Es complicado abordar esto: novela (Nuestro trágico universo, Principal de los libros, 2010) que comienza con una cita de Baudrillard y cuyo centro gira alrededor de especulaciones sobre cómo escribir una historia sin historia, narración que repetidamente dispara vectores hacia el relato convencional pero que son cortados de raíz antes de que adquieran cierto cuerpo, delineando una fantástica red de probabilidades narrativas que semeja precisamente un conjunto de universos… trágicos.
Como es natural, las probabilidades de que esto lo hiciera una mujer eran bastante elevadas; el priapismo masculino tiene a concentrarse, saturnalmente, en un único punto. Ha sido Scarlett Thomas, esa clase de autora tras cuya pista se está desde hace tiempo pero ante la que uno no acaba nunca de decidirse —o rendirse—. Los prejuicios rondan la mente de quienes buscan puro y simple entretenimiento, sin mayores complicaciones. Y otros prejuicios quizá no tan diferentes mantienen alejado al lector cultureta, fascinado por quién sabe qué literaturas cuyo exotismo acaso radique en que sólo las lee él. Entre unos y otros, en esta España nuestra se lee poco y mal.
Pero, tranquilos, no tenemos la exclusiva sobre la segunda parte del resultado. Parece que también los británicos —y doy fe de ello— son expertos en lecturas imperfectas, y prefieren ficciones contadas bajo la simple y sencilla lógica aristotélica, antes que realidad no deformada por la aplicación de teoría alguna que la enrarezca, la deforme, la falsee y, en definitiva, la destroce. Tanto es así que al parecer sólo dan/damos importancia a aquello que es susceptible de contarse bajo un revestimiento trágico. En cada momento nos rodeamos de historias minúsculas que contienen en sí mismas el pack completo de planteamiento, nudo y desenlace; y si alguno de éstos falta o falla, o bien concluimos que la historia carece de interés, o investigamos para conocer su raíz (planteamiento), indagamos cómo sigue (nudo) o cómo acabó la cosa (desenlace). Pero, peculiaridades de los sistemas de referencia, las historias basadas en “hechos reales” dejan de ser realidad en el momento en que nos las contamos. La mera observación de un hecho lo modifica. Esa observación no es discreta sino que, sin poder evitarlo, se inmiscuye en el suceso, siquiera sea mediante la interpretación mental de lo que estamos viendo, y tendemos, como se ha dicho, a completarlo, a redondearlo y convertirlo en historia cerrada y, por ello, en un acontecimiento narrable. Sólo que lo narrable, lo contado o preparado para ser narrado, ya no es el suceso en sí sino su simulacro, otro hecho distinto, algo que en realidad no ha sucedido. Entonces, si transformamos “lo que nos rodea en materia de ficción, ¿termina por volverse ficticio?” (p. 180). Parece que sí: “Los tipos hablaban en la barra sobre un partido de fútbol en el que el equipo más modesto había ganado contra pronóstico o se quejaban porque una mujer se hacía de rogar. Me di cuenta de que cuando alguien se hace de rogar, ellos se están introduciendo como personajes en la historia, y escogen la que tiene el desenlace que más les gusta. Si una mujer pone un dragón entre ella y el héroe, se convierte en un obstáculo a superar. Si se va, se llama a su puerta y se le dice ‘¿qué tal si echamos un polvo?’, se convierte en una ramera: una conquista básicamente sin obstáculos y por tanto sin valor. Era como si la gente prefiriera entenderlo todo como una historia porque si no no tendría sentido. Los tipos que hablaban de fútbol querían que el partido que estaban viendo tuviera un desenlace de ‘cuento de hadas’ porque eso les resultaba un poco más satisfactorio y querían creer que los modestos también podrían vencer porque se identificaban con ellos” (p. 344).
