Culebrón Nocilla (Capítulo TRES)
Imaginen a un poeta encerrado en el silencio ronroneante generado por los 150 caballos de su Mazda 6. Atravesando valles, surcando vallas publicitarias, mojones kilométricos, indicaciones de salida, advertencias de peligro, desvíos alternativos, avisos de infracciones. Frenando ante el tapón vespertino de vuelta a la ciudad.
Imaginen a ese mismo poeta frente a la soledad de su pantalla, ante una hoja emborronada, mirando por una ventana que no da a ninguna parte que no conozca, con la imaginación vagando entre anuncios publicitarios, referencias culturales, música de fondo, luces que se despliegan y se reflejan como manchas grises en su cerebro.
Piensen en el poeta haciendo zapping frente al televisor, sin emitir más veredictos que los clásicos y tópicos de todo televidente (gilipollas, imbécil, vaya mierda, qué asco, no hay nada, cada día esto es peor, etc.), se defina o no como poeta, comprobando cómo las imágenes que otros pensaron se adueñan de un devenir tan íntimo como su pensamiento. Cómo el cuasi aleatorio acto de pulsar un botón le permite la visión de mundos tan irreales por hiperreales y simulados. Cómo aceptamos ese teatro del absurdo —en el que también intervenimos como creadores al componer un collage imposible entre programaciones—, dedicando un precioso tiempo vital a visionarlo a diario.
Ese poeta va cambiando de canal mientras se va quedando dormido y sueña con un viaje en un Seat 850, y con la llegada de un cantante americano a España, y con unos poetas en el Purgatorio que hablan de sus tendencias sexuales y automovilísticas, y también con Elvis Presley y con un carnicero al que le da miedo la sangre, y el cantante enseñándole la polla y él transmutado en poetisa como claro caso de vaginitis. Mientras sueña, el poeta no puede evitar dar un repullo cuando el volumen de la televisión encendida sube más de lo normal, será por los anuncios. Lo cierto es que aún tiene el mando en la mano y pulsa por mero instinto el botón Prog▲ unas veces, y otras el Prog▼, con lo que los canales vuelan y él sigue soñando. El objeto de sus sueños no es ahora el concierto de Johny, sino el coche de otro músico, Tony Lomas, cantante español. El protagonista es el coche; el argumento su viaje, el del coche. Ha cambiado el sujeto de la narrativa, que ahora es objeto, que da vueltas por España, recala en Ceuta, es abandonado, sirve de lugar de violación, de paritorio de perros, de discoteca y se convierte en objeto del deseo por parte de traficantes de armas, de narcotraficantes; muere más gente en él, por él, por su música y termina en manos del escritor Paul Bowles quien lo factura por barco a Nueva York, donde años después acaba en manos de un nicaragüense que lo compra por diez dólares. El coche termina estrellándose contra un Buick mientras se escucha Blue Moon en cartucho cantada por Elvis Presley, con la mujer del nicaragüense y un mexicano llamado Lomas dentro. Es posible que el poeta sueñe muchas más cosas, o que las imagine ya despierto, o incluso que las vea en la televisión y las adapte al pequeño formato de un libro, a su gran formato narrativo. También es probable que ese poeta traduzca directamente del mañana al presente, y lo que leemos sea lo que en un futuro veremos, con nuestros propios ojos, por la televisión.
Finalmente el poeta decide un día expresar esa realidad cotidiana de salón y mando a distancia y comienza con un poema basado en aquellos pedazos de sueño pero le sale en prosa, y además con capítulos. Quiero decir programas. Es decir, le sale un poema con zapping incorporado. O sea, una forma narrativa de lo visual traída a la página tradicional. Como si se hubiera dedicado a recortar de las páginas de un día de programación cualquiera del TP y hubiera ido pegando los títulos en folios sueltos, desarrollando además los scripts e incluso el contenido y los diálogos, las actitudes, las miradas, los enfoques, lo que no se expresa pero se siente porque se está viendo. Y no desestructurando más el texto resultante que si lo hubieran hecho los lectores televidentes en la superpoblada soledad de nuestro sofá frente al televisor.
