Me llamo Poor, Paul Poor, y soy socio de Míster Standard en Standard & Poor’s. Somos conocidos por esa parte de nuestro trabajo que consiste en poner nota a las deudas de los demás. Es nuestra forma de marcar, de anticipar la probabilidad de que quien deba dinero pueda pagarlo a su vencimiento. Una tarea nada fácil ni agradable. Siempre que finalizo uno de mis cálculos y resulta negativo me lo pienso mucho antes de hacerlo público. Soy consciente de que en esta época de honor devaluado manda la nobleza del dinero. Y a nosotros nos toca decidir su rango.
La tarea nos la dividimos de la siguiente forma: Standard, que es un tipo alto, guapo, atlético, millonario y de buena familia, se encarga de analizar y calificar los pasivos de los muy obviamente ricos; yo —1,70, prognático, leptosómico, personaje de Steinbeck y hijo de hijo de quienes hicieron suyos los efectos de la Gran Depresión— asumo el resto del trabajo. Sin embargo las acciones de la empresa se reparten de manera inversamente proporcional a las molestias asumidas para que suba su valor. Puede parecer injusto pero siempre ha sido así. Quien más tiene lo tiene todo más fácil, Paul, dice Standard fumándose un habano mientras yo lío un Lucky Strike. Por cierto, añade, ¿cómo va ese asunto griego? Nunca tuve nada, por lo que aun debo darle las gracias por haberme incluido en el accionariado de la compañía sin poner un dólar.
Nuestra asociación se fundamenta en su fortuna y en mis conocimientos sobre la pobreza. Él sabe de tenerlo (dinero) y yo de lo contrario. Nos conocimos en la calle, cuando yo hacía prácticas de marketing pertrechado de un platillo y un cartón en el que aquel día había escrito “I’m Poor”. El salía de Tiffany’s, seguido de su chófer cargado de bultos envueltos en papel de regalo, y tropezó con el platillo que, por suerte, aún estaba vacío. Standard reparó en mi presencia y dijo, con esa mueca característica suya, Hum, I can see you are poor, a la par que se rascaba el interior del bolsillo. Yes, sir, respondí, my name is Poor, Paul Poor. Oh, fantastic, dijo, y me invitó a merendar.
Como hacía un tiempo magnífico, nos sentamos en la terraza de un Club cercano. Pidió un té para él, y yo café capuccino, agua con gas, un sándwich club, agua sin gas, tortitas con nata y sirope de caramelo, tarta de queso, zumo de naranja y brownie con helado de vainilla. Y estaba Standard contándome sobre su último safari en Kenia, y yo buscando la oportunidad de llamar al camarero para pedirle unas bolsitas de kétchup y rematar la decoración del sándwich, cuando me doy cuenta de que dos parejas sentadas en una mesa cercana se estaban levantando sigilosamente con el objetivo de marcharse sin pagar. Le dije a Standard: Esos de ahí van a largarse sin abonar la cuenta. ¿Y cómo puede usted saberlo?, preguntó. Por experiencia, Míster Standard, mucha experiencia. Y de la afortunada predicción de aquel sinpa salió la idea de la agencia de calificación de riesgos hoy mundialmente conocida como Standard & Poor’s. Después han copiado el concepto los advenedizos de Moody’s y los catetos de Fitch y algunos otros, pero nosotros fuimos los primeros y, huelga decirlo, somos los mejores.
El problema es que nunca hemos (en realidad he) tenido tanto trabajo como desde hace tres años. Mirara donde mirase, analizara lo que analizase, sólo veía impagos potenciales. Todos tenían deudas y casi nadie dinero para pagarlas. En una situación así, generalizada, el nivel de exigencia desciende y el ambiente general es más proclive a dar largas. En teoría las calificaciones no deberían variar porque las malas expectativas —es un hecho— son mundiales. Si acaso a un par de empresas chinas y a algún gánster ruso podría premiárseles con una triple A, pero sin sentar precedentes ni aceptar sobornos. No obstante Standard, que nunca quiso atender mis solicitudes de ayuda cuando las cosas iban bien y los tripletes valían lo que ahora un euro, se empeñó en contratar refuerzos e inundó mi otrora tranquilo departamento con una horda de becarios de Stanford, Harvard y Yale. Que por supuesto no tenían ni idea de cómo manejar el asunto. Protesté, pero estoy en desventaja en el Consejo de Administración (formado por él y yo mismo, que me encargo de traer los cafés). Así que ahora tenía a mi cargo a todos estos dummies ansiosos por cambiar el mundo. Y se pusieron a ello.
