John Carey es un crítico literario británico ex profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Oxford que se caracteriza por su capacidad para amar gran parte de la literatura de calidad —la, así llamada, Alta Literatura— a la par que, con un estilo sencillo e iconoclasta, desdeña públicamente las posturas elitistas en torno al arte. Su pensamiento ha sido muchas veces utilizado para aupar demagógicamente la cultura de baja calidad al mismo estatus, si no por encima, de la cultura cuya calidad, según ciertos sectores de la crítica académica y los cenáculos elitistas, está fuera de toda duda. Y sin embargo, si se echa un vistazo a la lista de obras que ha editado o ha contribuido a editar no nos topamos precisamente con nombres objeto de veneración masiva: John Donne, John Milton, Andrew Marvell, John Thackeray; y la lista de obras ofrecida en su libro Puro placer: Los 50 libros más apasionantes de la literatura extranjera del siglo XXI incluye una nada desdeñable nómina de obras y autores de… calidad indiscutible: Conrad, Joyce, Sartre, Grass, Updike, Mann, Amis (padre), etc. (aunque sólo cito los que me interesan, el conjunto restante no se caracteriza por escribir “libros” facilones: Seth, Auden, Naipaul, Fitzgerald, Hašek, Gide, etc. —tampoco voy a copiar los 50…).
La repulsa de Carey se dirige más al esnobismo y al elitismo cuyo interés primordial reside en la elevación sobre los demás —la masa inculta y bruta— que hacia las obras en sí. Por ejemplo, recomienda la lectura del Retrato del artista adolescente en lugar de la de Ulises, y se hace el sueco a la hora de aclarar si disfruta o no leyendo esta última. Porque su discurso no le permite definirse hasta ese punto. Su objetivo es ganar adeptos (lectores) a la causa literaria, y sabe que si les endilga recomendaciones del orden de Ulises y similares cosechará un rechazo casi seguro. Así que va y se dice: bajemos el nivel hasta un punto del que no tengamos que avergonzarnos. Quedaremos como señores sin que se nos pueda tildar de elitistas ni tampoco de vendidos al poder tan atractivo del mercado de masas. Política sabia si se tiene en cuenta el objetivo, pero tibia si se consideran los resultados. (En el prólogo a Puro placer, Carey expone un panorama futurista aterrador en el que, dado el avance imparable del placer proporcionado por otros tipos de entretenimiento menos exigentes desde un punto de vista de esfuerzo cerebral, que le están ganando hectáreas de terreno al derivado de la lectura, extrapola que cada vez habrá/hay menos lectores hasta que no quede ninguno, devenir cuyas consecuencias para el progreso humano serán desastrosas desde una óptica meramente de entrenamiento neuronal, etc.) Carey no está solo en su empeño, pues este es, ni más ni menos, el trabajo que llevan haciendo desde hace décadas las editoriales —nuevamente, en general—: descender, para ganar clientes, hasta niveles de los que piensan que no tendrán que avergonzarse. La estrategia es similar, y perdonad la comparación, a la de las ofertas de telefonía móvil para nuevos abonados: el cliente más antiguo ha de soportar tarifas elevadas mientras que los nuevos se benefician de descuentos increíbles, aun cuando se sabe que la volatilidad de esas nuevas incorporaciones en cartera es tan alta que los esfuerzos caen en saco roto y que sería mucho mejor focalizar en la fidelización y no en la captación desaforada. Lo que equivaldría a no recomendar el Retrato de un artista adolescente para que la literatura ganara un cliente hipotético, sino ponderar todo Joyce y decir que Ulises es su obra maestra, que se puede disfrutar como un enano leyéndola y que es una lástima perderse obras así por miedo, pereza o ambas cosas (esto he llegado a leerlo en una revista de masas dirigida al público femenino —y que de vez en cuando leo y miro—, escrito por una periodista valiente que aún no ha perdido su puesto de trabajo). Lo que no excluye que se pueda disfrutar de obras menores — con el término “menor” no me refiero a ninguna de Joyce— e incluso muy menores y que de hecho se disfrute de ellas, pero estancarse en niveles bajos con la mala excusa del odio al elitismo de unos pocos tontos sería como preferir hacer botellón al mismo precio que disfrutar del interior de un pub agradable y exclusivo por el hecho de que dentro hay un grupo de gente que nos cae mal. Echémoslos al frío de la calle entonces. Y quedémonos el pub para nosotros, si lo único que queremos es bebernos unas copas sin vacilar de ropa absurdamente cara o de teorías ridículas, o ridículamente expresadas, acerca del arte.
