habrán leído El mago, de John Fowles —si no, corran rápido a la librería o a la biblioteca—, esa novela que fue best-seller y hoy es ya long-seller y, lo que importa de veras, long-reading si la expresión es pertinente, cosa que desconozco. Esa novela narra una experiencia mágico-iniciática vivida por un profesor británico en una isla griega. Maurice Conchis, el Mago, conoce (atrae) a Nicholas Urfe (el profesor) y lo involucra en un experimento de realidad virtual, ambientada en los años cincuenta, que tiene como trasfondo el arte, y en especial la literatura. Conchis y su camarilla hacen y deshacen con Urfe. Le engañan, lo inducen a enamoramientos de una chica y de su hermana gemela. Lo desenamoran. Apelan a su inteligencia, lo insultan, machacan su ego. Lo drogan. Lo seducen para luego abandonarlo a un lado. La pandilla de Conchis representa toda una suerte de complejos e inteligentes performances cuyo fin último trasciende la mera narrativa contenida en la obra de Fowles, convirtiendo al protagonista en yonqui de sus más oscuros deseos e intenciones. Y tal juego comienza en una isla (Inglaterra), sigue en otra (Phraxos, la isla griega), y aparentemente termina en su origen, la isla grande.
Qué gracia, verdad… Pero qué tiene que ver esto con Providence y con Ferré. Será casualidad o quizá sea yo mal pensado, esto es: que desbarre. Aunque el juego de los disfraces admite múltiples intervenciones, y ésta bien podría ser una de ellas, tan pertinente como otras quizá más válidas, más dialécticas y menos explosivas. Providence como El Mago tiene sus múltiples facetas: narrativa tardoiniciática, aventuras virtuales, tributos a la ornamentación insana-sexual de Bret Easton Ellis, coleccionismo de la estupidez humana (con unos Bouvard y Pécuchet metamorfoseados en sicarios de la oscuridad), terror gótico, cartuchos de entretenimiento a lo Infinite Jest, ensayos sobre la evolución de la narrativa visual, ¡y hasta un Golem! Un incontrolado e incontrolable Matrix dirigido en última instancia por personajes de George Lucas.
Y también: Alex Franco, protagonista de Providence, como trasunto de Urfe, protagonista de El mago, engañado y manipulado por múltiples vías y personajes. Introducido en una realidad virtual del siglo XXI. Saltando pantalla tras pantalla de un juego que no sabemos a dónde conduce ni cuál es el premio o si hay bonus escondido más adelante. Jack Daniels (nada que ver, por cierto, con el bourbon del mismo nombre) como borroso facsímil de Maurice Conchis. Providence en una isla, R. Island, más práctica y verosímil que Phraxos pero pequeña como esta última. Una ciudad que esconde un secreto, un mar lleno de tiburones… Nada es lo que parece, aunque todo se asemeja a algo que ya hemos visto otras veces, leído en alguna otra página, pero dónde, dónde. Hasta la novela en sí que no es novela sino algo más complejo, más grande, finaliza varias veces —es decir, sí había bonus—, pero tampoco acaba nunca.
Digamos, para apuntalar definitivamente esta hipótesis, y parafraseando a Fresán, que Providence se lee tan bien como el best-seller de Fowles, y se disfruta tanto como V. (¿Quién es V.?)
Providence, desde el lado de allá (el de ustedes)
Como un bonus-track, digamos que Providence es, al fin y a la postre, una reflexión sobre el acabamiento de las otras formas narrativas. Su decadencia, obsolescencia, anquilosamiento, esclerotización, invalidez y, finalmente, defunción y mantenimiento como piezas de museo —toda producción tardía semejante, meros ejercicios de copia para posterior diseminación comercial y puro entretenimiento masivo; o filatelia en la era de la comunicación tecnológica.
