Leyendo esta novela de Celso Castro me acordaba de El guardián entre el centeno y de La Divina Comedia. La terminé y de inmediato —esto es literal, como cuando enciendes un cigarrillo con la brasa del anterior— me puse con Ritual en la oscuridad, de Colin Wilson, y durante muchas partes de esta segunda novela no pude dejar de acordarme de astillas de Celso Castro. Y terminé aquel otro libro e inmediatamente (la novela de Wilson todavía echaba humo) comencé a leer un ensayo sobre la generación beat que hizo que me acordara muchísimo de esas dos novelas aunque de cada una por motivos diferentes.
Y comencé a inventar relaciones inexistentes entre unas y otras, y a doblar esquinas de las páginas en lugar de tomar notas o subrayar o confiar en acordarme de dónde estaban las conexiones casi imposibles que creía ver entre todas/os ellas/os: los beats, Castro, Wilson y Dante. Pero eso no es lo mejor, qué va. Lo mejor es que conseguí un ejemplar de Los reconocimientos, de William Gaddis, en inglés y me puse a leerlo a la par que un brutal ensayo que sobre las críticas que recibió esta novela en 1955 hizo un tipo genial y casi desconocido por aquel entonces. Y una cosa me fue llevando a otra y después a otra y el resultado mental comenzaba a parecerse peligrosamente a un único libro gordísimo de nombre impronunciable, pero hoy, al ponerme a ordenar un poco el caos de la última semana, apareció de nuevo astillas, rescatado de debajo de la torre de libros que durante ocho o nueve días amenazaba con dejar en mi cabeza un mapa de afinidades y referencias y tributaciones que, al final, sólo eran humo.
Así que la primera que leí fue la de Castro, que en realidad es la segunda de la trilogía relatos del yo. La primera me pareció una obra notable por las débiles y no fundamentadas razones que expuse aquí, pero también por otra que no me atreví a apuntar. Y no la incluí porque pensé que quizá no viera sino que quisiera ver parecidos donde no los hay, y que parte de eso acaso fuese porque me hubiera dejado llevar por el estilo magnético de Castro. Los pseudoliteratos mindundis somos mucho de dejarnos llevar todo el rato y de experimentar epifanías y dejavús a cualquier hora. Leemos mucho de verdad, no de pasada ni en diagonal, y quizá eso nos permita mantener milagrosamente viva esa capacidad de asombro que al profesional se le ha gastado de tanto venderla —por nuestras venas aún corre sangre y no palabras. Si no cejamos en nuestro empeño bufonesco es porque detrás de la tramoya de html hay carne que palpita y siente y ama de veras la literatura, y necesita compartir todo eso con alguien, aunque sea en remoto y con desconocidos y con poco o ningún fundamento: por mucho ensayo y crítica reconocida que leamos y valoremos, seguimos confiando en percepciones químicas para discernir lo que vale la pena de lo que no.
Lo que entonces callé es que el protagonista me recordaba mucho a un tipo al que llegué a temer bastante. Joven como él, agarrado a un puñado de adicciones blandas para no caer en el abismo de la introspección, maduro e inmaduro en proporciones inexplicables, enamoradizo, un sentimental empedernido. El tipo quiso cambiar y escondió muchos de sus defectos bajo un aspecto convencional y otros los enfatizó para conseguir sus objetivos: por ejemplo, acentuó el defecto de la madurez y con las adicciones hizo una bola que arrojó muy lejos; a los sentimientos les puso una capa de software que le permitió manejarlos a su antojo presionando un botón situado detrás del lóbulo de la oreja izquierda; estudió y se licenció en amar a una sola persona y sólo querer al resto; y practicó, una y otra vez, el arte innoble de la mediocridad. Una novela sobre este segundo sujeto —“La realidad es otra ficción” (p. 86)— sería una obra de dominio público, imposible de sujetar a derechos de autor porque el autor es la sociedad, la Máquina o el Sistema, en realidad no importa el término justo. Sin embargo una novela sobre aquel otro formaría parte de las Novelas, esas por las que todo lector está dispuesto a ensayar la prueba y el error de la lectura continua hasta dar con una de ellas.
