19 oct 2011

Entrevistas breves con hombres repulsivos

Mondadori lleva meses amenazando con publicar la traducción de El rey pálido, la novela inconclusa de David Foster Wallace, pero ya, por fin, el 17 de noviembre podremos abalanzarnos sobre un ejemplar para devorarlo y, quizá, terminar su trabajo. Hay que ponerse metas complicadas. Abandonar los sudokus y la narrativa barata. Los objetivos a corto plazo devuelven granos de alegría y tedio inmediato. Ya basta de quejas, quizá no podamos levantar el PIB pero eso no significa que estemos dormidos. Podríais empezar por dejar de leer pamplinas y poneros al día.

Porque mientras las amenazas de revelaciones literarias se suceden y el mercado agoniza bajo su propio peso y las generaciones de escritores nacen, se publicitan y mueren sin obra publicada, cada vez hay menos lectores de interiores y más expertos en títulos, nombres de autores y, acaso, resúmenes de contraportadas. Ese es el paisaje. Un villorrio cuya mitad no conoce a David Foster Wallace, una cuarta parte lo odia profundamente (luego ofreceremos razones plausibles de tal odio) y la restante dice haberlo leído sin en realidad haberlo leído. De tal forma que es lógico que Mondadori tenga miedo de lo que vaya a pasar con esta novela de DFW y haya ido postergando su publicación en favor de terrenos que imagina más seguros: hacer propios los descubrimientos ajenos, y dar prioridad y fanfarria al producto hispánico en la ilusa creencia de que somos chovinistas, cuando lo cierto es todo lo contrario.

Este texto es más apropiado para lectores vírgenes de David Foster Wallace (sólo repetiré el nombre completo una vez más y luego abreviaré con DFW), y si algún experto cae aquí por error o aburrimiento o por estar inmerso en un bucle monomaníaco, le recomiendo que se largue y lea esto. Por virgen quiero decir que no lo haya leído nunca, o un poco —o crea que mucho— pero dando tumbos y renegando o directamente echando pestes. Mis libros de David Foster Wallace han sido prestados muchas veces y a diferentes amigos y familiares, nunca bajo petición sino como recomendación, por así decirlo, coercitiva o aprovechando momentos de debilidad ajena (amigos hospitalizados). Y la respuesta ha sido siempre negativa (con diferentes variantes eufemísticas: “pse”, “curioso”, “joder” (con doble sentido), “muy chulo”, “¿tienes algo de Federico Moccia?”…) porque la narrativa de DFW venía/viene a tocar varias fibras y órganos de los intocables si no media el consentimiento y aun el deseo de que sean “tocados”. Algo que sucede particularmente en Entrevistas breves con hombres repulsivos (en adelante EBcHR).

Sin ser EBcHR la obra de mayor envergadura de DFW, en sus poco más de 300 páginas pone contra las cuerdas un tema tan capital como las relaciones humanas mediante una penetración afilada y retorcida en los porqués de ciertos comportamientos universales. DFW ejerció siempre de antropólogo y en este libro se centra principalmente en el contacto de hombres con mujeres pero también golpea el de padres con hijos; sin olvidar sus penetrantes e inolvidables disquisiciones sobre la “mierda psíquica” padecida por las protagonistas de los relatos “La mujer deprimida” y “El suicidio como una especie de regalo” —y también en cierta medida la de “Mundo Adulto I”—. En EBcHR, tras llegar al punto y final de un relato, las materias quedan fatigadas, noqueadas, muertas. Esta manera de hacer literatura podría ubicarse en la corriente del agotamiento que definiera John Barth (acudiendo al dato preciso de las 1.208 páginas de La broma infinita), pero diría que el adjetivo es más merecido o ajustado por llevar las cuestiones tratadas hasta la extenuación. Salvando las distancias generacionales, estilísticas y, sobre todo, en mi opinión, de impronta marcada y herencia transmitida a la historia y canon(es) de la literatura, podrían encontrarse semejanzas entre su estrategia del colapso temático-narrativo y la táctica del abundamiento practicada por Javier Marías. Con la diferencia de que en DFW la exhaustividad es un hecho objetivo y en Marías un deseo subjetivo; en aquél una necesidad y en éste una pose; en el americano muerto una total exposición de pensamiento, sentimiento e incluso sufrimiento y en el académico español un ansia de embellecimiento extremo de su prosa con el principal objetivo de epatar al lector —y quizá de mirarse el escritor en ella—. Sin embargo la analogía es pertinente, ambos escritores exprimen una idea al máximo (siendo Marías el que no se arredra en hacer explícita la técnica —por si a alguien le cupiera alguna duda— en su célebre trilogía Tu rostro mañana: cuando el presciente protagonista es varias veces preguntado acerca de las proyecciones de comportamiento de un sujeto sometido a análisis: “Qué más”; es decir, “Qué más ves, sigue contando, no pares, agota el tema”). Marías va tirando de analogías y diccionario para desarrollar una temática hasta sus últimas consecuencias. Por el contrario, en EBcHR la sensación es que DFW ha inventado muy poco de lo escrito porque la narrativa es introspectiva —aunque la cubra con la ligereza de la anécdota ajena— y de reflexión sociológica y también, como se verá, de experiencia sufrida en propia carne.