Alguien dijo que Providence era clásica en su forma. Digamos que sí porque se trata de una novela, construida mediante palabras y frases. Digamos que no porque es posible que aquel comentario fuera hecho con recelo o sin la primera sílaba. Digamos algo más y apoyemos esta excéntrica reseña con algo de jarabe de palo: muy rara vez anoto cosas de lo que leo, a no ser que pretenda hacer algo con ellas. Fue el caso con Providence. Entre las que atesoré, varias son de las últimas cincuenta páginas de la novela. Aviso que, habida cuenta del orden de opiniones tan enrarecido en el medio lector, pueden ser calificadas como escenas censuradas aun en una película snuff:
“El coeficiente intelectual, lo tenía comprobado con mis alumnos más dotados, no les sirve de nada en la vida diaria. Lo emplean en sus estudios o en sus carreras profesionales mientras para la vida se reservan los estereotipos más ramplones, los que heredaron por vía familiar o los que les suministraron sus tutores universitarios, sucedáneos edípicos de papá y mamá, mezquinos parásitos que corrompen sus categorías éticas con instrucciones pragmáticas o las sustituyen por valores conformistas propagados por el sistema… Basura moral de consumo mayoritario.”
Pero no todo está perdido:
[Darth a A. Franco]: “Dígame, Franco, antes de desmayarse y perder del todo el sentido de la realidad que le queda, ¿de verdad no le gustaría ser un ciudadano de pleno derecho del siglo veintiuno y no un lamentable residuo del veinte?”
Con respecto a las especulaciones habidas sobre Providence y sus porqués:
[Darth a A. Franco]: “Todo espectáculo, como usted sabe, se funda en la expectativa que tengamos de él. Y ahí es donde está el negocio auténtico, en crear la expectativa, no el espectáculo, que es sólo un aderezo, un accesorio más. Lo esencial es tener a la gente expectante ante el producto. Lograda esa reacción crucial, ya controlas todo lo demás.”
Ferré sabe que será difícil, pero:
[Darth a A. Franco]: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Como dijo el doctor Ho, uno de mis maestros: Para expandir el mensaje del amor, no dudes en hacer la guerra. A todo el mundo, si hace falta. Por cierto, ¿alguien puede prestarle algo de ropa a este inmigrante indocumentado?”
Y es posible que se pregunten, ¿es que me he perdido algo?:
[Delphine a Eva Dhalgren]: “Verás, preciosa, el futuro ya existe, en cierto modo ya es. El gran problema es que vive confundido con el presente y con el pasado en una realidad promiscua repleta de trabas que le impiden avanzar como debería. En ciertos períodos se hace necesaria la aparición de figuras y escenarios capaces de forzar su advenimiento, hacer la presión suficiente sobre la realidad atascada como para desprender el futuro de sus ataduras con el presente y acelerar su plena realización, ¿me sigues?”
Y al final de la novela, Ferré escribe: “Ahora, todos abajo”.
Hace unas semanas escribí un texto inclasificable sobre Metamorfosis®, el magnífico conjunto de relatos de Juan Francisco Ferré, nuestro exiliado (¿expatriado?, ¿renegado?, ¿expulsado, excomulgado, hasta los huevos?) más (¿económico?, ¿social?, ¿literario?, ¿emigrante, inmigrante?) ilustre. Cabe pensar en Juan Francisco como en ese tío de América que todos tendríamos el derecho constitucional a tener. Me cabría especialmente a mí, aunque por similitudes de edad se trataría más bien de un hermanastro mayor, un primo segundo, aquel con quien hubiera hecho las guardias de esa mili que no hice por ser de clase ni demasiado baja, ni demasiado media.
Al libro de Ferré llegué a través de otro libro de Ferré, La fiesta del asno. Que luego en Providence, su última novela, se transmuta en La fiesta grande, una película dirigida por el protagonista que se desliza sin pena ni gloria por las salas de los festivales europeos. Vale decir de la incomprensible y cerril Europa. Un fiasco comercial, como era esperable. Como cabía esperar. Pero esperen, No se vayan todavía, que aún hay más. (Tan sólo acabamos de empezar.)
