Hace un par de semanas se presentó un libro en Barcelona mediante el método siguiente: (1) los asistentes se tomaron los vinos y las aceitunas; (2) los asistentes aplaudieron; (3) el autor leyó pasajes del libro; (4) el presentador presentó al autor; (5) los asistentes se marcharon del local andando hacia atrás, como si en realidad estuvieran llegando. Aquella presentación comenzó por el final, como las generaciones literarias, que arrancan, por así decir, de forma potencial, sin hechos tangibles que la avalen. Primero unas señales de humo, y después, quizá, todo lo demás.
¿Cómo supe de la existencia de algo llamado generación beat? Como forense, puesto que llegué cuando la fiesta había acabado. Primero leí En la carretera, de Jack Kerouac. Luego seguí con El almuerzo desnudo, de Burroughs. Volví a Kerouac: La vanidad de los Dulouz y Los vagabundos del Dharma. Y luego terminé de emborracharme con una minibacanal Burroughs: Yonqui, Marica y Nova Express… hasta que me cansé de él, del otro y de lo beat, por lo que supe mucho después, sin llegar a apreciar lo mejor.
Y ahora llega a mis manos este libro, La generación beat, como regalo del editor de Ariel. Lo leí hace semanas con interés e intensidad crecientes. Desde hace unos meses practico el lectozapping, que consiste en cambiar constantemente de lectura si la que tengo entre las manos no consigue interesarme (no confundir con el popular “enganchar”), práctica posible gracias a las bibliotecas, en las que están todos los libros de antes y de ahora, y si no encuentras uno, lo pides y te lo traen—a este tipo de bienestar le quedan, literalmente, dos telediarios—. La cosa es que comencé a leer el libro para cubrir una laguna de incultura y desterrar leyendas urbanas pero también como medio de consulta y referencia: buscando esos libros y autores que pasé por alto en el período de lectura beat. Y ya en la página cinco aparece uno, John Clellon Holmes, cuya novela Go fue, según Bruce Cook, la fundadora de todo lo beat que vino después —novela que recientemente ha sido publicada por Ediciones Escalera y que al buscarla en la biblioteca y no encontrarla, decido pedirla, a ver si llega antes que se den cuenta del gasto exagerado en desideratas ocasionado por un único usuario.
Y las referencias, como en todo buen libro que analice a fondo un asunto de esta magnitud, se disparan. Por ejemplo, el tema del vagabundeo puesto de moda por Kerouac estaba prefigurado tanto en la tradición social norteamericana como en la literaria: Twain, London, Bellow, Hemingway, Steinbeck, Conroy. Surge el nombre de Chandler Brossard y su novela The Bold Saboteurs que trae el que parece ser el primer personaje hipster de la historia. Aparece, cómo no, Allen Ginsberg y su célebre Aullido. Se le da a Norman Mailer —sí, a Mailer— el lugar que merece en la defensa —literaria y literal: en el ámbito jurídico— que hizo de los beats y de sus obras y cuyo su ensayo The White Negro sentó las bases escritas de la filosofía hispter. Hay lecturas poéticas, viajes, concentraciones y miseria, relatos legendarios sobre formas de escribir excéntricas, drogas, mística, sabiduría y muerte. El autor del ensayo, Bruce Cook, se ocupa de ir entrevistando a las celebridades integradas periodísticamente en este invento generacional. Se ocupa de poner en relación la revolución beat americana con el underground inglés, de fijar las raíces del movimiento hippie en él y de desvincular la experimentación con drogas de sus fundamentos ideológicos, atribuyéndola al entorno académico de investigación de donde realmente surgió. Y desmitifica Woodstock, donde estuvo personalmente y pudo comprobar cómo las prácticas periodísticas a menudo dan una imagen embellecida e ideal de algo que, en aquel caso, estuvo a punto de convertirse en un desastre humanitario.
La pregunta que surge es: ¿hubo en realidad algo llamado generación beat, o todo fue un invento de los periodistas culturales de la época, quizá ávidos de noticias que rompieran un panorama un tanto aburrido y envarado? Conforme leía el ensayo de Cook la sensación era esta última, y sin embargo ahí están las grandes novelas de Kerouac y Burroughs y los poemas de Ginsberg. Y también el hecho de que la influencia de estos escritores tanto en sus contemporáneos como en posteriores es indudable. Por ejemplo —y aunque pueda parecer irrelevante, no lo es en absoluto—, en la página 215 Burroughs le cuenta a Cook su experiencia como exterminador de ratas en Chicago y no pude evitar acordarme de Tristan Egolf, un escritor excelente que se suicidó en 2005, cuando contaba 33 años. En su momento leí las dos novelas suyas traducidas al español: El amo del corral y La chica y el violín. Son dos obras que, de forma distinta, tratan del desarraigo, y en ambas los protagonistas dedican un corto período de sus vidas a matar ratas a granel a cambio de un salario miserable. El tono de Egolf es una clara evolución de ciertos aspectos de lo beat mezclado con lo outsider y remasterizado con el activismo político —y además de estar magníficamente escritas, son unas novelas divertidísimas. Básicamente parece que la entrada temática de la vida basura, la protesta como leitmotiv, la lucha contra el establishment y las actitudes vitales descarnadas adquirieron carta de naturaleza masiva a raíz de la generalización de la escritura beat.
