17 feb 2011

Gigolá

Todo turista que se precie habrá comido alguna vez fish and chips en el Mermaid Tail de Leicester Square. Ese mismo turista, seguramente acompañado, habrá pedido alguna variedad de pescado y otra de cerveza. Si es español, habrá llegado incluso más tarde de lo que lo hubiera hecho en España. Se habrá quejado de varios detalles sin importancia, se habrá bebido la primera jarra de cerveza antes de que le traigan el plato y, entretanto, habrá mirado por los ventanales. Pero también habrá mirado hacia el interior. En una ocasión vi a una pareja madura: ella, como dijera Vila-Matas, con un horroroso pelo de estropajo; él, casi calvo; ambos pobremente vestidos. Londres es cruel, París también. Al año siguiente vi otra pareja, esta vez femenina. Tomaban té en lugar de cerveza. Una era joven y muy guapa, la otra no, quiero decir que podían ser perfectamente madre e hija. Las dos rezumaban riqueza, tanto por su ropa como por sus meros aspecto y modales. La mayor le entregó varios regalos a la joven. Pensamos, cumpleaños. La mayor le acariciaba la mano a la joven por encima de la mesa. Pensamos, madre e hija. Charlaban, comían, pagó la mayor. A la salida, en el hall del restaurante, la joven le dio un beso en la boca a la mayor mientras con una mano sujetaba su nuca y con la otra las bolsas de regalos. Los ojos de ambas estaban cerrados.

Por si caben dudas, Gigolá es el equivalente femenino de Gigoló. La variedad de palabras despectivas que existen para referirse a la mujer que vende su cuerpo a cambio de dinero es una muestra más de machismo social. El hombre que lo hace es un gigoló, un semental, un macho, a veces un tipo con suerte. Sólo si el intercambio es homosexual se recurre al insulto. Homofobia lingüística, pues. Pero la sociedad está cambiando, para bien y para mal —resulta difícil no hacer pronunciamientos subjetivos en este tipo de temas. La brutalidad gana con la práctica desaparición de los gigolós y el asentamiento de los boys y los chaperos. La asepsia de lesbiana se impone frente a la malsonante bollera. La homosexualidad es aceptada por medios indirectos tales como regulaciones jurídicas ad-hoc, y los mass media aportan visiones más realistas y menos descarnadas que en el pasado. Es decir, la sociedad cambia, y la normalidad amplía sus límites y fronteras para que en su interior quepan posturas y comportamientos secularmente excluidos de la misma.

Esa ampliación de conjunto es la razón de que pueda publicarse ahora esta novela y se produzca, además, una película basada en ella. Porque el tema de fondo es ya lo de menos, y lo novedoso son el enfoque y los tipos de relación. Lo que para el gran público permaneció enterrado durante décadas —por censura, vergüenza, pudor, asco, estrechez— reflorece con fuerza y, además, lo hace bajo el magnífico manto del gran arte que es la verdadera literatura. Al final de la versión castellana editada por Cabaret Voltaire, hay una entrevista de la traductora española con Laure Charpentier, la autora. Leyéndola, se advierte qué ha obtenido (y, por contra, perdido) la sociedad por la inaceptación, en su momento, de la realidad: la degradación estética como forma de afirmación de la masculinidad activa en las relaciones lésbicas. El uso de la fuerza para defender posturas enquista el embrutecimiento, convirtiéndolo en moda. Lo que Gigolá ofrece en este sentido es, pues, una visión estética del fenómeno, si no primigenia, sí, digamos, posmoderna.

¿Cómo trasladar garçonne al castellano?, se pregunta la traductora en un momento dado. Si no hay término equivalente en su lengua será bien porque el significado no aplica, bien porque, en su lugar, existe un insulto. Seguramente la primera opción es la correcta. Siquiera porque estamos ante tales fallas, habría que plantearse qué tiene que aportar Gigolá a nuestra cultura, hoy.

En primer lugar, ya lo decía, una visión estética de la homosexualidad femenina radicalmente diferente a las retratadas en camisetas de tirantes. La protagonista cuida su aspecto al máximo, cubriéndose con todo lujo que esté a su alcance, buscando así una afirmación por vía exterior de su auténtica personalidad. Aunque la novela esté ambientada a finales de los sesenta, en este aspecto se trata del eco de una tendencia iniciada en los años veinte, ignoro si recuperada entonces, o poco antes, o simplemente reaparecida tras las convulsiones bélicas, económicas y políticas de las décadas precedentes. Tal ansia de sobreexposición al placer de la belleza adquirida es uno de los leitmotiv de la primera parte de la novela. Asumida una condición determinada, se superpone otra bastante más prosaica que implica un conjunto de necesidades que, a su vez, empujan a una búsqueda utilitaria de vías que hagan posible su satisfacción. Ese devenir, mezclado con la fascinación por los detalles estéticos, marca la narración, en la que no obstante interfieren sucesos y personajes que la van manchando de diversos matices de realismo sucio. Una mezcla, bajo mi punto de vista, perfecta, pues rebaja una primera línea idealista que podría hacer peligrar lo plausible de lo ahí contado.

También es una novela sobre la recuperación de la capacidad de amar. Sorprende, sin embargo, la velocidad con que la protagonista toma decisiones importantes en este sentido. Esa rapidez deriva no tanto de un carácter errático y caprichoso, sino más bien de la velocidad narrativa que imprime la escritura de Charpentier. La autora, excepción hecha de la bella morosidad con que se recrea en los mencionados detalles estéticos, imprime una fenomenal fuerza a su escritura a base de despojarla de artificios y transiciones. Aunque desde luego sin incurrir en la monotonía ramplona de muchos de los amantes de cierta sequedad americana. Para ello, por ejemplo, la escritora va entretejiendo valoraciones y puros aforismos que otorgan a la novela una profundidad inesperada. Así pues, tenemos belleza, rapidez, concisión y pensamiento, ¿se puede pedir más a una narración que es, además, obra de juventud?

La respuesta es sí: historia, trama, originalidad sin caer en el exceso, y visión. Hace tiempo me dijo una amiga que le daba igual lo que se contara con tal de que se contara bien —entendido este bien como con belleza, estilo, carácter, fuerza, etcétera. Habida cuenta del triunfo comercial del narrar por el simple hecho de narrar, sacrificando el envoltorio literario en favor del entendimiento masivo, tuve que darle la razón. Y sin embargo, me resisto a consumir literatura vacía, que sólo aporte forma y ningún, o casi ningún, contenido. En Gigolá, Laure Charpentier ha sido capaz de ecualizar todas las características que hacen buena una novela; es decir, forma e historia. Y además, al menos en lo que a mí respecta, ha sido original, no tanto por la temática frontal como por el ritmo y los detalles con que la viste. Eso es mucho, más bien lo sea todo.

En enero se estrenó en Francia la película basada en ella. La ha dirigido la propia Charpentier, y entre los actores hay al menos tres españoles: Marisa Paredes, Rossy de Palma y Eduardo Noriega. Tengo ganas de verla y comprobar si lo que me ha quedado de la lectura de la novela es el espíritu con que se ha producido su versión audiovisual. Porque, una semana después de cerrar el libro, he ido olvidándome de las escenas sexuales y de sus cualidades provocativas para, en su lugar, quedarme con los puros aspectos literarios. Al final es lo que de verdad importa: si estamos ante literatura de verdad o ante uno de los así llamados géneros, que tan sólo tuercen y desvirtúan aquélla.

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