He comprobado que hay internautas que desembocan en mis textos buscando textos —o fotografías, o vídeos— de otros. Lo natural es que Google devuelva entradas a mi blog tras una búsqueda efectuada con términos incluidos en los tags que adjudico a mis posts. Pero resulta paradójico que una búsqueda como “ambientación para hemipléjicos en la habitación” aterrice en bolmangani.blogspot.com, como también “hacer un cono en metal de bases parejas”, o “dibujar mujeres desnudas psicología”, o “dibujo mujeres follando a lápiz”, o “enseñar el coño por dinero”, o “hurgarse la nariz en adultos, puede perjudicar en algo”, o “mi hijo está atascado, le dieron romilar”, o “señorita penetrada por el culo”. Lo fácil es decir que Google falla. También fallamos nosotros: los que pinchamos en el enlace equivocado, los que otorgamos credibilidad a un invento falsario que supuestamente posee la secreta habilidad de ir recopilando todos nuestros actos, internos y externos, y formar con ellos un gigantesco entramado relacional que acaba conectando literatura con pornografía, cocina con música, diseño interiorista con noticias sobre la posguerra en Irak o la visita del Papa a Barcelona con la última versión estable de Ubuntu. Google vomita morralla en nuestros navegadores y nosotros vamos y nos la creemos, llevándole la contraria a Shrek. Para encontrar resultados fiables he de irme a búsqueda avanzada y afinar los términos, excluir opciones, acotar otras y restringir el formato de los resultados. Aún así, lo arrojado a la pantalla es un presente reciente y lo que acaso prefigure mis acciones futuras. Quién sabe si lo que será de nosotros no está ya siendo anticipado por Google en base a una compleja batería de proyecciones matemático-sociales, la suma de cuyos fragmentos constituiría nuestro futuro probable: un chart con dientes de sierra de auges y decadencias vitales y profesionales, además del ineludible enlace a una horquilla de fechas que acotara el momento de nuestra muerte, y la opción de elegir epitafios con que cerrar una improbable entrada en la Wikipedia. La biografía ya la pondrían ellos. Quiero decir los de Google.
Entretanto, nos ha sido dado el don de la invención. La posibilidad de alterar, en el corto plazo, el devenir resultado querido en esa bitácora de la actualidad caótica. Por ejemplo encargando la escritura de nuestro pasado, una memoria alterada mediante sumatorio de palabras seleccionadas por otro. Biografía de entradas no devueltas. Porque si hay algo de lo que carece un buscador es la capacidad de convertirse en memoria de lo que fuimos antes de que éstos existieran. La vida antes de Google: N/A, no aplica; ha de olvidarse. Su falta de consignación a través de hiperenlaces es sinónimo de anonimato previo. Nuestra fecha de nacimiento: aquella entrada que Google guarda como más antigua (seguramente una multa de tráfico que el cartero no pudo notificar por una ausencia nuestra bastante más prosaica).
Reconstruirse a base de fragmentos es lo que hace Carlos Prat, protagonista de Intente usar otras palabras, de Germán Sierra. Prat es funcionario, pero también un perezoso en estado letárgico. Cansado de estar muerto en ese simulacro de vidas que es Google, de oprimir continuamente el botón Buscar con la esperanza de verse retratado en una supuesta novela que estaría escribiendo su antigua novia, decide encargar, por su cuenta, la escritura de su vida.
A esa escritura asistimos, en directo, en la novela de Sierra. Hay un personaje interpuesto entre el narrador y el protagonista: el joven escritor que recibe el encargo de éste. De tal forma que los puntos de vista varían de acuerdo con la mirada de cada cual, lo que coloca la narración varios bancales por encima de lo acostumbrado en las construidas a partir de fragmentos. Es como si Germán hubiera pinzado hojas sueltas en un tendedero cuyo cordel fuera trasunto de la labor del joven escritor. También parece como si algunas de esas hojas se hubieran volado, o como si el autor las hubiera recogido adrede desordenadamente, confiriendo de esta forma un nivel más de caos estructural a la vida de Carlos Prat, ya de por sí a merced de los envites sociales y/o epocales.
La trama narrativa gira, pues, en torno a los avatares vitales de Prat, empleado público a la fuerza, ligón y juerguista tranquilo. Narciso after-movida, náufrago en el presente. Egosurfista o, mucho mejor, asiduo practicante del googling —esa religión de la autobúsqueda, la paranoia inversa—. Mantenido público y social, muñeco de peluche en riesgo de obsolescencia, arrojado a la cuneta de los acontecimientos mundanos. Por otra parte, un taytantos con suerte al que bien se le podría caer el techo encima, pues saldría indemne y sin despeinarse. Y, sin embargo, alguien que no es nadie porque no sale en los papeles, ni en la TV, ni siquiera en un mísero Google capaz de recoger las infamias de cualquier friki atolondrado que se dé de alta en una vulgar red social.
Nota para los lectores de novelas realistas y/o costumbristas.