Me parece que el problema real no radica en el elitismo o el esnobismo de un reducto de seres con olor a naftalina. Fue el propio Carey quien hace algún tiempo largó de esta forma:
En todos los sitios cuecen habas.
Es necesario aclarar que Carey presidió el jurado encargado de otorgar el Booker Prize en 1998 y en 2004 y el Man Booker International Prize (el megapremio) en 2005. Aun cuando como hemos visto establecía restricciones de lectura dentro de su idioma materno, ahora no se priva de señalar dónde está el problema —y parece que hablara Steven Moore—. Sube el listón y avisa del peligro de que los lectores británicos se estén perdiendo a los nuevos Kafka, Camus, Borges o Calvino. Asume de esta forma que la globalización es un concepto artístico recientemente exportado a la economía, y que difícilmente podrá entenderse bien al extranjero si no se lo lee —estas derivaciones son mías—. ¿Y qué mejor manera de leerlo que leerlo?
La industria editorial se defendió así del puyazo de Carey:
De acuerdo, los lectores forman parte de un sistema diseñado para procurar la relajación sistémica, han sido adocenados por una industria que desecha todo aquello cuyo pronóstico de ventas esté por debajo de un nivel previamente establecido por ventas históricas alimentadas a su vez por éxitos facilones… lo que, en efecto, devendrá cada vez menos lectores, pues una literatura cuyas miras están puestas en la cuota de atención que puede robarle al entretenimiento masivo acabará abandonando la letra impresa por cualquier tipo de espectáculo que proporcione más audiencia. Y entonces relajamiento neuronal, etc., avisa Carey.
¿Sería justo extrapolar las quejas anteriores al mercado español? ¿Precisamente ahora, cuando llevamos varios años inmersos en un boom editorial sin precedentes? Hoy en día da la impresión de que si los libros fueran viviendas, faltarían habitantes para llenarlos. ¿Cuál es el problema entonces, si es que hay alguno? Contrariamente a lo que es lógico y racional en cuanto a propiedad inmobiliaria, un lector puede habitar muchos libros a lo largo de su vida. Uno puede no sentirse totalmente a gusto con su casa, por los motivos que sean, y resultarle difícil o imposible cambiar de residencia. Pero cambiar de libro es tan fácil como desechar el que se esté leyendo y coger otro. Sin embargo el mercado editorial —editoriales, lectores— limita las oportunidades de elección hasta el punto de que obras extranjeras de una calidad indiscutiblemente superior a miles e incluso decenas de miles de las publicadas cada año en nuestro idioma oficial son obviadas por sistema. El lector español se está perdiendo a posibles Kafkas, Camus, Calvinos e incluso a algunos Borges. Que el tiempo dirá si esto es así o no es un consuelo barato y carente de fundamento práctico (cuando el nuevo Kafka muera y sea santificado mundialmente, nosotros ya no podremos leerlo porque también estaremos muertos). Otra cosa es si el tiempo de leer a Kafka, Camus, Calvino y Borges ya pasó y de lo que se trata ahora es de procurar, entre todos, que acabe dejándose de leer por completo. Porque si es así, no hay nada que hacer.