Ferré se fue de Málaga para dar clases en la Brown University, Providence, estado de Rhode Island, USA. (Un marrón para quienes aquí nos quedamos.) Y como Cercas hizo, Marías antes, Fowles mucho más atrás, etcétera, Ferré ideó una forma de darles en las narices a quienes no supieron o no quisieron ver lo que se nos venía encima: ese futuro que llegó como un tsunami y se convirtió en un pasado que nunca acaeció porque es ahora y cada vez más será el mañana que ya es hoy pero fue. Ferré se puso a escribir sobre la materia que mejor conoce, entretejiéndola con ese nuevo magma social que comenzaba a conocer de primera mano. Documentación in progress, on the road, first-hand, easy reach —lo que no obsta para que el atrezzo documental sorprenda y hasta apabulle—. Porque probablemente lo que más le interesaba no era la historia en sí, el argumento, la ambientación, el dato fidedigno, sino sus obsesiones: la evolución, la transformación, la metamorfosis, el cambio, etcétera, de las formas narrativas en su dos ámbitos más importantes y extendidos: la literatura y el cine. Hagamos un ceteris paribus con las demás disciplinas, y digamos entonces una (lucidísima) reflexión sobre el arte actual.
He leído un buen puñado de reseñas, recensiones, críticas y comentarios sobre Providence. Amen de la mejor o peor factura de unas y otras, podemos dividirlas entre las que cuentan o desmenuzan esa trama y la diseccionan y analizan, y las que pelan algo más la cebolla y atacan la metanarrativa de la novela. Cuestión aparte es que unas y otras acierten, o que incluso terminen no diciendo nada y aun contradiciendo el mensaje fundamental que pretende ofrecer la obra. Pero lo que casi ninguna hace es decir si blanco o negro, si sí o si no, de una forma categórica, clara, definida e inteligible para quienes de verdad importan: los lectores pagadores —los paganos de la fiesta, quienes financiamos los canapés, las copas, los puros—, los consumidores de páginas encuadernadas bajo un título resaltado. O si lo hacen, introducen una palabra o una ristra de ellas que, en un ambicioso intento de emular el esfuerzo creativo del reseñado, ponen la semilla de la duda, siembran la reticencia, desinflan las ganas, agarran el bolsillo.
Digamos, pues, inicialmente, que Providence nos encanta y apasiona. Porque es una magnífica novela, brillantemente desarrollada, escrita con indudable maestría, ingeniosa y divertida (Ferré teclearía “desopilante” o “hilarante”: el buen humor, Su pasatiempo favorito), de nuevo lúcida pero sin paréntesis, con un gran ritmo digan lo que digan aunque lo digan por decir algo feo entre mucho bueno y bonito, y, por sobre todos los demás epítetos, inteligente como sólo un inmigrante que consiguió los papeles podría pergeñar. Intentamos sonrojar así —con la sinceridad carente de toda ironía— a un Juan Francisco Ferré renuente a la adulación gratuita y, por tanto, con una epidermis refractaria al calentamiento global del Sistema. Pero lo decimos alto (aquí y no mas abajo, para al menos obligar a los buscadores de consejos a llegar hasta este punto intermedio) y claro (sin medias tintas que, como decía en el anterior párrafo, hagan rascarnos la cabeza) para ahorrar al lector buceador, al buscador de perlas como Providence —Congratulations! You’ve just got it!— lo que se avecina. Es decir,
Una hipótesis
Habrán leído El mago, de John Fowles —si no, corran rápido a la librería o a la biblioteca—, esa novela que fue best-seller y hoy es ya long-seller y, lo que importa de veras, long-reading si la expresión es pertinente, cosa que desconozco. Esa novela narra una experiencia mágico-iniciática vivida por un profesor británico en una isla griega. Maurice Conchis, el Mago, conoce (atrae) a Nicholas Urfe (el profesor) y lo involucra en un experimento de realidad virtual, ambientada en los años cincuenta, que tiene como trasfondo el arte, y en especial la literatura. Conchis y su camarilla hacen y deshacen con Urfe. Le engañan, lo inducen a enamoramientos de una chica y de su hermana gemela. Lo desenamoran. Apelan a su inteligencia, lo insultan, machacan su ego. Lo drogan. Lo seducen para luego abandonarlo a un lado. La pandilla de Conchis representa toda una suerte de complejos e inteligentes performances cuyo fin último trasciende la mera narrativa contenida en la obra de Fowles, convirtiendo al protagonista en yonqui de sus más oscuros deseos e intenciones. Y tal juego comienza en una isla (Inglaterra), sigue en otra (Phraxos, la isla griega), y aparentemente termina en su origen, la isla grande.