Leía la novela de Castro buscando una de esas Novelas, como siempre, pero también dejándome llevar por la química de su estilo y doblando esquinas, por ejemplo esta: “ni siquiera podía escribir poesía, sólo era capaz de escribir fragmentos, astillas, pedazos de nada” (p. 144). Fue en esa punta doblada donde acabé de comprender adónde quería ir a parar Castro. Un libro antes (el afinador de habitaciones) de alguna manera avisaba que lo que amenazaba convertirse en una novela iniciática en realidad iba a plegarse hacia dentro. La vitalidad que uno espera de una narración en la que a intervalos, y para que el lector no pierda la perspectiva, retoma la llamada al tú para recordar que lo que está leyendo es un relato del narrador a una segunda persona no se consigue gracias un cambio de escenario, sino mediante el enrarecimiento del ambiente y la poda de posibles fugas. Parece decir: no voy a salir de aquí, de este “diminuto y encogido infierno personal apartado de cualquier trascendencia” (p. 15). Y leer astillas era sufrir un poco (esta es una de las maravillas de la literatura, sabemos que estamos asistiendo a una invención y aun así nos conmovemos, nos asustamos, nos reímos e incluso he visto a gente llorar mientras leía; las razones son tantas y tan variadas que mejor dejarlas para otra ocasión) por reconocer en el infierno personal de una ¿ficción? otros infiernos personales propios aún más intranscendentes de los que, al contrario que el personaje de Castro, nos zafamos y huimos de mala manera. El personaje de astillas no lo hace, no escapa, en cambio se adentra en él, se abisma — “si aceptamos ese sufrimiento, y nos esforzamos por elevarnos sobre él, entonces viviremos la experiencia sublime de adentrarnos en dios”—, y tanto por este detalle como por la forma que tiene Castro de narrar ese viaje y por el excelente funcionamiento de un escenario deliberadamente limitado… sabemos que hemos encontrado otra de esas Novelas.
El personaje, ese Holden Caulfield gallego adicto a las sustancias y a los paliativos amores secundarios, reconoce sus defectos y los afronta con una intuición singular: “el hombre más inteligente es el más consciente de su estupidez” (p. 117), y de sus limitaciones, su mala memoria, la naturaleza de sus creencias —“todas nuestras creencias empiezan donde acaba nuestro conocimiento, y ahí hay espacio suficiente para cualquier dios, o muchos” (p. 25)— y de las raíces de su amor: “es un hecho establecido / no es el amor / es la soledad que nos empuja / hacia los demás / y los embellece / y los hace deseables” (p. 51).
Poco importa si a estas dos partes de los relatos del yo se las puede o no calificar de obras maestras, porque me da que su autor se hizo a un lado para que no le atraparan en semejantes, y quizá fatuas, valoraciones. Además, yo no soy nadie para ejercerlas —y más habiendo dejado vacía, deliberadamente, la mejor parte de esta reseña: el libro. Y, bueno, ignoro si a las novelas de Celso Castro les sobran o faltan lectores, pero al menos uno ganó con la anterior, y con esta última ha terminado de atrapar a un ya fan acérrimo suyo y de su editorial (entre paréntesis, qué suerte tienen los de libros del silencio por tener en nómina, ente muchos otros, a Castro).