Veintitrés años tenía el que amaneció con la genial idea de declarar basura la deuda griega. Se excusó en que estaba cabreado por que la novia lo había abandonado por otra. A mí el griego nunca me gustó demasiado. Me refiero al idioma. Pero no tanto como para sumir a todo un país en el caos y la miseria. Luego supe que el chaval era el futuro de Standard y la novia, su hija. Pero en lugar de despedirlo por la pérdida de su condición de allegado potencial, le encargó el rescate de su, como la llama, bollito de las, dijo, libidinosas redes de Lesbia. No se le ha vuelto a ver el pelo (al joven despechado), aunque seguimos ingresándole la nómina todos los primeros de mes.
Ha pasado el tiempo y he ido comiéndome los sucesivos marrones causados por el efecto dominó griego. Donde antes veía un equilibrio digno ahora descubro enormes agujeros negros. Ayer éramos famosos por confeccionar la lista ordenada y pulcra de las 500 mejores y más ricas empresas y hoy nos insultan incluso los niños porque los gobiernos de sus países no disponen de presupuesto para pagar a sus queridos maestros interinos. He llegado a recibir sutiles amenazas de muerte, si no ¿cómo interpretar esta pintada callejera: “PP death”? Siendo PP, qué duda cabe, mis iniciales: Paul Poor. Ya no me atrevo ni a ir al médico, no sea que me reconozca y directamente me recete algún genérico barato fabricado en cualquier garaje de mala muerte.
Esta situación es insostenible y no aguanto más. Por eso he decidido que la empresa va a cambiar el objeto de sus análisis. Ya no vamos a dedicarnos a la calificación crediticia. Y si Standard se cabrea y me echa de la empresa, que le den por culo. Soy Poor, el genuino y auténtico y denostado Paul Poor de Standard & Poor’s. Cuando la primera agencia de rating del mundo se desmiembre (quiero decir que se le caiga uno de sus miembros), las otras no tardarán en derrumbarse también: a Moody’s se le pudrirá la ‘s, Fitch se quedará sin su rating, y las demás (por ejemplo una que se llama FMI, aquellas que responden a los risibles apodos de G8 o G20 o los trasnochados BCE o FED dirigidos por esos ancianos empecinados en la idea de que todo se soluciona regalando dinero a quienes han demostrado cuán expertos son en el arte de perderlo) son tan pequeñas que en realidad todos nos reímos de sus vaticinios absurdos y de sus vanas esperanzas. De una u otra forma voy a cargarme el negocio. La economía recuperará su rumbo gracias a que volverá a predominar el engaño de antaño. La gente sin dinero volverá a pedir créditos porque los bancos ya no tendrán miedo de que unos tipos como nosotros les saquen los colores en el telediario del mediodía. Leopoldo Abadía se arruinará. El consumo se animará y volverá a sobrar el empleo, lo que a su vez disparará la tasa de divorcios creando unas expectativas de negocio y promiscuidad universal sin precedentes. Todo el mundo será rico y los recursos serán inagotables y la Tierra dejará de calentarse porque siempre será Navidad y las tiendas estarán abiertas las 24 horas del día para atender a consumidores ávidos de regalar y regalarse con cargo a tarjetas y cuentas de crédito ilimitadas. Me darán el Nobel de la Paz y también el de Economía y las universidades de España, Portugal, Grecia e Irlanda me nombrarán doctor honoris causa y pasaré las vacaciones de verano en el yate de los Sarkozy bebiendo cerveza con Angela Merkel y bailando la conga con Michel Obama y tirándome a Robyn Lawley. Y cuando vaya a recoger el Príncipe de Asturias de La Fama me pasaré antes por el callejón donde está la estatua de Woody Allen y le diré al oído: Eh, tío, qué tal. Se avecinan buenos tiempos, amigo Woody. Congratulations!
