Los libros de autoayuda se venden tanto porque la gente está/se siente jodida, vale. O porque aun cuando el género humano sienta/crea que se encuentra en un buen momento (aunque ahora no sea el caso más extendido), existe la sospecha larvada de que lo que se entiende por una vida de máximos quizá sea simplemente el disfraz de una vida de mierda. Autorrealizarse, alcanzar la felicidad, ganar amigos, nadar en dinero y riqueza, potenciar la salud, perder el miedo a la muerte, aprender a ser rico, a ser pobre: nada escapa a este “género”. Pero ¿cómo logra su propio éxito?
Es decir, ¿qué tienen todos esos libros que ya se vendían bastante bien antes de que llegara la crisis económica y cuya preeminencia comercial cabrea tanto porque roba espacio físico y mental a lo que verdaderamente “debería” llenar las horas de lectura de la gente? (¿Irrita también encontrar en un mismo espacio comercial una hamburguesa junto a un solomillo argentino, o un Pesquera a escasos metros de un Palacio de Grajal, o que en una sala de cine se proyecte Pagafantas al lado de El cisne negro? Sí, claro. Vale.) El secreto no debe de residir en algo demasiado difícil de desentrañar, habida cuenta de la inundación de textos cuyo objetivo pretende ser la autorrealización.
Tuve un CEO (un Chief Executive Officer; es decir, un jefe) que en los documentos de planificación y estrategia de la empresa incluía citas de autores de libros de autoayuda (yo cité a Shoshana Zuboff hace 15 años en una memoria para ganar un concurso en Santander y en los recursos que presentaron las empresas de la competencia llegaron a decir de mi “atrevimiento” o pedantería algo así como “¡Mira, hasta citas filosóficas!”…), aunque probablemente ni el autor ni él aceptarían de buen grado que se tilde de autoayuda a lo que pretende ocultarse tras el disfraz de un manual de gestión de negocios. En realidad todos los libros de management son libros de autoayuda —empezando por los históricamente más vendidos, como El principio de Peter, de Laurence J. Peter, la trilogía o tetralogía de la excelencia, de Tom Peters, o Reingeniería de la empresa, de Michael Hammer y James Champy; e incluso los que tiran de la sátira a modo de vehículo de expresión, como hace Scott Adams en El principio de Dilbert—, la mitad de las novelas son libros de autoayuda, me refiero a los best-sellers —véanse La elegancia del erizo, de Muriel Barbery, casi cualquier novela de Anna Gavalda, o cualquiera de las de David Safier, por citar sólo casos actuales flagrantes que conozca de primera mano—; y los mejores manuales de software que he leído utilizan los mismos trucos del género de la autoayuda para atraer al lector y potenciar el uso práctico —y así fidelizar al cliente— de la materia que tratan. Incluso los libros científico-divulgativos echan mano de esas técnicas para “enganchar” al lector y procurar que se introduzca en un ambiente que le es bizarro —¿alguien ha leído a Stephen Hawking?, yo sí—.
La cita es vía el libro Erótica de la autoayuda, de David Viñas Piquer. (Yo a Covey no lo he leído excepto en los papelotes que preparaba aquel CEO.) Viñas, a quien ya conocemos por haberse ocupado de desentrañar los entresijos del best-seller y por analizar a fondo la crítica literaria, le hace esta vez la ingeniería inversa a la autoayuda, que tan pocos problemas soluciona y tantos bolsillos saquea. Esta vulgaridad última es mía, aunque Viñas tampoco se corta al poner de relieve que uno de los “trucos” de la “literatura” de autoayuda es ponérselo fácil al lector y cita la “incorrección” de Gustavo Bueno cuando “sugiere” que “estos libros son sólo para lectores de ‘pueril inteligencia’ o ‘débiles mentales’” (p. 89). (¿Risas? ¿Aplausos?) Tanto es así que un tal Serrano, al explicar cómo cultivar ciertas “habilidades de escucha y apoyo emocional” (y parece que estemos leyendo a David Foster Wallace), llega al extremo de ofrecer el siguiente ejemplo “práctico”:
¿Realmente hay gente que gane dinero escribiendo estas cosas? Por supuesto, y bastante más que con la literatura o la filosofía. Incluso los hay que se han hecho de oro utilizando ésta o aquélla para tales fines. Recordemos a Lou Marinoff, autor de Más Platón y menos Prozac —y también a Joostein Gaarder y su El mundo de Sofía, autoayuda disfrazada de divulgación disfrazada de novela—, y a Alain de Botton, quien escribió un libro —y ganó dinero con él— titulado Cómo cambiar tu vida con Proust. En su ansia por ejemplificar cómo los lectores “enfermos” pueden solucionar sus problemas, la autoayuda se sirve de cualquier cosa, incluso de novelas de las calificadas como difíciles o aburridas: En busca del tiempo perdido, Ulises, El hombre sin atributos… (Lo que habría que preguntarse es por qué entonces no se va derecho a las fuentes y se acepta en cambio la intermediación escrita de esta especie de médiums.)