Y comencé a inventar relaciones inexistentes entre unas y otras, y a doblar esquinas de las páginas en lugar de tomar notas o subrayar o confiar en acordarme de dónde estaban las conexiones casi imposibles que creía ver entre todas/os ellas/os: los beats, Castro, Wilson y Dante. Pero eso no es lo mejor, qué va. Lo mejor es que conseguí un ejemplar de Los reconocimientos, de William Gaddis, en inglés y me puse a leerlo a la par que un brutal ensayo que sobre las críticas que recibió esta novela en 1955 hizo un tipo genial y casi desconocido por aquel entonces. Y una cosa me fue llevando a otra y después a otra y el resultado mental comenzaba a parecerse peligrosamente a un único libro gordísimo de nombre impronunciable, pero hoy, al ponerme a ordenar un poco el caos de la última semana, apareció de nuevo astillas, rescatado de debajo de la torre de libros que durante ocho o nueve días amenazaba con dejar en mi cabeza un mapa de afinidades y referencias y tributaciones que, al final, sólo eran humo.
Así que la primera que leí fue la de Castro, que en realidad es la segunda de la trilogía relatos del yo. La primera me pareció una obra notable por las débiles y no fundamentadas razones que expuse aquí, pero también por otra que no me atreví a apuntar. Y no la incluí porque pensé que quizá no viera sino que quisiera ver parecidos donde no los hay, y que parte de eso acaso fuese porque me hubiera dejado llevar por el estilo magnético de Castro. Los pseudoliteratos mindundis somos mucho de dejarnos llevar todo el rato y de experimentar epifanías y dejavús a cualquier hora. Leemos mucho de verdad, no de pasada ni en diagonal, y quizá eso nos permita mantener milagrosamente viva esa capacidad de asombro que al profesional se le ha gastado de tanto venderla —por nuestras venas aún corre sangre y no palabras. Si no cejamos en nuestro empeño bufonesco es porque detrás de la tramoya de html hay carne que palpita y siente y ama de veras la literatura, y necesita compartir todo eso con alguien, aunque sea en remoto y con desconocidos y con poco o ningún fundamento: por mucho ensayo y crítica reconocida que leamos y valoremos, seguimos confiando en percepciones químicas para discernir lo que vale la pena de lo que no.
Lo que entonces callé es que el protagonista me recordaba mucho a un tipo al que llegué a temer bastante. Joven como él, agarrado a un puñado de adicciones blandas para no caer en el abismo de la introspección, maduro e inmaduro en proporciones inexplicables, enamoradizo, un sentimental empedernido. El tipo quiso cambiar y escondió muchos de sus defectos bajo un aspecto convencional y otros los enfatizó para conseguir sus objetivos: por ejemplo, acentuó el defecto de la madurez y con las adicciones hizo una bola que arrojó muy lejos; a los sentimientos les puso una capa de software que le permitió manejarlos a su antojo presionando un botón situado detrás del lóbulo de la oreja izquierda; estudió y se licenció en amar a una sola persona y sólo querer al resto; y practicó, una y otra vez, el arte innoble de la mediocridad. Una novela sobre este segundo sujeto —“La realidad es otra ficción” (p. 86)— sería una obra de dominio público, imposible de sujetar a derechos de autor porque el autor es la sociedad, la Máquina o el Sistema, en realidad no importa el término justo. Sin embargo una novela sobre aquel otro formaría parte de las Novelas, esas por las que todo lector está dispuesto a ensayar la prueba y el error de la lectura continua hasta dar con una de ellas.