Las razones de esta alteración de los acontecimientos a raíz de su observación la analizan Hawking y Mlodinow en su último libro El gran diseño (Crítica, 2010). A nivel cuántico —donde toda escala pierde su valor— se observan significativas alteraciones en el curso de los acontecimientos. Sí, digo acontecimientos y no movimientos porque el famoso experimento de la doble rendija demuestra que a tal nivel suceden el evento más probable y sus vecinos estadísticos. Es decir, la historia recorre todos los probables caminos y no sólo el más plausible: “la naturaleza no dicta el resultado de cada proceso o experimento ni siquiera en las situaciones más simples. Más bien, permite un número de eventualidades diversas, cada una de ellas con una cierta probabilidad de ser realizada. Es, parafraseando a Einstein, como si Dios lanzara los dados antes de decidir el resultado de cada proceso físico”. Si no somos capaces de observar este comportamiento en proporciones macroscópicas (humanas) es porque el conglomerado atómico de que está formado nuestro entorno anula los sucesos menos previsibles. Ahí es nada: si somos tan deterministas no es sólo porque luchemos denodadamente contra alteraciones históricas —narrativas— que escapan a un arquetipo mental prefijado, sino también porque estamos compuestos de partículas subatómicas cuyos fascinantes comportamientos alternativos tienden a neutralizarse entre sí. Cuando no lo hacen —por ejemplo en el Big Bang y, sobre todo, en sus momentos previos— se está ante una, así llamada, singularidad. De la que huimos.
Thomas especula en este contexto sobre la búsqueda de significado en los actos de escritura y de lectura: “Si el universo tiene algún tipo de consciencia, entonces todo en la vida es diferente. De algún modo pierdes el libre albedrío. No quiero existir en un universo con un significado fijo en el que no exista el misterio. El universo debe ser indescifrable. No deberíamos ser capaces de descubrir el significado del universo del mismo modo que no deberíamos reducir Hamlet o Ana Karenina a una frase o decir lo que ‘realmente significan’. Quiero un universo trágico, no uno bien redondeado que termine con una moraleja” (p. 410-411). Luchando contra el determinismo teóricamente demostrado por Hawking —aunque la relación entre ambas obras la tiendo yo en este texto, no Thomas, quien ni siquiera menciona el libro del físico—, se plantea el desposeimiento de significado de la historia mediante la escritura de ficción sin ficción: “La tesis del libro era el rechazo de lo que ella denominaba estructuras totalitarias en las ciencias y las humanidades, y la aceptación de la paradoja en todas las disciplinas. Comprendí que la ficción sin ficción era lo que todos los escritores realistas, yo incluida, queriamos crear: algo superauténtico y con tanta verdad emocional que no pareciera en absoluto una historia […] la ficción sin ficción sería totalmente objetiva; por fuerza tendría que serlo”, (p. 422). O lo que es lo mismo: probar que la máxima objetividad reside en no narrar nada, ni observarlo siquiera pues, como hemos dicho, la mera contemplación de un suceso desencadena un complejo procedimiento de interpretación y acomodación a los arquetipos narrativos que lo adultera y falsea. Esto encaja a la perfección con lo establecido en el ámbito físico teórico por Hawking —y en el práctico por Richard Feynman—: “Así pues, nosotros creamos la historia mediante nuestra observación en lugar de que la historia nos cree a nosotros”, (p. 160 de El gran diseño).
Sinceramente, me parece que esta novela es de una brillantez asombrosa. Una autora que me había sido calificada de “fantástica” (este es el único título suyo que he leído), pero cuya carga de fantasía no va más allá de la que suele utilizar otro Thomas (Pynchon) en sus tremendas ficciones. También sinceramente, creo que las brillantes teorías de Thomas no tendrán, al menos en el mercado hispánico, una acogida cálida, dada la esclerotización formal que aqueja tanto a escritores como a lectores. La autora es consciente de ello, llegando a decir: “Una de las paradojas de la escritura es que cuando escribes ensayo todo el mundo intenta demostrar que lo que dices está equivocado, y cuando publicas ficción todo el mundo trata de hallar la verdad en tu texto —me mordí el labio—”, (p. 433). Ya debería contentarse con ese supuesto diálogo compuesto de refutaciones e intentos de desenmascarar las partes autobiográficas —quién sabe si el todo— alrededor de su novela. Mucho me temo que este tipo de creaciones incómodas —que ofrecen una justa vara de medir para lo mayoritariamente considerado— dormiten en cajas cerradas en las trastiendas de las librerías. Al menos yo la he leído y he podido valorarla, y ahora comienza la rueda de préstamos que procurará su mejor difusión.