Los relatos que dan nombre al volumen consisten básicamente en falsos monólogos masculinos de situación. Costumbristas, podría decirse, por cuanto expresan un agudo análisis social y relacional a veces genérico (abandono, enfrentamiento, narcisismo, simulacro, falsedad, hipocresía) y otras específico (religioso, violencia, demencia, atracción). El objetivo es diáfano: dar cuenta de cuán repulsivos y odiosos pueden ser —y de hecho, son— los hombres en cuanto a sus relaciones con las mujeres. Podría parecer un tema vulgar y trillado, pero en manos de DFW, tanto por su acercamiento situacional como por el tratamiento estilístico elegido, además de por la totalidad y pormenorización ya mencionadas, las “entrevistas” se convierten en artificios narrativos brutalmente fascinantes además de certeros. Sin riesgo de equivocarme, diría que toda mujer “de hoy” obtendría de su lectura unas cuantas buenas conclusiones. Los hombres no, pues DFW nos cuenta cosas que ya sabíamos que sabíamos o que, en algunos casos muy ingenuos o muy bestias —y parafraseando de nuevo a Marías—, “no sabíamos que sabíamos”.

La otra mitad del volumen está dedicada, en general, al variopinto asunto “femenino” y familiar. Cabe destacar el claustrofóbico “La mujer deprimida”, donde se narra el negativo bucle emocional de la protagonista en relación a sus padres, su psiquiatra y lo que DFW denomina su “Sistema de Apoyo”, constituido por un reducido grupo de antiguas amistades suyas a las que telefonea a cualquier hora del día o de la noche en llamadas de larga distancia para vomitar sus cuitas y en busca de apoyo y consuelo. La depresión crónica que padece la arrastra hacia un egoísmo turbulento e intransigente que hace inviable cualquier esperanza de recuperación. DFW conocía muy bien la semiótica de la depresión por haberla sufrido él mismo durante más de dos décadas. Desde el link del tercer párrafo se accede a un gran artículo recientemente publicado en New York Magazine donde además de narrarse los accesos violentos del escritor en su relación con la escritora Mary Karr se dan detalles acerca de la sintomatología y torturas anímicas a las que DFW estuvo sometido durante la mayor parte de su vida. Ahí pueden leerse detalles tan sorprendentes como que [DFW] “no tuvo una hora de seguridad en sí mismo en toda su vida”. Es decir, la profundidad con que trataba los temas que tocaba, en este caso la depresión aguda, estaba fundamentada en un conocimiento propio, y no vicario, de la materia. En otro punto del texto se cuentan las terribles discusiones que tenía con Karr, a quien, en un arranque de furia, llegó a obligar a bajarse del coche en un barrio peligroso, dejándola allí para que volviera a casa andando. Cabe, pues, pensar que también conocía de primera mano algunas de las actitudes repulsivas que pone magistralmente en escena en varios de los personajes de EBcHR.

Mención especial merecen los relatos para los que DFW, sin abandonar nunca el fin último narrativo, prefirió utilizar estilos y abordajes insólitos. Sería fácil decir que en esas ocasiones (“Mundo Adulto II”, “Rotulus Praeteritus”, “Tri-Stan: He vendido a Sissee Nar a Ecko”) el escritor delira o, al decir de muchos, echa mano de una pose de experimentación deliberada con el objetivo de ser/parecer más vanguardista que ningún otro. Pero nada más lejos de la realidad: ni desvarío ni extremismo sino mera voluntad de manifestar que la forma no está reñida con el fondo, es decir, con el arte de contar historias. La forma en DFW forma parte de su dinámica narrativa. Sin ella el relato (entiéndase los relatos) no sería el mismo. Continuaría siendo un magnífico relato, aunque desprovisto de esa singular potencia para entusiasmar al lector y no dejarlo indiferente ante lo narrado. Lectores acostumbrados a tonos tenues y débiles quizá puedan sentirse inicialmente agobiados por la energía que emanan las frases de DFW; los mismos lectores que, quizá, abominan de todo aquello que les suponga un esfuerzo intelectual superior a cascar un huevo sin perder la yema.