Pero ¿de verdad está la gente tan mal? No, están peor: la insatisfacción es la norma, y vivir mejor el objetivo. La autorrealización es inducida por el sistema de valores en que vivimos: la culpa de que seamos unos desgraciados es nuestra, no de las circunstancias o de las malas personas que nos rodean (204). Necesitamos ser felices y/o ser alguien, y si no lo deseamos es que somos unos inútiles o no nos hemos dado cuenta de que teníamos esas necesidades (ser felices, ser alguien), de ahí que deba llamársenos la atención de manera contundente:
Pero cuidado, puede ser peor el remedio que la supuesta enfermedad:
Tanto que:
Una parte del análisis de David Viñas podría incluirse, parafraseando a Javier Marías, en aquello que sabemos pero no sabemos que sabemos, pero la mayoría es fruto de un trabajo que se me antoja especialmente ingrato (estudiar un montón de autoayuda) aunque sus resultados, además de reveladores, son en gran medida algo así como restauradores de un orden necesario. Capítulo a capítulo, Viñas va arrancando cada uno de los velos tras los que se esconde el éxito de gente como Luis Rojas Marcos, Eduardo Punset —quien habiendo estudiado cosas de leyes y de economía se dedica, como todo el mundo sabe, a divulgar conocimientos científicos con jugosos resultados mediáticos y económicos—, Robin Sharma, Deepak Chopra, Jorge Bucay, Stephen Covey e incluso, en al menos uno de sus libros (De qué hablo cuando hablo de correr), Haruki Murakami. Independientemente de si uno lee o ha leído autoayuda o no, los reconocerá de inmediato (lo que sabía pero, etc.) e incluso estará de acuerdo con muchas de las conclusiones alcanzadas. (Y es sintomático que Viñas, profesor de Teoría de Literatura en la Universidad de Barcelona, comience cada capítulo citando un extracto de una gran novela —caen Cervantes, Balzac, Melville, Joyce, Sterne…: ninguno malo—, para a partir de ahí conducir parte de cada aspecto de su análisis hacia la idea de que cada triquiñuela de tahúr utilizada por estos autogurús ya fue literariamente anticipada, siempre en una obra maestra.) Puede tomarse como un antídoto contra el antídoto contra la infelicidad, como una forma de aprender a desaprender a confiar ciegamente en la figura del gurú (estas extrapolaciones son mías), quienes prometen con aun menos fundamento que los malos novelistas.
Sé de qué estoy hablando. Como lector atrapado en aeropuertos, sé qué es enfrentarse a un expositor aeroportuario con una selección de títulos mainstream con que matar la espera y optar por superventas de autoayuda o gestión empresarial (es decir, autoayuda sectorial o especializada) en lugar de por novelas de todavía peor calidad. Los santanderinos que leyeron la cita de la tal Zuboff le deben el cabreo al retraso de un vuelo Madrid-Bilbao. Seguramente sé que un tipo vendió su Ferrari y se metió a monje y después escribió un libro con el que ganó una pasta gigantesca porque los de Iberia tenían problemas serios aquella tarde. Pero también ha habido elecciones menos forzadas: me he enfrentado a asuntos en apariencia irresolubles que he pretendido capear acudiendo a estos curanderos de las dificultades sectoriales, y no los he solventado gracias a ellos, aunque recuerdo multitud de cosas que en su momento a sus autores (y a sus citadores) les parecían la bomba. Como por ejemplo:
Ahí está parte de esa erótica, en la advertencia. Y en el miedo.
Es decir, ¿qué tienen todos esos libros que ya se vendían bastante bien antes de que llegara la crisis económica y cuya preeminencia comercial cabrea tanto porque roba espacio físico y mental a lo que verdaderamente “debería” llenar las horas de lectura de la gente? (¿Irrita también encontrar en un mismo espacio comercial una hamburguesa junto a un solomillo argentino, o un Pesquera a escasos metros de un Palacio de Grajal, o que en una sala de cine se proyecte Pagafantas al lado de El cisne negro? Sí, claro. Vale.) El secreto no debe de residir en algo demasiado difícil de desentrañar, habida cuenta de la inundación de textos cuyo objetivo pretende ser la autorrealización.