Qué gracia, verdad… Pero qué tiene que ver esto con Providence y con Ferré. Será casualidad o quizá sea yo mal pensado, esto es: que desbarre. Aunque el juego de los disfraces admite múltiples intervenciones, y ésta bien podría ser una de ellas, tan pertinente como otras quizá más válidas, más dialécticas y menos explosivas. Providence como El Mago tiene sus múltiples facetas: narrativa tardoiniciática, aventuras virtuales, tributos a la ornamentación insana-sexual de Bret Easton Ellis, coleccionismo de la estupidez humana (con unos Bouvard y Pécuchet metamorfoseados en sicarios de la oscuridad), terror gótico, cartuchos de entretenimiento a lo Infinite Jest, ensayos sobre la evolución de la narrativa visual, ¡y hasta un Golem! Un incontrolado e incontrolable Matrix dirigido en última instancia por personajes de George Lucas.
Y también: Alex Franco, protagonista de Providence, como trasunto de Urfe, protagonista de El mago, engañado y manipulado por múltiples vías y personajes. Introducido en una realidad virtual del siglo XXI. Saltando pantalla tras pantalla de un juego que no sabemos a dónde conduce ni cuál es el premio o si hay bonus escondido más adelante. Jack Daniels (nada que ver, por cierto, con el bourbon del mismo nombre) como borroso facsímil de Maurice Conchis. Providence en una isla, R. Island, más práctica y verosímil que Phraxos pero pequeña como esta última. Una ciudad que esconde un secreto, un mar lleno de tiburones… Nada es lo que parece, aunque todo se asemeja a algo que ya hemos visto otras veces, leído en alguna otra página, pero dónde, dónde. Hasta la novela en sí que no es novela sino algo más complejo, más grande, finaliza varias veces —es decir, sí había bonus—, pero tampoco acaba nunca.
Digamos, para apuntalar definitivamente esta hipótesis, y parafraseando a Fresán, que Providence se lee tan bien como el best-seller de Fowles, y se disfruta tanto como V. (¿Quién es V.?)
Providence, desde el lado de allá (el de ustedes)
Como un bonus-track, digamos que Providence es, al fin y a la postre, una reflexión sobre el acabamiento de las otras formas narrativas. Su decadencia, obsolescencia, anquilosamiento, esclerotización, invalidez y, finalmente, defunción y mantenimiento como piezas de museo —toda producción tardía semejante, meros ejercicios de copia para posterior diseminación comercial y puro entretenimiento masivo; o filatelia en la era de la comunicación tecnológica.
Alguien dijo que Providence era clásica en su forma. Digamos que sí porque se trata de una novela, construida mediante palabras y frases. Digamos que no porque es posible que aquel comentario fuera hecho con recelo o sin la primera sílaba. Digamos algo más y apoyemos esta excéntrica reseña con algo de jarabe de palo: muy rara vez anoto cosas de lo que leo, a no ser que pretenda hacer algo con ellas. Fue el caso con Providence. Entre las que atesoré, varias son de las últimas cincuenta páginas de la novela. Aviso que, habida cuenta del orden de opiniones tan enrarecido en el medio lector, pueden ser calificadas como escenas censuradas aun en una película snuff:
“El coeficiente intelectual, lo tenía comprobado con mis alumnos más dotados, no les sirve de nada en la vida diaria. Lo emplean en sus estudios o en sus carreras profesionales mientras para la vida se reservan los estereotipos más ramplones, los que heredaron por vía familiar o los que les suministraron sus tutores universitarios, sucedáneos edípicos de papá y mamá, mezquinos parásitos que corrompen sus categorías éticas con instrucciones pragmáticas o las sustituyen por valores conformistas propagados por el sistema… Basura moral de consumo mayoritario.”