La repulsa de Carey se dirige más al esnobismo y al elitismo cuyo interés primordial reside en la elevación sobre los demás —la masa inculta y bruta— que hacia las obras en sí. Por ejemplo, recomienda la lectura del Retrato del artista adolescente en lugar de la de Ulises, y se hace el sueco a la hora de aclarar si disfruta o no leyendo esta última. Porque su discurso no le permite definirse hasta ese punto. Su objetivo es ganar adeptos (lectores) a la causa literaria, y sabe que si les endilga recomendaciones del orden de Ulises y similares cosechará un rechazo casi seguro. Así que va y se dice: bajemos el nivel hasta un punto del que no tengamos que avergonzarnos. Quedaremos como señores sin que se nos pueda tildar de elitistas ni tampoco de vendidos al poder tan atractivo del mercado de masas. Política sabia si se tiene en cuenta el objetivo, pero tibia si se consideran los resultados. (En el prólogo a Puro placer, Carey expone un panorama futurista aterrador en el que, dado el avance imparable del placer proporcionado por otros tipos de entretenimiento menos exigentes desde un punto de vista de esfuerzo cerebral, que le están ganando hectáreas de terreno al derivado de la lectura, extrapola que cada vez habrá/hay menos lectores hasta que no quede ninguno, devenir cuyas consecuencias para el progreso humano serán desastrosas desde una óptica meramente de entrenamiento neuronal, etc.) Carey no está solo en su empeño, pues este es, ni más ni menos, el trabajo que llevan haciendo desde hace décadas las editoriales —nuevamente, en general—: descender, para ganar clientes, hasta niveles de los que piensan que no tendrán que avergonzarse. La estrategia es similar, y perdonad la comparación, a la de las ofertas de telefonía móvil para nuevos abonados: el cliente más antiguo ha de soportar tarifas elevadas mientras que los nuevos se benefician de descuentos increíbles, aun cuando se sabe que la volatilidad de esas nuevas incorporaciones en cartera es tan alta que los esfuerzos caen en saco roto y que sería mucho mejor focalizar en la fidelización y no en la captación desaforada. Lo que equivaldría a no recomendar el Retrato de un artista adolescente para que la literatura ganara un cliente hipotético, sino ponderar todo Joyce y decir que Ulises es su obra maestra, que se puede disfrutar como un enano leyéndola y que es una lástima perderse obras así por miedo, pereza o ambas cosas (esto he llegado a leerlo en una revista de masas dirigida al público femenino —y que de vez en cuando leo y miro—, escrito por una periodista valiente que aún no ha perdido su puesto de trabajo). Lo que no excluye que se pueda disfrutar de obras menores — con el término “menor” no me refiero a ninguna de Joyce— e incluso muy menores y que de hecho se disfrute de ellas, pero estancarse en niveles bajos con la mala excusa del odio al elitismo de unos pocos tontos sería como preferir hacer botellón al mismo precio que disfrutar del interior de un pub agradable y exclusivo por el hecho de que dentro hay un grupo de gente que nos cae mal. Echémoslos al frío de la calle entonces. Y quedémonos el pub para nosotros, si lo único que queremos es bebernos unas copas sin vacilar de ropa absurdamente cara o de teorías ridículas, o ridículamente expresadas, acerca del arte.
Me parece que el problema real no radica en el elitismo o el esnobismo de un reducto de seres con olor a naftalina. Fue el propio Carey quien hace algún tiempo largó de esta forma:
La escena literaria británica es tan provinciana que hay virtualmente una conspiración para que los lectores no puedan experimentar lo mejor de la literatura mundial … La literatura extranjera está descuidada en el Reino Unido, y a un extranjero la industria editorial británica podría parecerle un intento conspirativo de privar a los lectores de la mayoría de buenos libros escritos en otros idiomas que no sean el suyo propio … Si tal laxitud hubiera existido hace 50 o 60 años, para el lector en inglés habría supuesto nada de Kafka, ni de Camus, ni de Calvino, ni de Borges … Quien hable español o francés o alemán o cualquiera de una docena de otros idiomas, y entre en su librería local, descubrirá lo que se está ideando en China, qué historias se cuentan en Corea, cómo se está reinventando la novela en España y en los países escandinavos. Pero quien viva en Inglaterra no encontrará una abundancia similar. (The Guardian, 25 de junio de 2005.)
En todos los sitios cuecen habas.