Anexo
Esta novela me ha recordado otra obra inmensa, Vacío perfecto, del gigante de la literatura Stanislaw Lem. Según mi edición (1988, Ediciones B), Toi es el décimo de los dieciséis libros inexistentes criticados en ella. Merece la pena traer aquí su primer párrafo:
“La novela está retrocediendo hacia el autor; es decir, está pasando de la ficción propiamente dicha a la cuestión del origen de dicha ficción. Al menos es lo que ocurre entre la vanguardia de los prosistas europeos. Los escritores se hartaron de la ficción porque perdieron la fe en su necesidad, se cansaron de ella y se convirtieron en ateos de su propia omnipotencia. Ahora ya no creen que si dicen «hágase luz», un verdadero haz de rayos luminosos cegará al lector. Sin embargo, el hecho de que cuenten cosas, de que puedan contarlas, no es, por cierto, ninguna ficción. La novela que describe su propio nacimiento fue solamente el primer paso de la retirada. Ahora ya no se escriben obras que cuentan cómo han sido creadas. ¡El protocolo de la creación concreta es también una limitación demasiado grande! Lo más actual son los libros sobre lo que se hubiera podido escribir... Del torbellino de posibilidades que bailan en su cabeza, el autor capta unos fragmentos aislados: el vagabundeo entre esos esbozos que nunca llegaron a ser obras propiamente dichas constituye en la actualidad la línea de defensa de la posición literaria. No la última, me temo, ya que los literatos empiezan a creer que las retiradas sucesivas tendrán un fin, como si condujeran, por el camino de los retrocesos, allí donde espera alerta, recóndito y misterioso, «el embrión absoluto» de toda creación, el germen del cual podrían nacer esas miríadas de obras que nunca serán escritas. Pero la idea del embrión es puramente ilusoria, porque al igual que no hay Génesis sin mundo creado, no hay creación literaria sin obra producida. Las «causas primeras» son tan inaccesibles que no existen: remontarse a ellas equivale a incurrir en el error de un regressus ad infinitum. Uno escribe un libro sobre los intentos de escribir un libro sobre los deseos de escribir un libro... y así sucesivamente.”
Recuérdese que Toi (tú, en francés) era una novela sobre los lectores, y en la crítica que de ella hacía Lem, hilarante hasta la violencia, desarrollaba una gran crueldad para con los escritores. Seurat, el falso autor, odia a los lectores como un siervo a su señor y decide vengarse de quienes considera lo humillan como a una prostituta vieja escribiendo una novela sobre ellos. Siempre según Lem, no lo consigue (habría que leer el libro original, lástima que no exista) y “lo que más sobresale en [la novela] es la soez terminología del lenguaje, notable incluso para nuestra época”. Termina recomendando al autor que se dedique “a abofetear a sus lectores delante de las puertas de las librerias”, algo que Scarlett Thomas ha conseguido metaforizar de la forma más inteligente —refutando al inexistente Seurat, quizá recogiendo el guante lanzado por Lem y lavándolo de improperios—incluyendo, además de a clientes, a proveedores: léase escritores.
Como es natural, las probabilidades de que esto lo hiciera una mujer eran bastante elevadas; el priapismo masculino tiene a concentrarse, saturnalmente, en un único punto. Ha sido Scarlett Thomas, esa clase de autora tras cuya pista se está desde hace tiempo pero ante la que uno no acaba nunca de decidirse —o rendirse—. Los prejuicios rondan la mente de quienes buscan puro y simple entretenimiento, sin mayores complicaciones. Y otros prejuicios quizá no tan diferentes mantienen alejado al lector cultureta, fascinado por quién sabe qué literaturas cuyo exotismo acaso radique en que sólo las lee él. Entre unos y otros, en esta España nuestra se lee poco y mal.