Pero no todo está perdido:
[Darth a A. Franco]: “Dígame, Franco, antes de desmayarse y perder del todo el sentido de la realidad que le queda, ¿de verdad no le gustaría ser un ciudadano de pleno derecho del siglo veintiuno y no un lamentable residuo del veinte?”
Con respecto a las especulaciones habidas sobre Providence y sus porqués:
[Darth a A. Franco]: “Todo espectáculo, como usted sabe, se funda en la expectativa que tengamos de él. Y ahí es donde está el negocio auténtico, en crear la expectativa, no el espectáculo, que es sólo un aderezo, un accesorio más. Lo esencial es tener a la gente expectante ante el producto. Lograda esa reacción crucial, ya controlas todo lo demás.”
Ferré sabe que será difícil, pero:
[Darth a A. Franco]: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Como dijo el doctor Ho, uno de mis maestros: Para expandir el mensaje del amor, no dudes en hacer la guerra. A todo el mundo, si hace falta. Por cierto, ¿alguien puede prestarle algo de ropa a este inmigrante indocumentado?”
Y es posible que se pregunten, ¿es que me he perdido algo?:
[Delphine a Eva Dhalgren]: “Verás, preciosa, el futuro ya existe, en cierto modo ya es. El gran problema es que vive confundido con el presente y con el pasado en una realidad promiscua repleta de trabas que le impiden avanzar como debería. En ciertos períodos se hace necesaria la aparición de figuras y escenarios capaces de forzar su advenimiento, hacer la presión suficiente sobre la realidad atascada como para desprender el futuro de sus ataduras con el presente y acelerar su plena realización, ¿me sigues?”
Y al final de la novela, Ferré escribe: “Ahora, todos abajo”.
5 comentarios:
Sé que todo esto lo has escrito para fastidiarme, para inducirme y obligarme a leer “El mago” de Fowles. Aún así soy también capaz de extraer el mensaje oculto que habla de PVD.
Magnífico comentario, como todos, que sirve además como oda al autor. A mi PVD me ha dejado un regusto amargo en el paladar, como de no haber sabido llegar a todos sus rincones. A la vez que amarga, endulza, porque sé que disfrutaría de una segunda lectura dentro de unos años (si no fuese tan reacio a revisiones).
En lo que estoy 100% de acuerdo contigo es en ese tramo final de la novela, trepidante (dentro de su ritmo habitual) y tan lleno de citas para recordar.
Hola, Carlos.
Hoy he releído un interesante artículo de un amigo mío (http://www.darrax.es/typo1/index.php?id=269&tx_ttnews[pointer]=1&tx_ttnews[tt_news]=4005&tx_ttnews[backPid]=288&cHash=caa2fac2b6). En él se habla de lo contrario de lo que pretendemos debatir aquí. Y dice algo interesante (entre otras cosas): estar a la moda leyendo un determinado libro.
Piensa que has leído Providence (lo que ya de por sí te diferencia, aunque eso tenga poca importancia (pero te diferencia)), que leerás a Fowles, y que, con o sin relectura, que te quiten lo bailado. Los demás, esos no lectores de Providence, siguen en la hinopia. Atesoremos como Gollum mientras otros desperdician su tiempo como si nunca se les fuera a acabar.
Un abrazo.
hola.