Y qué voy a valorar a partir de ahora, os preguntaréis. Y os diré: Literatura, joder, literatura, que está hecha un desastre.
La tarea nos la dividimos de la siguiente forma: Standard, que es un tipo alto, guapo, atlético, millonario y de buena familia, se encarga de analizar y calificar los pasivos de los muy obviamente ricos; yo —1,70, prognático, leptosómico, personaje de Steinbeck y hijo de hijo de quienes hicieron suyos los efectos de la Gran Depresión— asumo el resto del trabajo. Sin embargo las acciones de la empresa se reparten de manera inversamente proporcional a las molestias asumidas para que suba su valor. Puede parecer injusto pero siempre ha sido así. Quien más tiene lo tiene todo más fácil, Paul, dice Standard fumándose un habano mientras yo lío un Lucky Strike. Por cierto, añade, ¿cómo va ese asunto griego? Nunca tuve nada, por lo que aun debo darle las gracias por haberme incluido en el accionariado de la compañía sin poner un dólar.
Nuestra asociación se fundamenta en su fortuna y en mis conocimientos sobre la pobreza. Él sabe de tenerlo (dinero) y yo de lo contrario. Nos conocimos en la calle, cuando yo hacía prácticas de marketing pertrechado de un platillo y un cartón en el que aquel día había escrito “I’m Poor”. El salía de Tiffany’s, seguido de su chófer cargado de bultos envueltos en papel de regalo, y tropezó con el platillo que, por suerte, aún estaba vacío. Standard reparó en mi presencia y dijo, con esa mueca característica suya, Hum, I can see you are poor, a la par que se rascaba el interior del bolsillo. Yes, sir, respondí, my name is Poor, Paul Poor. Oh, fantastic, dijo, y me invitó a merendar.
Como hacía un tiempo magnífico, nos sentamos en la terraza de un Club cercano. Pidió un té para él, y yo café capuccino, agua con gas, un sándwich club, agua sin gas, tortitas con nata y sirope de caramelo, tarta de queso, zumo de naranja y brownie con helado de vainilla. Y estaba Standard contándome sobre su último safari en Kenia, y yo buscando la oportunidad de llamar al camarero para pedirle unas bolsitas de kétchup y rematar la decoración del sándwich, cuando me doy cuenta de que dos parejas sentadas en una mesa cercana se estaban levantando sigilosamente con el objetivo de marcharse sin pagar. Le dije a Standard: Esos de ahí van a largarse sin abonar la cuenta. ¿Y cómo puede usted saberlo?, preguntó. Por experiencia, Míster Standard, mucha experiencia. Y de la afortunada predicción de aquel sinpa salió la idea de la agencia de calificación de riesgos hoy mundialmente conocida como Standard & Poor’s. Después han copiado el concepto los advenedizos de Moody’s y los catetos de Fitch y algunos otros, pero nosotros fuimos los primeros y, huelga decirlo, somos los mejores.
El problema es que nunca hemos (en realidad he) tenido tanto trabajo como desde hace tres años. Mirara donde mirase, analizara lo que analizase, sólo veía impagos potenciales. Todos tenían deudas y casi nadie dinero para pagarlas. En una situación así, generalizada, el nivel de exigencia desciende y el ambiente general es más proclive a dar largas. En teoría las calificaciones no deberían variar porque las malas expectativas —es un hecho— son mundiales. Si acaso a un par de empresas chinas y a algún gánster ruso podría premiárseles con una triple A, pero sin sentar precedentes ni aceptar sobornos. No obstante Standard, que nunca quiso atender mis solicitudes de ayuda cuando las cosas iban bien y los tripletes valían lo que ahora un euro, se empeñó en contratar refuerzos e inundó mi otrora tranquilo departamento con una horda de becarios de Stanford, Harvard y Yale. Que por supuesto no tenían ni idea de cómo manejar el asunto. Protesté, pero estoy en desventaja en el Consejo de Administración (formado por él y yo mismo, que me encargo de traer los cafés). Así que ahora tenía a mi cargo a todos estos dummies ansiosos por cambiar el mundo. Y se pusieron a ello.