Es necesario aclarar que Carey presidió el jurado encargado de otorgar el Booker Prize en 1998 y en 2004 y el Man Booker International Prize (el megapremio) en 2005. Aun cuando como hemos visto establecía restricciones de lectura dentro de su idioma materno, ahora no se priva de señalar dónde está el problema —y parece que hablara Steven Moore—. Sube el listón y avisa del peligro de que los lectores británicos se estén perdiendo a los nuevos Kafka, Camus, Borges o Calvino. Asume de esta forma que la globalización es un concepto artístico recientemente exportado a la economía, y que difícilmente podrá entenderse bien al extranjero si no se lo lee —estas derivaciones son mías—. ¿Y qué mejor manera de leerlo que leerlo?
La industria editorial se defendió así del puyazo de Carey:
Culpar de esto exclusivamente a las editoriales es demostrar verdadera ingenuidad acerca de lo que hace que un libro sea publicado. No es justo ni exacto. La ausencia de literatura traducida tiene que ver también en parte con los libreros, y en parte con la resistencia de los lectores.
De acuerdo, los lectores forman parte de un sistema diseñado para procurar la relajación sistémica, han sido adocenados por una industria que desecha todo aquello cuyo pronóstico de ventas esté por debajo de un nivel previamente establecido por ventas históricas alimentadas a su vez por éxitos facilones… lo que, en efecto, devendrá cada vez menos lectores, pues una literatura cuyas miras están puestas en la cuota de atención que puede robarle al entretenimiento masivo acabará abandonando la letra impresa por cualquier tipo de espectáculo que proporcione más audiencia. Y entonces relajamiento neuronal, etc., avisa Carey.
¿Sería justo extrapolar las quejas anteriores al mercado español? ¿Precisamente ahora, cuando llevamos varios años inmersos en un boom editorial sin precedentes? Hoy en día da la impresión de que si los libros fueran viviendas, faltarían habitantes para llenarlos. ¿Cuál es el problema entonces, si es que hay alguno? Contrariamente a lo que es lógico y racional en cuanto a propiedad inmobiliaria, un lector puede habitar muchos libros a lo largo de su vida. Uno puede no sentirse totalmente a gusto con su casa, por los motivos que sean, y resultarle difícil o imposible cambiar de residencia. Pero cambiar de libro es tan fácil como desechar el que se esté leyendo y coger otro. Sin embargo el mercado editorial —editoriales, lectores— limita las oportunidades de elección hasta el punto de que obras extranjeras de una calidad indiscutiblemente superior a miles e incluso decenas de miles de las publicadas cada año en nuestro idioma oficial son obviadas por sistema. El lector español se está perdiendo a posibles Kafkas, Camus, Calvinos e incluso a algunos Borges. Que el tiempo dirá si esto es así o no es un consuelo barato y carente de fundamento práctico (cuando el nuevo Kafka muera y sea santificado mundialmente, nosotros ya no podremos leerlo porque también estaremos muertos). Otra cosa es si el tiempo de leer a Kafka, Camus, Calvino y Borges ya pasó y de lo que se trata ahora es de procurar, entre todos, que acabe dejándose de leer por completo. Porque si es así, no hay nada que hacer.
7 comentarios:
Platicaba hace poco que actualmente la idea de literaturas nacionales (o regionales, etc..) sólo sobrevive por un interés comercial. Este interés comercial se ve limitado por razones puramente comerciales: aranceles, mercadotecnia, etc. Es más redituable promocionar un producto local que es fácilmente transportable (hablemos de libros o autores), aunque se conozca que hay otro de mejor calidad pero que se produce en otra parte.
Creo, no obstante que esto está cambiando rápidamente. En México, hace unos años ganamos acceso a los enormes mercados anglosajones gracias a los libros electrónicos. Ya es posible leer a la par que en sus países de origen. Lento, pero seguro, este año comenzamos a ganar acceso a los mercados españoles e hispanoamericanos.
La única barrera real que quedará en unos años será la del lenguaje. Sospecho, sin embargo, que conforme el libro electrónico (y el POD) se asienta, esto se solventará directamente en las editoriales, que se harán cargo de las propias traducciones en vez de vender los derechos. Bajo la misma lógica que expresas en tu entrada, si tienen un mejor producto, será sencillo para ellos hacerse de los lugares que antes ocupaban productos locales inferiores.
El problema, entonces (cómo ahora), será que hay demasiados libros que leer.