No quieren darse cuenta quienes critican, con razón, a Manuel Vilas que Aire Nuestro es más nuestro que suyo, de Vilas. Porque nosotros somos muchos y él —por mucho que se desdoble y se vaginice en la ficción onírica, y mantenga presencia ubicua frente a casi las mismas realidades sociales, profesionales y prosaicas de cada hijo de vecino— uno sólo. Sólo que ha sido él quien ha puesto por escrito una tarde-noche cualquiera de un día de diario o de fin de semana (al fin y al cabo todos son iguales en términos televisivos: nos sentamos y la caja habla, se mueve, canta, llora, ríe, grita y folla). Ha sido Vilas quien, sin entrar en discusiones, ha adaptado la pequeña pantalla al libro, creando una mierda que invierte los términos y el orden natural de las cosas. Ha interpretado el papel inverso de productores, guionistas, realizadores, cámaras, directores, ayudantes y toda esa parafernalia necesaria para poner una programación televisiva en antena. Trocando roles, esta vez de varios a uno (no E unibus pluram, sino E pluram unibus, esté o no permitida la expresión), ha caligrafiado magistralmente la imagen estructural de esa sociedad del espectáculo sagazmente analizada por los sociólogos franceses, y literaturizada por los expertos estadounidenses en ficción posmoderna.
La novela —si es necesaria una definición, definámosla así— da vida a un universo que bebe de las estructuras del fast food televisivo, incardinando en ellas una serie de soporíferos relatos cuyo entrelazamiento o correlatividad es la propia del medio que eligen para ser puestos en antena, on the air. La cadena elegida por Manuel Vilas para la retransmisión de su narrativa, Aene TV, en su declaración inicial (a modo de de los misión, visión, valores del mundo empresarial) dice, entre otras: “Somos el periodismo que retransmite el pasado porque el pasado no tuvo la oportunidad televisiva que le correspondía en justicia”, y con esta declaración se aproxima al pensamiento del Jean Baudrillard de La ilusión del fin. Plagio parafraseado que casi roza la estática de los cuerpos en la frase “Todo es tan televisable. Parece mentira que la Historia siga vigente sin un repertorio audiovisual en condiciones”. Una historia que Vilas, copiando al sociólogo francés, da por terminada por esa anticipación del futuro que todos querríamos ver hecha realidad, aquí y ahora. De ahí la retransmisión de la muerte de Juan Carlos III en 2398, novecientos años después de que Cristóbal Colón iniciara su tercer viaje al nuevo mundo que acabaría deparándonos el televisivo orden de cosas actual. Una historia que continúa retransmitiéndose aun después del fallecimiento de los sujetos objeto de su programación; hay que reconocer que en esto Aene TV es pionera. Aene TV posee la mejor de las programaciones posibles porque Aene TV no se financia con publicidad ni recibe subvenciones gubernamentales. Es decir, no necesita rendir culto a los poderes fácticos económicos ni a los políticos. De hecho, si se los menciona es para ponderar sus posibilidades mediáticas: “Queremos televisar un discurso de Lenin en directo. Queremos a Lenin en un plató de televisión. Queremos mejorar su imagen. Porque Lenin es un monstruo televisivo todavía sin explotar […] Lenin se merece un regreso televisivo. Cristo también”. Y como todo tiene cabida en Aene TV, pueden permitirse el lujo de segmentar la audiencia hasta el número primo menos divisible de todos: “Filmaremos tu vida entera y la retransmitiremos eternamente”.
Y sigue. La condensación de ideas, como los contenidos televisivos, es diarréica y ruidosa. El número de páginas de la novela engaña; su cuarto de millar se hacen más largas que 2.500, sin anuncios. Cada frase del principio es un "aire" del pensamiento vilasiano. Cada escena posterior, la expulsión trasera de horas de dale que te pego ante el ordenador. Es mejor leerla haciendo otras cosas a la vez. Saltándote párrafos enteros. Si la lees, comprenderás el slow-motion de Vilas, pero también su aceleración en momentos de despiste. Todo es acción porque todo está delante de las cámaras.
Allá tú si la lees, pero si lo haces, cuando la termines, mira al cielo. Te sentirás aliviado. Se acabó Vilas. “El aire” se habrá “convertido en una pantalla”. Ese Aire nuestro. Contigo dentro.
Reflexión televisiva basada en hechos reales.
Hoy he recibido un encargo profesional maravilloso por el personaje que me lo ha hecho. Se trata de innovar en la estrategia de marketing de un estudio musical que es mucho más que un mero estudio de grabación. Su propietario (cuyo apellido entenderéis que no deba escribir aquí) es todo un referente del impulso y posterior mantenimiento artístico de la principal fuente de turismo musical de nuestro país. Leyendo su biografía profesional se tiene la sensación de estar ante una crónica resumida de los genuinos hits musicales españoles desde los años setenta en adelante. Además, fue abanderado poético de las necesidades de libertad y democracia en aquellos tiempos difíciles en que cantar con mensaje era como pintar grafittis en las orejas de los demás; vale decir, en el imaginario colectivo. Es decir: un figura tal y como se entendía la expresión en pasados años más castizos.