Pero, tranquilos, no tenemos la exclusiva sobre la segunda parte del resultado. Parece que también los británicos —y doy fe de ello— son expertos en lecturas imperfectas, y prefieren ficciones contadas bajo la simple y sencilla lógica aristotélica, antes que realidad no deformada por la aplicación de teoría alguna que la enrarezca, la deforme, la falsee y, en definitiva, la destroce. Tanto es así que al parecer sólo dan/damos importancia a aquello que es susceptible de contarse bajo un revestimiento trágico. En cada momento nos rodeamos de historias minúsculas que contienen en sí mismas el pack completo de planteamiento, nudo y desenlace; y si alguno de éstos falta o falla, o bien concluimos que la historia carece de interés, o investigamos para conocer su raíz (planteamiento), indagamos cómo sigue (nudo) o cómo acabó la cosa (desenlace). Pero, peculiaridades de los sistemas de referencia, las historias basadas en “hechos reales” dejan de ser realidad en el momento en que nos las contamos. La mera observación de un hecho lo modifica. Esa observación no es discreta sino que, sin poder evitarlo, se inmiscuye en el suceso, siquiera sea mediante la interpretación mental de lo que estamos viendo, y tendemos, como se ha dicho, a completarlo, a redondearlo y convertirlo en historia cerrada y, por ello, en un acontecimiento narrable. Sólo que lo narrable, lo contado o preparado para ser narrado, ya no es el suceso en sí sino su simulacro, otro hecho distinto, algo que en realidad no ha sucedido. Entonces, si transformamos “lo que nos rodea en materia de ficción, ¿termina por volverse ficticio?” (p. 180). Parece que sí: “Los tipos hablaban en la barra sobre un partido de fútbol en el que el equipo más modesto había ganado contra pronóstico o se quejaban porque una mujer se hacía de rogar. Me di cuenta de que cuando alguien se hace de rogar, ellos se están introduciendo como personajes en la historia, y escogen la que tiene el desenlace que más les gusta. Si una mujer pone un dragón entre ella y el héroe, se convierte en un obstáculo a superar. Si se va, se llama a su puerta y se le dice ‘¿qué tal si echamos un polvo?’, se convierte en una ramera: una conquista básicamente sin obstáculos y por tanto sin valor. Era como si la gente prefiriera entenderlo todo como una historia porque si no no tendría sentido. Los tipos que hablaban de fútbol querían que el partido que estaban viendo tuviera un desenlace de ‘cuento de hadas’ porque eso les resultaba un poco más satisfactorio y querían creer que los modestos también podrían vencer porque se identificaban con ellos” (p. 344).
Las razones de esta alteración de los acontecimientos a raíz de su observación la analizan Hawking y Mlodinow en su último libro El gran diseño (Crítica, 2010). A nivel cuántico —donde toda escala pierde su valor— se observan significativas alteraciones en el curso de los acontecimientos. Sí, digo acontecimientos y no movimientos porque el famoso experimento de la doble rendija demuestra que a tal nivel suceden el evento más probable y sus vecinos estadísticos. Es decir, la historia recorre todos los probables caminos y no sólo el más plausible: “la naturaleza no dicta el resultado de cada proceso o experimento ni siquiera en las situaciones más simples. Más bien, permite un número de eventualidades diversas, cada una de ellas con una cierta probabilidad de ser realizada. Es, parafraseando a Einstein, como si Dios lanzara los dados antes de decidir el resultado de cada proceso físico”. Si no somos capaces de observar este comportamiento en proporciones macroscópicas (humanas) es porque el conglomerado atómico de que está formado nuestro entorno anula los sucesos menos previsibles. Ahí es nada: si somos tan deterministas no es sólo porque luchemos denodadamente contra alteraciones históricas —narrativas— que escapan a un arquetipo mental prefijado, sino también porque estamos compuestos de partículas subatómicas cuyos fascinantes comportamientos alternativos tienden a neutralizarse entre sí. Cuando no lo hacen —por ejemplo en el Big Bang y, sobre todo, en sus momentos previos— se está ante una, así llamada, singularidad. De la que huimos.