Con todo, la virtud principal de este ensayo reside en el conocimiento que transmite de algo deslavazado e impreciso, en la unidad que consigue y en la idea de que tanto detrás como al lado de los tres escritores más famosos en que se sustenta el concepto beat en el imaginario popular hay toda una pléyade de personajes y, lo que quizá sea más importante a nuestros efectos, de literatura aún no descubierta al lector español. Ya sea para adquirir de primera mano ese conocimiento, ya para escarbar en posibles oportunidades comerciales, la utilidad de este tipo de libros es indudable. En el índice onomástico aparece un puñado de nombres de escritores cuyas obras no han sido traducidas al castellano —un cuidadoso análisis de este índice podría dar pie a la creación de una colección de libros específica y muy valiosa—, y si hay que dar crédito a la opinión literaria de Cook, los calificativos que utiliza para ensalzar estas perlas desconocidas son más que suficientes para acometer ese trabajo.
Queda una advertencia por hacer. Este ensayo lo publicó por primera vez en España, en 1974, Barral Editores con traducción de la poeta venezolana Esdrás Parra. No se trata de la mejor traducción del inglés al español que haya leído, pero no a un nivel que dificulte o haga incómoda la lectura, y Ariel ha respetado el trabajo de Parra excepto en la traducción de algunos poemas que al parecer necesitaban una revisión profunda. Estamos, pues, ante una rareza bibliográfica por partida doble, apta para quienes quieran ir más allá de la mera curiosidad por una generación que ayudó a romper la rigidez que todavía en la década de los 50 del siglo pasado hacía del oficio literario —leer y/o escribir— una ocupación más propia de entornos académicos que de gente normal, gente sin mayores pretensiones que disfrutar de ese oficio seductor que es la literatura.
¿Cómo supe de la existencia de algo llamado generación beat? Como forense, puesto que llegué cuando la fiesta había acabado. Primero leí En la carretera, de Jack Kerouac. Luego seguí con El almuerzo desnudo, de Burroughs. Volví a Kerouac: La vanidad de los Dulouz y Los vagabundos del Dharma. Y luego terminé de emborracharme con una minibacanal Burroughs: Yonqui, Marica y Nova Express… hasta que me cansé de él, del otro y de lo beat, por lo que supe mucho después, sin llegar a apreciar lo mejor.
Y ahora llega a mis manos este libro, La generación beat, como regalo del editor de Ariel. Lo leí hace semanas con interés e intensidad crecientes. Desde hace unos meses practico el lectozapping, que consiste en cambiar constantemente de lectura si la que tengo entre las manos no consigue interesarme (no confundir con el popular “enganchar”), práctica posible gracias a las bibliotecas, en las que están todos los libros de antes y de ahora, y si no encuentras uno, lo pides y te lo traen—a este tipo de bienestar le quedan, literalmente, dos telediarios—. La cosa es que comencé a leer el libro para cubrir una laguna de incultura y desterrar leyendas urbanas pero también como medio de consulta y referencia: buscando esos libros y autores que pasé por alto en el período de lectura beat. Y ya en la página cinco aparece uno, John Clellon Holmes, cuya novela Go fue, según Bruce Cook, la fundadora de todo lo beat que vino después —novela que recientemente ha sido publicada por Ediciones Escalera y que al buscarla en la biblioteca y no encontrarla, decido pedirla, a ver si llega antes que se den cuenta del gasto exagerado en desideratas ocasionado por un único usuario.