Por desgracia, los artistas que han berreado en sus estudios se erigen en verdaderos monumentos nacionales impulsados, además de por su arte intrínseco y seguramente indiscutible, por dos de los medios más acaparadores de la realidad de todos los tiempos: la radio y la televisión. Sus clientes naturales, encumbrados por las artes del marketing practicadas a través de ondas hertzianas; deformados por la avidez de imágenes íntimas y exentas de arte alguno, por parte de periodistas constreñidos por las cadenas televisivas que les permiten su espacio de gloria (y además les pagan por ello), y éstas a su vez coaccionadas por el mercado implacable de las audiencias que sólo entiende de ratings económicos: esos clientes suyos son auténticos símbolos público-mediáticos en tanto que objetos de banales discusiones narrativas de alcance nacional e, incluso, transnacional. La ubicua televisión hizo posible su traslación desde sonidos viajantes por el aire hasta las mágicas imágenes que, todos los días, recomponen los procesadores de nuestros televisores en la intimidad de nuestras casas. Son parte de nuestros recuerdos de ayer, de hoy y de mañana. Ya es posible adelantarse a lo que la televisión dirá de ellos dentro de uno, dos, diez años. Sería imperdonable perdernos sus funerales, los debates que generarán sus herencias, sus polémicos testamentos y sus resucitados amores.
Sin embargo, no todos estaremos aquí para poder verlo en televisión. Esta imperfecta televisión nuestra no emite el futuro, ni la vida de los muertos —sí la de los muertos en vida—, ni siquiera el pasado real sino el inventado y escenificado. Para ello figuramos zombies, calculamos los posibles derroteros de la historia y construimos ficciones sobre nuestros devaneos futurológicos.
Pero todo es mentira. Tan sólo lo que puede ser cantado es cierto. El verso es más verdadero que la prosa. Y las imágenes valen mucho menos que mil palabras, pero muchísimo más que las de Vilas.
Nadie podrá rebatirme esto.
Imaginen a un poeta encerrado en el silencio ronroneante generado por los 150 caballos de su Mazda 6. Atravesando valles, surcando vallas publicitarias, mojones kilométricos, indicaciones de salida, advertencias de peligro, desvíos alternativos, avisos de infracciones. Frenando ante el tapón vespertino de vuelta a la ciudad.
Imaginen a ese mismo poeta frente a la soledad de su pantalla, ante una hoja emborronada, mirando por una ventana que no da a ninguna parte que no conozca, con la imaginación vagando entre anuncios publicitarios, referencias culturales, música de fondo, luces que se despliegan y se reflejan como manchas grises en su cerebro.
Piensen en el poeta haciendo zapping frente al televisor, sin emitir más veredictos que los clásicos y tópicos de todo televidente (gilipollas, imbécil, vaya mierda, qué asco, no hay nada, cada día esto es peor, etc.), se defina o no como poeta, comprobando cómo las imágenes que otros pensaron se adueñan de un devenir tan íntimo como su pensamiento. Cómo el cuasi aleatorio acto de pulsar un botón le permite la visión de mundos tan irreales por hiperreales y simulados. Cómo aceptamos ese teatro del absurdo —en el que también intervenimos como creadores al componer un collage imposible entre programaciones—, dedicando un precioso tiempo vital a visionarlo a diario.
Ese poeta va cambiando de canal mientras se va quedando dormido y sueña con un viaje en un Seat 850, y con la llegada de un cantante americano a España, y con unos poetas en el Purgatorio que hablan de sus tendencias sexuales y automovilísticas, y también con Elvis Presley y con un carnicero al que le da miedo la sangre, y el cantante enseñándole la polla y él transmutado en poetisa como claro caso de vaginitis. Mientras sueña, el poeta no puede evitar dar un repullo cuando el volumen de la televisión encendida sube más de lo normal, será por los anuncios. Lo cierto es que aún tiene el mando en la mano y pulsa por mero instinto el botón Prog▲ unas veces, y otras el Prog▼, con lo que los canales vuelan y él sigue soñando. El objeto de sus sueños no es ahora el concierto de Johny, sino el coche de otro músico, Tony Lomas, cantante español. El protagonista es el coche; el argumento su viaje, el del coche. Ha cambiado el sujeto de la narrativa, que ahora es objeto, que da vueltas por España, recala en Ceuta, es abandonado, sirve de lugar de violación, de paritorio de perros, de discoteca y se convierte en objeto del deseo por parte de traficantes de armas, de narcotraficantes; muere más gente en él, por él, por su música y termina en manos del escritor Paul Bowles quien lo factura por barco a Nueva York, donde años después acaba en manos de un nicaragüense que lo compra por diez dólares. El coche termina estrellándose contra un Buick mientras se escucha Blue Moon en cartucho cantada por Elvis Presley, con la mujer del nicaragüense y un mexicano llamado Lomas dentro. Es posible que el poeta sueñe muchas más cosas, o que las imagine ya despierto, o incluso que las vea en la televisión y las adapte al pequeño formato de un libro, a su gran formato narrativo. También es probable que ese poeta traduzca directamente del mañana al presente, y lo que leemos sea lo que en un futuro veremos, con nuestros propios ojos, por la televisión.