¡De nuevo la industria los malos! Cuándo vendía más Eugene Sue que Flaubert y Balzac juntos, ¿también era culpa de la industria o del sistema? ¿O es que Borges, Kafka y Joyce entraron alguna vez en la lista de los más vendidos? La supervivencia o no de una obra no tiene, en absoluto, nada que ver con sus ventas, ni siquiera con su recepción inicial por parte de la crítica, y ligar ambas cosas o echarle la culpa a un fantasmagórico “sistema” de que la gente lea mierda –como sucede desde siempre- indica un grave desconocimiento de la historia de la literatura. Por lo demás, teniendo en cuenta los escritores contemporáneos españoles que suele alabar da miedo pensar a quienes considerará usted “posibles Kafkas, Camus, Calvinos e incluso a algunos Borges” Un cordial saludo.
Tienes razón, René, en la facilidad de acceso actual. Ahora compramos donde y lo que nos da la gana. La única barrera real es efectivamente el idioma, muy poderosa en algunos casos. Por mucho que dominemos un idioma extranjero, algunos más en pocos casos, la facilidad de lectura nunca será la misma que con la lengua materna, con las excepciones que sabemos que existen de personas con dominio absoluto de dos o más idiomas, que no son la norma. Eso que dices de la traducción en origen, o la edición multilingüe, sería magnífico. Sobre todo para editoriales minoritarias con grandes productos que podrían rentabilizarlos en mercados más amplios. Y si al final hay demasiados libros para leer, supongo que seguirían rigiendo las tesis darwinistas y el lector debería continuar aplicando su particular “selección natural”.
José, admito mi desconocimiento de la historia de la literatura si en esa historia he de incluir movimientos económicos que poco tienen que ver con la calidad perdurable y que desde luego no me interesan lo más mínimo. Aunque sabes perfectamente que no me refería a eso. Que la “industria” haya sido siempre así no quiere decir que haya que aceptarlo y desistir de señalar sus defectos más evidentes, cada vez más indignantes. Dice el economista Gary Hamel, de manera irónica: “Es legítimo que una compañía se beneficie de explotar la ignorancia del consumidor o de limitar su oferta”. Es un hecho que ese es el comportamiento comúnmente aceptado de una industria de la que sin duda tienes pocas o ninguna queja. Y por otro lado, si dije Kafka, Camus, Calvino o Borges fue precisamente para aprovechar el discurso de Carey y porque ninguno era español. De gustibus non est disputandum: de escritores españoles estamos precisamente bien surtidos aquí, los que yo pondero de vez en cuando y los que tú ponderaras donde toque. La referencia es exclusiva al extranjero, a ese mercado supranacional a que hace referencia René y del que ya he dado muestras, y seguiré haciéndolo, en este espacio.
Los que, por desgracia, no dominamos ningún idioma extranjeto a un nivel que nos permita leer en el idioma original, estamos condenados a leer no lo que queremos sino lo que nos ponen, como tu mismo has comentado varias veces en este blog y mientras no se haga realidad el futuro que pronostica René. Así que, en principio, lo de rebajar el nivel me da bastante miedo. Aunque, por suerte, en este país parece que ha surgido últimamente bastante gente dispuesta a arruinarse editando libros sin bajar el nivel, esto se puede acabra en cualquier momento. Pero sí que creo que puede ser bueno lo de bajar el nivel con la gente joven. He conocido bastante gente que no lee nada porque su único contacto con la literatura fueron los clásicos que debíamos leer en el instituto, que si pueden ser duros a cualquier edad, imagina a los 15 años. Yo misma, que soy una lectora empedernida desde bien pequeña, lo pasé bastante mal con algunos libros. Recuerdo especialmente Crimen y Castigo, que me pareció insufrible. Y resulta que diez años después me leí las obras completas de Dostoievsky practicamente de un tirón y las gocé como una enana. Pero aquella novela en aquel momento se me atragantó, tanto que nunca me he atrevido a darle una segunda oportunidad.