Thomas especula en este contexto sobre la búsqueda de significado en los actos de escritura y de lectura: “Si el universo tiene algún tipo de consciencia, entonces todo en la vida es diferente. De algún modo pierdes el libre albedrío. No quiero existir en un universo con un significado fijo en el que no exista el misterio. El universo debe ser indescifrable. No deberíamos ser capaces de descubrir el significado del universo del mismo modo que no deberíamos reducir Hamlet o Ana Karenina a una frase o decir lo que ‘realmente significan’. Quiero un universo trágico, no uno bien redondeado que termine con una moraleja” (p. 410-411). Luchando contra el determinismo teóricamente demostrado por Hawking —aunque la relación entre ambas obras la tiendo yo en este texto, no Thomas, quien ni siquiera menciona el libro del físico—, se plantea el desposeimiento de significado de la historia mediante la escritura de ficción sin ficción: “La tesis del libro era el rechazo de lo que ella denominaba estructuras totalitarias en las ciencias y las humanidades, y la aceptación de la paradoja en todas las disciplinas. Comprendí que la ficción sin ficción era lo que todos los escritores realistas, yo incluida, queriamos crear: algo superauténtico y con tanta verdad emocional que no pareciera en absoluto una historia […] la ficción sin ficción sería totalmente objetiva; por fuerza tendría que serlo”, (p. 422). O lo que es lo mismo: probar que la máxima objetividad reside en no narrar nada, ni observarlo siquiera pues, como hemos dicho, la mera contemplación de un suceso desencadena un complejo procedimiento de interpretación y acomodación a los arquetipos narrativos que lo adultera y falsea. Esto encaja a la perfección con lo establecido en el ámbito físico teórico por Hawking —y en el práctico por Richard Feynman—: “Así pues, nosotros creamos la historia mediante nuestra observación en lugar de que la historia nos cree a nosotros”, (p. 160 de El gran diseño).
Sinceramente, me parece que esta novela es de una brillantez asombrosa. Una autora que me había sido calificada de “fantástica” (este es el único título suyo que he leído), pero cuya carga de fantasía no va más allá de la que suele utilizar otro Thomas (Pynchon) en sus tremendas ficciones. También sinceramente, creo que las brillantes teorías de Thomas no tendrán, al menos en el mercado hispánico, una acogida cálida, dada la esclerotización formal que aqueja tanto a escritores como a lectores. La autora es consciente de ello, llegando a decir: “Una de las paradojas de la escritura es que cuando escribes ensayo todo el mundo intenta demostrar que lo que dices está equivocado, y cuando publicas ficción todo el mundo trata de hallar la verdad en tu texto —me mordí el labio—”, (p. 433). Ya debería contentarse con ese supuesto diálogo compuesto de refutaciones e intentos de desenmascarar las partes autobiográficas —quién sabe si el todo— alrededor de su novela. Mucho me temo que este tipo de creaciones incómodas —que ofrecen una justa vara de medir para lo mayoritariamente considerado— dormiten en cajas cerradas en las trastiendas de las librerías. Al menos yo la he leído y he podido valorarla, y ahora comienza la rueda de préstamos que procurará su mejor difusión.