Y las referencias, como en todo buen libro que analice a fondo un asunto de esta magnitud, se disparan. Por ejemplo, el tema del vagabundeo puesto de moda por Kerouac estaba prefigurado tanto en la tradición social norteamericana como en la literaria: Twain, London, Bellow, Hemingway, Steinbeck, Conroy. Surge el nombre de Chandler Brossard y su novela The Bold Saboteurs que trae el que parece ser el primer personaje hipster de la historia. Aparece, cómo no, Allen Ginsberg y su célebre Aullido. Se le da a Norman Mailer —sí, a Mailer— el lugar que merece en la defensa —literaria y literal: en el ámbito jurídico— que hizo de los beats y de sus obras y cuyo su ensayo The White Negro sentó las bases escritas de la filosofía hispter. Hay lecturas poéticas, viajes, concentraciones y miseria, relatos legendarios sobre formas de escribir excéntricas, drogas, mística, sabiduría y muerte. El autor del ensayo, Bruce Cook, se ocupa de ir entrevistando a las celebridades integradas periodísticamente en este invento generacional. Se ocupa de poner en relación la revolución beat americana con el underground inglés, de fijar las raíces del movimiento hippie en él y de desvincular la experimentación con drogas de sus fundamentos ideológicos, atribuyéndola al entorno académico de investigación de donde realmente surgió. Y desmitifica Woodstock, donde estuvo personalmente y pudo comprobar cómo las prácticas periodísticas a menudo dan una imagen embellecida e ideal de algo que, en aquel caso, estuvo a punto de convertirse en un desastre humanitario.
La pregunta que surge es: ¿hubo en realidad algo llamado generación beat, o todo fue un invento de los periodistas culturales de la época, quizá ávidos de noticias que rompieran un panorama un tanto aburrido y envarado? Conforme leía el ensayo de Cook la sensación era esta última, y sin embargo ahí están las grandes novelas de Kerouac y Burroughs y los poemas de Ginsberg. Y también el hecho de que la influencia de estos escritores tanto en sus contemporáneos como en posteriores es indudable. Por ejemplo —y aunque pueda parecer irrelevante, no lo es en absoluto—, en la página 215 Burroughs le cuenta a Cook su experiencia como exterminador de ratas en Chicago y no pude evitar acordarme de Tristan Egolf, un escritor excelente que se suicidó en 2005, cuando contaba 33 años. En su momento leí las dos novelas suyas traducidas al español: El amo del corral y La chica y el violín. Son dos obras que, de forma distinta, tratan del desarraigo, y en ambas los protagonistas dedican un corto período de sus vidas a matar ratas a granel a cambio de un salario miserable. El tono de Egolf es una clara evolución de ciertos aspectos de lo beat mezclado con lo outsider y remasterizado con el activismo político —y además de estar magníficamente escritas, son unas novelas divertidísimas. Básicamente parece que la entrada temática de la vida basura, la protesta como leitmotiv, la lucha contra el establishment y las actitudes vitales descarnadas adquirieron carta de naturaleza masiva a raíz de la generalización de la escritura beat.
Con todo, la virtud principal de este ensayo reside en el conocimiento que transmite de algo deslavazado e impreciso, en la unidad que consigue y en la idea de que tanto detrás como al lado de los tres escritores más famosos en que se sustenta el concepto beat en el imaginario popular hay toda una pléyade de personajes y, lo que quizá sea más importante a nuestros efectos, de literatura aún no descubierta al lector español. Ya sea para adquirir de primera mano ese conocimiento, ya para escarbar en posibles oportunidades comerciales, la utilidad de este tipo de libros es indudable. En el índice onomástico aparece un puñado de nombres de escritores cuyas obras no han sido traducidas al castellano —un cuidadoso análisis de este índice podría dar pie a la creación de una colección de libros específica y muy valiosa—, y si hay que dar crédito a la opinión literaria de Cook, los calificativos que utiliza para ensalzar estas perlas desconocidas son más que suficientes para acometer ese trabajo.
Queda una advertencia por hacer. Este ensayo lo publicó por primera vez en España, en 1974, Barral Editores con traducción de la poeta venezolana Esdrás Parra. No se trata de la mejor traducción del inglés al español que haya leído, pero no a un nivel que dificulte o haga incómoda la lectura, y Ariel ha respetado el trabajo de Parra excepto en la traducción de algunos poemas que al parecer necesitaban una revisión profunda. Estamos, pues, ante una rareza bibliográfica por partida doble, apta para quienes quieran ir más allá de la mera curiosidad por una generación que ayudó a romper la rigidez que todavía en la década de los 50 del siglo pasado hacía del oficio literario —leer y/o escribir— una ocupación más propia de entornos académicos que de gente normal, gente sin mayores pretensiones que disfrutar de ese oficio seductor que es la literatura.
1 comentario:
¿Seguro que lo de la presentación "invertida" fue en Barcelona? ¿No sería en Madrid? ;-)
http://es.paperblog.com/contrapresentacion-del-libro-de-relatos-fricciones-de-pablo-martin-741346/
Publicar un comentario