José Martínez: creo que confundes la historia de la literatura con el mercado editorial. Yo sí que creo que la industria tiene su parte de responsabilidad en el nivel de lo que la gente lee. Si vas a cualquier cadena de librerías potente vas a ver que la literatura de entretenimiento (por llamarla de alguna manera) ocupa cuatro veces más espacio que la literatura llamemosla seria. Es lo mismo que pasa con el cine: una película que se exhibe en 200 salas y que va acompañada de una gran campaña publicitaria por necesidad va a tener más público que otra que solo lo haga en 20 salas y cuyo estreno no sale en el telediario, empezando porque hay muchas ciudades españolas en las que ciertas películas no llegan ni a estrenarse. Pues lo mismo pasa con los libros. Las grandes editoriales las vas a encontrar en todas partes y acaparando un montón de espacio. Encontrar una de esas joyas que por suerte están editando ahora editoriales pequeñas requiere ser muy curioso y capaz de ir más allá del aparato comercial de las grandes editoriales y tener a mano una buena librería. Claro que a lo mejor, y como bien apunta José Luis, igual tu estás encantado con que el sistema funcione así.
Nuestro amigo René dijo en una ocasión, a cuenta de Providence, de Juan Francisco Ferré, que leer es como jugar al bádminton, estableciendo un paralelismo entre la práctica del deporte y la lectura. El escamoteo de hitos singulares por causas comerciales impide que nuestra cultura se desarrolle todo lo que podría. La semana pasada una renombrada agente literaria me decía que el problema de la literatura española actual era, en general, la debilidad de los referentes a que se enfrentaban los escritores y/o su antigüedad. Si el sector editorial sabe por experiencia que un determinado producto funciona, es reacio a introducir otros de los que, aunque aceptados en otros mercados, dudan por su gran diferencia frente a lo ya testado. Yo no pude ir a ver Tokyo Blues, la película, en Málaga porque sencillamente no estaba disponible en las salas. Y aquí viven más de 600.000 almas, sólo en la ciudad. Con Pagafantas no había problema. Pero a los que quieren evolucionar de una a otra sólo les queda hacer turismo.
Entiendo lo que cuentas. Cuando tenía 15 años me regalaron Los hermanos Karamazov, creo que porque me vieron leyendo Miguel Strogoff y ambos títulos rimaban si se pronunciaban mal. Ni siquiera intenté leerla hasta cinco o seis años después.
Interesante. Muy interesante.
Estoy con Réné: el lenguaje es lo único que nos separa (yo recuerdo haber recomendado a Murakami, siglos ha, cuando sólo estaba traducido al francés, no había manera de encontrar nada en castellano). Y el tiempo, porque es difícil separar el grano de la paja sin perspectiva histórica. ¿Cuántos autores de 1900 se consideraban imprescindibles y hoy en día no se leen? ¿Dónde está ese Melville chino al que desconocemos totalmente?
Acabo de reservar el de Carey en la biblioteca. Parece interesante. Estoy de acuerdo con él en que a veces es mejor entrar en ciertos autores a través de obras "menores". Entre comillas, porque... yo adoro "La montaña mágica", es una de mis novelas favoritas, pero me siento incapaz de afirmar que "Muerte en Venecia" es una novela menor. Es más corta, eso sí, pero no menor.
La ventaja de libros como éste es que te ayudan a separar, otra vez, lo bueno de lo malo. Es como Harold Bloom: me da igual que lo critiquen, yo soy fan de su Canon. Me toca las narices el relativismo literario: sí, hay ciertas obras que son mejores que otras. No son sólo diferentes, sino mejores. Y punto. Me da igual que la gente se ofenda.
También es verdad que todo tiene un tiempo. Y el Quijote con 16 años no lo es.
Arte
El canon de Bloom llegué a imprimirlo y a guardarlo en la cartera durante un par de años, hasta que el papel se rompió. Es con cosas así con las que consigues discriminar y aprendes cómo buscar y discriminar por ti mismo. Lo que sucede ahora es que los cánones son casi exclusivamente comerciales, de ahí que esa discriminación cobre más sentido que nunca y contra la radicalización de un mercado acomodado (editoriales y lectores) haya que oponer juicios de valor radicales, como el que tú acabas de hacer: hay obras que son mejores que otras, y punto.
Ya me dirás del prólogo de Carey.
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