Los relatos construidos con retales de materiales excéntricos a la novela tradicional y trozos narrativos consustanciales a la misma constituyen una alegoría perfecta de los tiempos que vivimos. Voy a repetirme utilizando el término patchwork para denominar este tipo de obras literarias. Porque es mediante esta actitud sampleadora a través de la cual nos expresamos en la actualidad. Vivir es un hacer zapping entre medios y costumbres más o menos asumidas, peor o mejor aceptadas. Hoy, la pintura de un fresco social, como ha hecho Germán Sierra en Intente usar otras palabras, no puede limitarse al uso de un par de elementos literarios como son el diálogo y la voz de un narrador omnisciente. Las sociedades de La colmena o El Jarama han evolucionado, incorporando a su acerbo material elementos sólo retratables con precisión mediante procedimientos inclusivos de formatos antitéticos entre sí: debiendo introducirse en su dialéctica, si quieren describirse con rigor —a riesgo de su perturbación estética, en aras de conseguir la más alta fidelidad posible en formato libro—, elementos periodísticos, audiovisuales y ensayísticos. Muy diferente es que no quiera reconocerse la cuestión, esa mayor adecuación, y darle la espalda a la ineludible faceta expresionista que dichos recursos añaden a la literatura que haga buen uso de los mismos.
Germán Sierra no abusa de estos recursos. Es decir, no cae en la trampa espectacular, atractiva, del formato o de la estructura, que en otras muestras de la literatura actual pervierte un fondo en el fondo casi inexistente —llamémosles blufs filiformes (molto gombrowicziano)—. Pero no renuncia —ni quiere renunciar, pues para alcanzar la perfección del resultado las necesita— a su uso equilibrado. Estos mismos elementos, en manos de escritores desaprensivos (plumíferos descuidados, a decir de una célebre escritora ya fallecida), ávidos de reconocimiento en tiempo real, son exagerados, o extruídos, como una mala imitación de un antiguo chicle Cheiw (recuerda que “Tenía que ser Cheiw”). Y son ellos los que, a causa de sus descuidos y abusos, invisten con esa mala fama a la mal llamada literatura fragmentaria.
Para enfatizar más la idea. En los años ochenta, los heavys que Eloy Fernández Porta satiriza en sus obras cantaban: “Dicen que el gran Beethoven hoy / tocaría rock”. Y creo que hay que ir más allá y afirmar: “El gran Galdós hoy / escribiría afterpop”. Porque ¿qué otra cosa sino novela costumbrista sobre los ahora es la novela de Sierra? Intente usar otras palabras sería, pues, la solidificación literaria de un documental sobre el cambio ontológico que los integrantes de la movida de los ochenta deben afrontar en la on-linealidad presente. Acostumbrarse a no ser el centro de atención espectacular, a su desplazamiento. Todo ello analizado desde una perspectiva de las tendencias del consumo, de la mediatización social, de las políticas sexuales, de las prácticas lúdico-sociales. Y Germán Sierra lo clava. Inventando marcas de moda, nombres de pensadores, extractos de artículos y ensayos, entradas de blogs. Eso somos hoy; pero también, por supuesto, humanos que se relacionan, hablan, siente, aman, desean, se frustran, se desplazan, se quedan quietos, sin hacer nada. Carlos Prat no hace nada, está alelado. Su paralelo mediático perfecto es un cruce entre el Hugh Grant de Notting Hill y el de Tú la letra y yo la música: Tú (el escritor contratado) las palabras, y yo (Carlos Prat) las vivencias; Germán Sierra el mixer genial que recepciona los inputs y compone la mezcla (el output) en forma de novela consumible.
Igual podría haberse hecho lo mismo contra un fondo de escalera o de corrala, una comunidad de vecinos. O contra una fábrica, una empresa de mensajería o un restaurante de comida rápida. Pero la contraposición de vagancia funcionarial y bares de copas funciona a la perfección, y los amarres a la realidad banal de los personajes son tan variopintos que hay que quitarse la gorra: el arte de vanguardia, el cine de ídem, la sociología, el Ministerio de Cultura, el Poldo bar, el famoseo inane, las politoxicomanía, la escritura como medio para destrozarse la vida. Y por supuesto el omnipresente McGoogle como instrumento trash que pone en marcha el primer punto de fuga: la historia de Carlos Prat con Patricia Cantino. Hugh Grant con Julia Roberts, aunque esta vez la faceta paralibresca la aporta ella y no él. Otra inversión de los tiempos: el reconocimiento digital de que son ellas, y no ellos, quienes más aparecen en Google.
1 comentario:
La praxis googölística se hace carne: estoy teniendo visitas cuyo Origen descansa horizontalmente en búsquedas tales como “mujeres+desnudas” o “mujeres+follando”. Googöl está siendo atacada por pornógrafos ávidos de metareferencias. O puede que sean Bukowski y Burroughs, desde el Más Allá, interfiriendo en los funcionamientos esperables de la Máquina de Buscar.
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