Tuve un CEO (un Chief Executive Officer; es decir, un jefe) que en los documentos de planificación y estrategia de la empresa incluía citas de autores de libros de autoayuda (yo cité a Shoshana Zuboff hace 15 años en una memoria para ganar un concurso en Santander y en los recursos que presentaron las empresas de la competencia llegaron a decir de mi “atrevimiento” o pedantería algo así como “¡Mira, hasta citas filosóficas!”…), aunque probablemente ni el autor ni él aceptarían de buen grado que se tilde de autoayuda a lo que pretende ocultarse tras el disfraz de un manual de gestión de negocios. En realidad todos los libros de management son libros de autoayuda —empezando por los históricamente más vendidos, como El principio de Peter, de Laurence J. Peter, la trilogía o tetralogía de la excelencia, de Tom Peters, o Reingeniería de la empresa, de Michael Hammer y James Champy; e incluso los que tiran de la sátira a modo de vehículo de expresión, como hace Scott Adams en El principio de Dilbert—, la mitad de las novelas son libros de autoayuda, me refiero a los best-sellers —véanse La elegancia del erizo, de Muriel Barbery, casi cualquier novela de Anna Gavalda, o cualquiera de las de David Safier, por citar sólo casos actuales flagrantes que conozca de primera mano—; y los mejores manuales de software que he leído utilizan los mismos trucos del género de la autoayuda para atraer al lector y potenciar el uso práctico —y así fidelizar al cliente— de la materia que tratan. Incluso los libros científico-divulgativos echan mano de esas técnicas para “enganchar” al lector y procurar que se introduzca en un ambiente que le es bizarro —¿alguien ha leído a Stephen Hawking?, yo sí—.
“… nuestros problemas y nuestro dolor son universales y crecientes, y las soluciones a los problemas se basan, y siempre se basarán, en principios universales, eternos y evidentes, comunes a todas las sociedades prósperas y duraderas a lo largo de la historia”, Stephen Covey en Los 7 hábitos de la gente altamente efectiva (p. 15). (Éste es el libro que citaba mi jefe ad nauseam.)
La cita es vía el libro Erótica de la autoayuda, de David Viñas Piquer. (Yo a Covey no lo he leído excepto en los papelotes que preparaba aquel CEO.) Viñas, a quien ya conocemos por haberse ocupado de desentrañar los entresijos del best-seller y por analizar a fondo la crítica literaria, le hace esta vez la ingeniería inversa a la autoayuda, que tan pocos problemas soluciona y tantos bolsillos saquea. Esta vulgaridad última es mía, aunque Viñas tampoco se corta al poner de relieve que uno de los “trucos” de la “literatura” de autoayuda es ponérselo fácil al lector y cita la “incorrección” de Gustavo Bueno cuando “sugiere” que “estos libros son sólo para lectores de ‘pueril inteligencia’ o ‘débiles mentales’” (p. 89). (¿Risas? ¿Aplausos?) Tanto es así que un tal Serrano, al explicar cómo cultivar ciertas “habilidades de escucha y apoyo emocional” (y parece que estemos leyendo a David Foster Wallace), llega al extremo de ofrecer el siguiente ejemplo “práctico”:
“… los candidatos que asienten con la cabeza durante las entrevistas consiguen más a menudo el trabajo que aquellos que no lo hacen. Algunas claves vocales como ‘ah’, ‘mmm’, ‘ajá’, ‘ya’, ‘oh’ e incluso un gruñido pueden tener efectos contundentes”, 94.
¿Realmente hay gente que gane dinero escribiendo estas cosas? Por supuesto, y bastante más que con la literatura o la filosofía. Incluso los hay que se han hecho de oro utilizando ésta o aquélla para tales fines. Recordemos a Lou Marinoff, autor de Más Platón y menos Prozac —y también a Joostein Gaarder y su El mundo de Sofía, autoayuda disfrazada de divulgación disfrazada de novela—, y a Alain de Botton, quien escribió un libro —y ganó dinero con él— titulado Cómo cambiar tu vida con Proust. En su ansia por ejemplificar cómo los lectores “enfermos” pueden solucionar sus problemas, la autoayuda se sirve de cualquier cosa, incluso de novelas de las calificadas como difíciles o aburridas: En busca del tiempo perdido, Ulises, El hombre sin atributos… (Lo que habría que preguntarse es por qué entonces no se va derecho a las fuentes y se acepta en cambio la intermediación escrita de esta especie de médiums.)
Pero ¿de verdad está la gente tan mal? No, están peor: la insatisfacción es la norma, y vivir mejor el objetivo. La autorrealización es inducida por el sistema de valores en que vivimos: la culpa de que seamos unos desgraciados es nuestra, no de las circunstancias o de las malas personas que nos rodean (204). Necesitamos ser felices y/o ser alguien, y si no lo deseamos es que somos unos inútiles o no nos hemos dado cuenta de que teníamos esas necesidades (ser felices, ser alguien), de ahí que deba llamársenos la atención de manera contundente:
“Queremos que todas las personas sean personas de negocios”, un tal Ralph Stayer, presidente ejecutivo de algo llamado Johnsonville Foods, citado por Tom Peters a modo de ejemplo-apertura-guía en Reinventando la excelencia, 303.