Finalmente el poeta decide un día expresar esa realidad cotidiana de salón y mando a distancia y comienza con un poema basado en aquellos pedazos de sueño pero le sale en prosa, y además con capítulos. Quiero decir programas. Es decir, le sale un poema con zapping incorporado. O sea, una forma narrativa de lo visual traída a la página tradicional. Como si se hubiera dedicado a recortar de las páginas de un día de programación cualquiera del TP y hubiera ido pegando los títulos en folios sueltos, desarrollando además los scripts e incluso el contenido y los diálogos, las actitudes, las miradas, los enfoques, lo que no se expresa pero se siente porque se está viendo. Y no desestructurando más el texto resultante que si lo hubieran hecho los lectores televidentes en la superpoblada soledad de nuestro sofá frente al televisor.
No quieren darse cuenta quienes critican, con razón, a Manuel Vilas que Aire Nuestro es más nuestro que suyo, de Vilas. Porque nosotros somos muchos y él —por mucho que se desdoble y se vaginice en la ficción onírica, y mantenga presencia ubicua frente a casi las mismas realidades sociales, profesionales y prosaicas de cada hijo de vecino— uno sólo. Sólo que ha sido él quien ha puesto por escrito una tarde-noche cualquiera de un día de diario o de fin de semana (al fin y al cabo todos son iguales en términos televisivos: nos sentamos y la caja habla, se mueve, canta, llora, ríe, grita y folla). Ha sido Vilas quien, sin entrar en discusiones, ha adaptado la pequeña pantalla al libro, creando una mierda que invierte los términos y el orden natural de las cosas. Ha interpretado el papel inverso de productores, guionistas, realizadores, cámaras, directores, ayudantes y toda esa parafernalia necesaria para poner una programación televisiva en antena. Trocando roles, esta vez de varios a uno (no E unibus pluram, sino E pluram unibus, esté o no permitida la expresión), ha caligrafiado magistralmente la imagen estructural de esa sociedad del espectáculo sagazmente analizada por los sociólogos franceses, y literaturizada por los expertos estadounidenses en ficción posmoderna.
La novela —si es necesaria una definición, definámosla así— da vida a un universo que bebe de las estructuras del fast food televisivo, incardinando en ellas una serie de soporíferos relatos cuyo entrelazamiento o correlatividad es la propia del medio que eligen para ser puestos en antena, on the air. La cadena elegida por Manuel Vilas para la retransmisión de su narrativa, Aene TV, en su declaración inicial (a modo de de los misión, visión, valores del mundo empresarial) dice, entre otras: “Somos el periodismo que retransmite el pasado porque el pasado no tuvo la oportunidad televisiva que le correspondía en justicia”, y con esta declaración se aproxima al pensamiento del Jean Baudrillard de La ilusión del fin. Plagio parafraseado que casi roza la estática de los cuerpos en la frase “Todo es tan televisable. Parece mentira que la Historia siga vigente sin un repertorio audiovisual en condiciones”. Una historia que Vilas, copiando al sociólogo francés, da por terminada por esa anticipación del futuro que todos querríamos ver hecha realidad, aquí y ahora. De ahí la retransmisión de la muerte de Juan Carlos III en 2398, novecientos años después de que Cristóbal Colón iniciara su tercer viaje al nuevo mundo que acabaría deparándonos el televisivo orden de cosas actual. Una historia que continúa retransmitiéndose aun después del fallecimiento de los sujetos objeto de su programación; hay que reconocer que en esto Aene TV es pionera. Aene TV posee la mejor de las programaciones posibles porque Aene TV no se financia con publicidad ni recibe subvenciones gubernamentales. Es decir, no necesita rendir culto a los poderes fácticos económicos ni a los políticos. De hecho, si se los menciona es para ponderar sus posibilidades mediáticas: “Queremos televisar un discurso de Lenin en directo. Queremos a Lenin en un plató de televisión. Queremos mejorar su imagen. Porque Lenin es un monstruo televisivo todavía sin explotar […] Lenin se merece un regreso televisivo. Cristo también”. Y como todo tiene cabida en Aene TV, pueden permitirse el lujo de segmentar la audiencia hasta el número primo menos divisible de todos: “Filmaremos tu vida entera y la retransmitiremos eternamente”.