Anexo
Esta novela me ha recordado otra obra inmensa, Vacío perfecto, del gigante de la literatura Stanislaw Lem. Según mi edición (1988, Ediciones B), Toi es el décimo de los dieciséis libros inexistentes criticados en ella. Merece la pena traer aquí su primer párrafo:
“La novela está retrocediendo hacia el autor; es decir, está pasando de la ficción propiamente dicha a la cuestión del origen de dicha ficción. Al menos es lo que ocurre entre la vanguardia de los prosistas europeos. Los escritores se hartaron de la ficción porque perdieron la fe en su necesidad, se cansaron de ella y se convirtieron en ateos de su propia omnipotencia. Ahora ya no creen que si dicen «hágase luz», un verdadero haz de rayos luminosos cegará al lector. Sin embargo, el hecho de que cuenten cosas, de que puedan contarlas, no es, por cierto, ninguna ficción. La novela que describe su propio nacimiento fue solamente el primer paso de la retirada. Ahora ya no se escriben obras que cuentan cómo han sido creadas. ¡El protocolo de la creación concreta es también una limitación demasiado grande! Lo más actual son los libros sobre lo que se hubiera podido escribir... Del torbellino de posibilidades que bailan en su cabeza, el autor capta unos fragmentos aislados: el vagabundeo entre esos esbozos que nunca llegaron a ser obras propiamente dichas constituye en la actualidad la línea de defensa de la posición literaria. No la última, me temo, ya que los literatos empiezan a creer que las retiradas sucesivas tendrán un fin, como si condujeran, por el camino de los retrocesos, allí donde espera alerta, recóndito y misterioso, «el embrión absoluto» de toda creación, el germen del cual podrían nacer esas miríadas de obras que nunca serán escritas. Pero la idea del embrión es puramente ilusoria, porque al igual que no hay Génesis sin mundo creado, no hay creación literaria sin obra producida. Las «causas primeras» son tan inaccesibles que no existen: remontarse a ellas equivale a incurrir en el error de un regressus ad infinitum. Uno escribe un libro sobre los intentos de escribir un libro sobre los deseos de escribir un libro... y así sucesivamente.”
Recuérdese que Toi (tú, en francés) era una novela sobre los lectores, y en la crítica que de ella hacía Lem, hilarante hasta la violencia, desarrollaba una gran crueldad para con los escritores. Seurat, el falso autor, odia a los lectores como un siervo a su señor y decide vengarse de quienes considera lo humillan como a una prostituta vieja escribiendo una novela sobre ellos. Siempre según Lem, no lo consigue (habría que leer el libro original, lástima que no exista) y “lo que más sobresale en [la novela] es la soez terminología del lenguaje, notable incluso para nuestra época”. Termina recomendando al autor que se dedique “a abofetear a sus lectores delante de las puertas de las librerias”, algo que Scarlett Thomas ha conseguido metaforizar de la forma más inteligente —refutando al inexistente Seurat, quizá recogiendo el guante lanzado por Lem y lavándolo de improperios—incluyendo, además de a clientes, a proveedores: léase escritores.
4 comentarios:
Hay un capítulo en mi libro preferido, El libro de los coscorrones, El cascayu dorado, El tigre encerriscado en su mandala, en fin, tiene muchos nombres y tambien capítulos, me refiero al sesenta y dos que durante las primeras lecturas no me gustaba, encontraba la primera nota pretenciosa y la segunda levemente obscena. Sodomizar lectores no era la idea que yo tenía de una prosa perfecta, ahora cada día entiendo mejor todas esas cosas que nos llegan de la perfumada Copenhague.
En todo caso, lo que Thomas hace es tan metafórico que casi nadie lo notará. Mediante una descripción objetiva de por qué narramos como narramos, este es el estilo de sus bofetadas.
Yo también tenía a Thomas como una escritora de fantástico y de hecho después de leer la que creo recordar que fue su primera novela "El fin de Mr. Y" pospuse indefinidamente la segunda, "PopCo", pensando que tomaría partido por el HarryPottismo. Me alegra descubrir que no ha sido así. Hoy me has hecho cambiar de opinión. Pero me das mucho trabajo; me tengo que leer este que comentas, el anterior y replantearme la calidad de la lectura que hice de su primera novela hace ya algunos años. Afortunadamente por entonces todavía me gastaba los dineros en esta cosa de los libros y lo tengo a mano. Creo.
Anónimo, voy a pensar que hablas de Cortazar, de Rayuela y de "62 modelo para armar".
Seguramente leíste bien, y sea la Thomas la que se ha enderezado. O que lo que tomabas por fantástico en realidad era un disfraz.
Si vas a leerlo, te aconsejo complementar la lectura con los otros dos mencionados en el post.
Un abrazo.
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