Lo que me lleva al lector español. La principal carencia que tiene el lector medio español al enfrentarse a la narrativa de EBcHR radica en sus escasos pertrechos sintácticos (los del lector) y su necesidad acuciante de que tanto fraseo como temática sean asumibles en medio de una cacofonía ambiental considerable (pero si está en un lugar tranquilo lo más seguro es que se quede frito; al final los libros inteligentes siempre se le caen de las manos). También tiene que ver con algo ya mencionado: DFW va a decirte algo que ya sabes o deberías saber pero que no quieres reconocer que sabes porque ese conocimiento te compromete con la persona que más quieres: tú mismo. Va a decírtelo de tal forma y con tal tono que jamás lo vas a olvidar. Las conclusiones de DFW molestan, hacen daño, su nivel de honestidad —y la paulatina conquista empática que alcanza conforme te internas en su narrativa— es tan alto que no caben refutación ni controversia. Y eso jode. Además, si eres escritor o has pensado alguna vez en serlo, leerlo va a darte la medida de una posibilidad tan complicada de alcanzar que probablemente renuncies —o lo pienses muy seriamente— a cejar en un empeño que ahora te parecerá absurdo. Muchos antes que tú lo pensaron, algunos lo han hecho, y no ha pasado nada.

Reconócelo, todo eso te molesta. Un huevo.

10 comentarios:

La sargento Margaret dijo...

Soy virgen, en DFW, y me ha impresionado tu reseña. Pero también me voy a leer lo del NY Mag, soy morbosa.
Lo de:
"va a decirte algo que ya sabes o deberías saber pero que no quieres reconocer que sabes porque ese conocimiento te compromete con la persona que más quieres: tú mismo."
Te ha quedado "niquelao".
Un abrazo y gracias
La sargento Margaret

José Luis Amores dijo...

Querida Margaret, tengo la intención (aunque quizá no las suficientes ganas) de comentar aquí TODOS los libros de DFW, incluida "La broma infinita". Mondadori me ha prometido que si lo hago me enviarán gratis un ejemplar de "El rey pálido" y otro sorpresa pero que yo sé que será el de las viñetas de El roto.

Aviso porque luego dicen por ahí que si uno.

En todo caso leer a DFW viene muy bien para enterarse de una vez por todas de qué iba la literatura que iba a venir pero se quedó en nada porque a este tipo se le fue la vida detrás de una cuerda. Una lástima porque desde entonces ya nada fue igual. Leer a DFW y coger otro libro después, casi cualquiera, es como beber Don Simón a los postres tras haberse ventilado un Vega Sicilia.

Abrazos.

Pilar dijo...

Sí, la verdad es que tus reseñas invitan a tomar nota. Y mi lista de anotaciones empieza a ser kilométrica. Menos mal que siempre aciertas.
Tampoco he leído nada de DFW. ¿No eras tú quien decía que te hundías en la ignorancia cuando te dabas cuenta de lo que te faltaba por leer? Pues yo estoy mucho más abajo. Snif.

Un abrazo.

José Luis Amores dijo...

Pero este es más fácil, Pilar. En la biblioteca lo tienen seguro. Pídelo prestado y lee un relato, dos. Si te inquieta, te asusta o te gusta, sigue adelante. Si te quedas igual, devuélvelo.

Abrazos.

Pilar dijo...

No me refería a las lecturas pendientes, José Luis. Mi ignorancia se debe a los autores que no he leído y que no debería haber pasado por alto. Snif. Hala, voy a llorar otro rato. Que hoy, con tantas noticias, no paro.

José Luis Amores dijo...

Por un lado: derecho a conocer, no deber de conocer.

Por otro: la ignorancia es la gasolina que mueve el interés.

Juan Almohada dijo...

A mí me ocurre algo parecido con Foster Wallace. Cada línea suya que leo es como una bofetada en los morros. Un empujón a la pila de libros aún por leer. Esa tía despampanante que no te conviene pero no puedes dejar porque te tiene sorbido el seso.

Leeré pronto EBcHR. Curiosamente, me llegó el otro día junto con “Residuos”, y con que esté la mitad de bien que (por poner dos ejemplos) “Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer” o “Gran hijo rojo” (el espléndido ensayo sobre la industria del porno que abre “Hablemos de langostas”) ya habré invertido mi tiempo leyendo algo que, como bien dices, es literatura con mayúsculas.

José Luis Amores dijo...

Después de espiarte tras la ventana durante algunos meses (sí, era yo, mierda, no aguanto más sin dar la cara), creo conocer tu olfato literario. EbcHR no te va a gustar, Almohada, no: ¡¡VAS A ESTAR PERMANENTEMENTE ERECTO DURANTE TODA LA LECTURA, TE DURE LO QUE TE DURE SIEMPRE DURA!!

A ver si queda claro de una vez, coño, puta, joder.

- Anabella - dijo...

Estoy enfadada con Mondadori. tengo meses, meses y meses buscando la broma infinita y siguen diciendome que ellos no publican ese autor

me siento agravada.

José Luis Amores dijo...

Si te sientes con fuerzas de leerlo en inglés, te lo presto.

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