Y sigue. La condensación de ideas, como los contenidos televisivos, es diarréica y ruidosa. El número de páginas de la novela engaña; su cuarto de millar se hacen más largas que 2.500, sin anuncios. Cada frase del principio es un "aire" del pensamiento vilasiano. Cada escena posterior, la expulsión trasera de horas de dale que te pego ante el ordenador. Es mejor leerla haciendo otras cosas a la vez. Saltándote párrafos enteros. Si la lees, comprenderás el slow-motion de Vilas, pero también su aceleración en momentos de despiste. Todo es acción porque todo está delante de las cámaras.
Allá tú si la lees, pero si lo haces, cuando la termines, mira al cielo. Te sentirás aliviado. Se acabó Vilas. “El aire” se habrá “convertido en una pantalla”. Ese Aire nuestro. Contigo dentro.
Reflexión televisiva basada en hechos reales.
Hoy he recibido un encargo profesional maravilloso por el personaje que me lo ha hecho. Se trata de innovar en la estrategia de marketing de un estudio musical que es mucho más que un mero estudio de grabación. Su propietario (cuyo apellido entenderéis que no deba escribir aquí) es todo un referente del impulso y posterior mantenimiento artístico de la principal fuente de turismo musical de nuestro país. Leyendo su biografía profesional se tiene la sensación de estar ante una crónica resumida de los genuinos hits musicales españoles desde los años setenta en adelante. Además, fue abanderado poético de las necesidades de libertad y democracia en aquellos tiempos difíciles en que cantar con mensaje era como pintar grafittis en las orejas de los demás; vale decir, en el imaginario colectivo. Es decir: un figura tal y como se entendía la expresión en pasados años más castizos.
Por desgracia, los artistas que han berreado en sus estudios se erigen en verdaderos monumentos nacionales impulsados, además de por su arte intrínseco y seguramente indiscutible, por dos de los medios más acaparadores de la realidad de todos los tiempos: la radio y la televisión. Sus clientes naturales, encumbrados por las artes del marketing practicadas a través de ondas hertzianas; deformados por la avidez de imágenes íntimas y exentas de arte alguno, por parte de periodistas constreñidos por las cadenas televisivas que les permiten su espacio de gloria (y además les pagan por ello), y éstas a su vez coaccionadas por el mercado implacable de las audiencias que sólo entiende de ratings económicos: esos clientes suyos son auténticos símbolos público-mediáticos en tanto que objetos de banales discusiones narrativas de alcance nacional e, incluso, transnacional. La ubicua televisión hizo posible su traslación desde sonidos viajantes por el aire hasta las mágicas imágenes que, todos los días, recomponen los procesadores de nuestros televisores en la intimidad de nuestras casas. Son parte de nuestros recuerdos de ayer, de hoy y de mañana. Ya es posible adelantarse a lo que la televisión dirá de ellos dentro de uno, dos, diez años. Sería imperdonable perdernos sus funerales, los debates que generarán sus herencias, sus polémicos testamentos y sus resucitados amores.
Sin embargo, no todos estaremos aquí para poder verlo en televisión. Esta imperfecta televisión nuestra no emite el futuro, ni la vida de los muertos —sí la de los muertos en vida—, ni siquiera el pasado real sino el inventado y escenificado. Para ello figuramos zombies, calculamos los posibles derroteros de la historia y construimos ficciones sobre nuestros devaneos futurológicos.
Pero todo es mentira. Tan sólo lo que puede ser cantado es cierto. El verso es más verdadero que la prosa. Y las imágenes valen mucho menos que mil palabras, pero muchísimo más que las de Vilas.
Nadie podrá rebatirme esto.
1 comentario:
Precisamente ayer tuve el impulso de alquilar "Aire Nuestro" pero había ya olvidado porqué la tenía apuntada y porqué tenía cierta prioridad. Gracias a ti ya no se me olvida mas.
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