Como ya he dicho en alguna ocasión no acostumbro a leer novelas actuales, la actualidad es la verdadera cruz del intérprete y a mí las cruces sólo me interesan en la medida en que tengo que evitar que me suban a ellas.
Providence me gustó, y a la vez me tuvo preocupado mientras la leía. Quizá sean paranoias mías, pero tantas referencias oblicuas a Cortazar-sobre todo sus cuentos, pero también Rayuela y el libro de Manuel- y a Gilles Deleuze- filósofo al que llevo leyendo más de veinte años sin conseguir por ello acabar de entenderlo o de abarcarlo, aunque algo me dice , muy dentro de mí, que Deleuze es el más serio pensador del siglo xx y de lo que va de éste- me tenía preocupado, pues la lógica de la narración me tenía algo confuso. Me explico, la novela es claramente de Matriz hegeliana mientras que, a mí juicio, tanto Cortázar como Deleuze son Abismos kantianos.
Cuando antes de ayer hice la promesa de hablar de Goethe no podía saber que me la tendría que comer, la promesa, pues el pacto que se cierra en Providence es cuantitativa y cualitativamente distinto del que cierran Fausto o Leverkuhn, capaces aún de tener deseos propios, concretos. Franco ,por su parte, ni tiene deseos propios ni valor para hacerlos realidad y su pacto es ni más ni menos que el mismo pacto que firmamos todos y que a todos nos convierte en impotentes. Acabaré con una cita muy conocida del muy conocido prólogo de la Fenomenología del Espíritu :"Como , por lo demás, vivimos en una época en que la universalidad del espíritu se ha FORTALECIDO tanto y la singularidad( las ovejas- nota de esta oveja)se ha tornado tan indiferente y en la que aquella(la universalidad) se atiene a su plena extensión y a su riqueza cultivada y las exige, tenemos que la ACTIVIDAD que al individuo( las ovejas) le corresponde en la obra total del espíritu sólo puede ser mínima, razon por la cual el individuo(la oveja), como ya de suyo lo exige la naturaleza misma de la ciencia, debe olvidarse tanto más y llegar a ser lo que puede y hacer lo que le sea posible, pero a cambio de ello, debe exigirse tanto menos de él( el individuo , la oveja) cuanto que él mismo no puede esperar mucho de sí ni reclamarlo".
En resumen muy buena novela , pero Ferrer queda debiendo otra: una novela donde además de la Verdad haya también algo de Vida. Ya sé que pedir Vida a una novela en los malos tiempos que corren para la lírica, desde hace ya demasiados años, es una dura exigencia, pero el autor cuenta, desde ahora, con la confianza de esta oveja.
Hola, querido oveja.
Nos vamos acercando. Sorprendente análisis que no te quepa la menor duda ha disfrutado este cronopio marsupial. La dimensión fáustica, así como la loca litera y locus referenciación de la novela la obvié en mi cojo(-joco-)análisis por mor del riesgo y aventurar hipótesis más des-caballadas que, por supuesto, ni dieron en el blanco ni en el Gran Blanco pero divirtieron un rato. Pero la conclusión tuya es digna de ser Cuéntada. Franco no se exige ni espera de sí nada más que disfrutar del polvo (azul, los mates de Manuel) y de los polvos y de las pajas mentales. Tanto es así que termina por defraudar a su supuesto pactante, que también resulta ser falso. Un juego (Providenz) de Rayuela con tomas e insertos, poliédrico (lados de allá, de acá, de acullá), capítulos para Armar, violaciones an-hetero, etc.
Por cierto, Casi Miro en mi perfil para comprobar afinidades lectoras y termino en El Entrego. No sé si voy, como es habitual en mis hipótesis, descaminado.
Saludos.
pues yerras y aciertas en la misma proporción, vivo ahí, aquí, en realidad vivo sin salir de mi casa , salvo para ir a trabaja y avituallar la nevera, y a ese Casi Miro lo conozco de lo mismo que tú, lo encontré en la red cuando puse la fea burguesía.
Publicar un comentario