Veintitrés años tenía el que amaneció con la genial idea de declarar basura la deuda griega. Se excusó en que estaba cabreado por que la novia lo había abandonado por otra. A mí el griego nunca me gustó demasiado. Me refiero al idioma. Pero no tanto como para sumir a todo un país en el caos y la miseria. Luego supe que el chaval era el futuro de Standard y la novia, su hija. Pero en lugar de despedirlo por la pérdida de su condición de allegado potencial, le encargó el rescate de su, como la llama, bollito de las, dijo, libidinosas redes de Lesbia. No se le ha vuelto a ver el pelo (al joven despechado), aunque seguimos ingresándole la nómina todos los primeros de mes.
Ha pasado el tiempo y he ido comiéndome los sucesivos marrones causados por el efecto dominó griego. Donde antes veía un equilibrio digno ahora descubro enormes agujeros negros. Ayer éramos famosos por confeccionar la lista ordenada y pulcra de las 500 mejores y más ricas empresas y hoy nos insultan incluso los niños porque los gobiernos de sus países no disponen de presupuesto para pagar a sus queridos maestros interinos. He llegado a recibir sutiles amenazas de muerte, si no ¿cómo interpretar esta pintada callejera: “PP death”? Siendo PP, qué duda cabe, mis iniciales: Paul Poor. Ya no me atrevo ni a ir al médico, no sea que me reconozca y directamente me recete algún genérico barato fabricado en cualquier garaje de mala muerte.
Esta situación es insostenible y no aguanto más. Por eso he decidido que la empresa va a cambiar el objeto de sus análisis. Ya no vamos a dedicarnos a la calificación crediticia. Y si Standard se cabrea y me echa de la empresa, que le den por culo. Soy Poor, el genuino y auténtico y denostado Paul Poor de Standard & Poor’s. Cuando la primera agencia de rating del mundo se desmiembre (quiero decir que se le caiga uno de sus miembros), las otras no tardarán en derrumbarse también: a Moody’s se le pudrirá la ‘s, Fitch se quedará sin su rating, y las demás (por ejemplo una que se llama FMI, aquellas que responden a los risibles apodos de G8 o G20 o los trasnochados BCE o FED dirigidos por esos ancianos empecinados en la idea de que todo se soluciona regalando dinero a quienes han demostrado cuán expertos son en el arte de perderlo) son tan pequeñas que en realidad todos nos reímos de sus vaticinios absurdos y de sus vanas esperanzas. De una u otra forma voy a cargarme el negocio. La economía recuperará su rumbo gracias a que volverá a predominar el engaño de antaño. La gente sin dinero volverá a pedir créditos porque los bancos ya no tendrán miedo de que unos tipos como nosotros les saquen los colores en el telediario del mediodía. Leopoldo Abadía se arruinará. El consumo se animará y volverá a sobrar el empleo, lo que a su vez disparará la tasa de divorcios creando unas expectativas de negocio y promiscuidad universal sin precedentes. Todo el mundo será rico y los recursos serán inagotables y la Tierra dejará de calentarse porque siempre será Navidad y las tiendas estarán abiertas las 24 horas del día para atender a consumidores ávidos de regalar y regalarse con cargo a tarjetas y cuentas de crédito ilimitadas. Me darán el Nobel de la Paz y también el de Economía y las universidades de España, Portugal, Grecia e Irlanda me nombrarán doctor honoris causa y pasaré las vacaciones de verano en el yate de los Sarkozy bebiendo cerveza con Angela Merkel y bailando la conga con Michel Obama y tirándome a Robyn Lawley. Y cuando vaya a recoger el Príncipe de Asturias de La Fama me pasaré antes por el callejón donde está la estatua de Woody Allen y le diré al oído: Eh, tío, qué tal. Se avecinan buenos tiempos, amigo Woody. Congratulations!
Y qué voy a valorar a partir de ahora, os preguntaréis. Y os diré: Literatura, joder, literatura, que está hecha un desastre.
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