Leía la novela de Castro buscando una de esas Novelas, como siempre, pero también dejándome llevar por la química de su estilo y doblando esquinas, por ejemplo esta: “ni siquiera podía escribir poesía, sólo era capaz de escribir fragmentos, astillas, pedazos de nada” (p. 144). Fue en esa punta doblada donde acabé de comprender adónde quería ir a parar Castro. Un libro antes (el afinador de habitaciones) de alguna manera avisaba que lo que amenazaba convertirse en una novela iniciática en realidad iba a plegarse hacia dentro. La vitalidad que uno espera de una narración en la que a intervalos, y para que el lector no pierda la perspectiva, retoma la llamada al tú para recordar que lo que está leyendo es un relato del narrador a una segunda persona no se consigue gracias un cambio de escenario, sino mediante el enrarecimiento del ambiente y la poda de posibles fugas. Parece decir: no voy a salir de aquí, de este “diminuto y encogido infierno personal apartado de cualquier trascendencia” (p. 15). Y leer astillas era sufrir un poco (esta es una de las maravillas de la literatura, sabemos que estamos asistiendo a una invención y aun así nos conmovemos, nos asustamos, nos reímos e incluso he visto a gente llorar mientras leía; las razones son tantas y tan variadas que mejor dejarlas para otra ocasión) por reconocer en el infierno personal de una ¿ficción? otros infiernos personales propios aún más intranscendentes de los que, al contrario que el personaje de Castro, nos zafamos y huimos de mala manera. El personaje de astillas no lo hace, no escapa, en cambio se adentra en él, se abisma — “si aceptamos ese sufrimiento, y nos esforzamos por elevarnos sobre él, entonces viviremos la experiencia sublime de adentrarnos en dios”—, y tanto por este detalle como por la forma que tiene Castro de narrar ese viaje y por el excelente funcionamiento de un escenario deliberadamente limitado… sabemos que hemos encontrado otra de esas Novelas.
El personaje, ese Holden Caulfield gallego adicto a las sustancias y a los paliativos amores secundarios, reconoce sus defectos y los afronta con una intuición singular: “el hombre más inteligente es el más consciente de su estupidez” (p. 117), y de sus limitaciones, su mala memoria, la naturaleza de sus creencias —“todas nuestras creencias empiezan donde acaba nuestro conocimiento, y ahí hay espacio suficiente para cualquier dios, o muchos” (p. 25)— y de las raíces de su amor: “es un hecho establecido / no es el amor / es la soledad que nos empuja / hacia los demás / y los embellece / y los hace deseables” (p. 51).
Poco importa si a estas dos partes de los relatos del yo se las puede o no calificar de obras maestras, porque me da que su autor se hizo a un lado para que no le atraparan en semejantes, y quizá fatuas, valoraciones. Además, yo no soy nadie para ejercerlas —y más habiendo dejado vacía, deliberadamente, la mejor parte de esta reseña: el libro. Y, bueno, ignoro si a las novelas de Celso Castro les sobran o faltan lectores, pero al menos uno ganó con la anterior, y con esta última ha terminado de atrapar a un ya fan acérrimo suyo y de su editorial (entre paréntesis, qué suerte tienen los de libros del silencio por tener en nómina, ente muchos otros, a Castro).
2 comentarios:
José Luis, ¿tú coges aire entre novela y novela?
Estoy de acuerdo en que al leer tantas novelas acabamos relacionándolas y teniendo dejavús. No sólo con ellas, sino también con los personajes. Lo que hace que, mientras leo una novela, me pregunte: ¿dónde habré leído yo esto antes? Deje su lectura y busque entre varias novelas, con varias páginas dobladas, algo que mi falta de memoria me impedirá encontrar.
También ocurre que unas novelas nos llevan a otras. Como ahora mismo. Tengo delante de mí "Pelo de zanahoria" de Jules Renard, al que llegué a través de Julian Barnes y su novela "Nada que temer". Iba a empezar a leerlo esta noche. Pero antes me paso por tu blog. Leo tu reseña sobre "Astillas", y la curiosidad, que siempre es malvada, me atiza detrás de la oreja y me grita: Tienes pendiente "el afinador de habitaciones". Y ahora ¿qué? Me temo que mañana meteré a Celso Castro en el bolso y dejaré al pelirrojo en casa.
Como siempre, eres muy amable, Pilar.
Las dos novelas de Castro que he comentado son muy buenas, y como tales se prestan a la búsqueda de referencias externas, algo siempre difícil, al menos para mí, que tengo memoria de mosquito.
Ya contarás qué te parece el afinador cuando la leas. Por lo poco que te conozco, creo que te sorprenderá.
Un abrazo.
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