Pero cuidado, puede ser peor el remedio que la supuesta enfermedad:
“Es entonces cuando podría decirse que el género de la autoayuda se presenta como un fármaco cuyo efecto secundario más nocivo es su posibilidad de girarse en sentido contrario”, 217.
Tanto que:
“… [los libros de autoayuda], según Ehrenreich, han tenido su parte de responsabilidad en la crisis económica, pues han logrado generar un exceso de optimismo que ha llevado a mucha gente a pensar que podía vivir por encima de sus posibilidades (y han pedido hipotecas, préstamos, etc.) hasta que finalmente la realidad se ha impuesto y, con ella, la desgracia”, 218.
Una parte del análisis de David Viñas podría incluirse, parafraseando a Javier Marías, en aquello que sabemos pero no sabemos que sabemos, pero la mayoría es fruto de un trabajo que se me antoja especialmente ingrato (estudiar un montón de autoayuda) aunque sus resultados, además de reveladores, son en gran medida algo así como restauradores de un orden necesario. Capítulo a capítulo, Viñas va arrancando cada uno de los velos tras los que se esconde el éxito de gente como Luis Rojas Marcos, Eduardo Punset —quien habiendo estudiado cosas de leyes y de economía se dedica, como todo el mundo sabe, a divulgar conocimientos científicos con jugosos resultados mediáticos y económicos—, Robin Sharma, Deepak Chopra, Jorge Bucay, Stephen Covey e incluso, en al menos uno de sus libros (De qué hablo cuando hablo de correr), Haruki Murakami. Independientemente de si uno lee o ha leído autoayuda o no, los reconocerá de inmediato (lo que sabía pero, etc.) e incluso estará de acuerdo con muchas de las conclusiones alcanzadas. (Y es sintomático que Viñas, profesor de Teoría de Literatura en la Universidad de Barcelona, comience cada capítulo citando un extracto de una gran novela —caen Cervantes, Balzac, Melville, Joyce, Sterne…: ninguno malo—, para a partir de ahí conducir parte de cada aspecto de su análisis hacia la idea de que cada triquiñuela de tahúr utilizada por estos autogurús ya fue literariamente anticipada, siempre en una obra maestra.) Puede tomarse como un antídoto contra el antídoto contra la infelicidad, como una forma de aprender a desaprender a confiar ciegamente en la figura del gurú (estas extrapolaciones son mías), quienes prometen con aun menos fundamento que los malos novelistas.
Sé de qué estoy hablando. Como lector atrapado en aeropuertos, sé qué es enfrentarse a un expositor aeroportuario con una selección de títulos mainstream con que matar la espera y optar por superventas de autoayuda o gestión empresarial (es decir, autoayuda sectorial o especializada) en lugar de por novelas de todavía peor calidad. Los santanderinos que leyeron la cita de la tal Zuboff le deben el cabreo al retraso de un vuelo Madrid-Bilbao. Seguramente sé que un tipo vendió su Ferrari y se metió a monje y después escribió un libro con el que ganó una pasta gigantesca porque los de Iberia tenían problemas serios aquella tarde. Pero también ha habido elecciones menos forzadas: me he enfrentado a asuntos en apariencia irresolubles que he pretendido capear acudiendo a estos curanderos de las dificultades sectoriales, y no los he solventado gracias a ellos, aunque recuerdo multitud de cosas que en su momento a sus autores (y a sus citadores) les parecían la bomba. Como por ejemplo:
“Los años noventa serán una década de apresuramiento, una cultura de la hipervelocidad. Sólo habrá dos tipos de directivos: los rápidos y los muertos”, un tal David Vice, por entonces Vicepresidente de Northern Telecom. Citado en Peters, 93.
Ahí está parte de esa erótica, en la advertencia. Y en el miedo.
11 comentarios:
Luis Rojas Marcos (al que no he leído, por otro lado, en mi vida) fue, si no equivoco, director de la institución psiquiátrica más importante de Estados Unidos, así que a priori debería saber de lo que escribe. El libro de Murakami habla de su afición al atletismo mezclado con algunos recuerdos personales. No sé qué demonios tiene que ver con la autoayuda y con Bucay o Chopra y compañía.
Sin duda, pero el libro de Viñas desentraña los “secretos” de la atracción de la autoayuda, y Rojas Marcos no resistió la tentación y bajó a su arena (a ofrecer la barra libre de consejos; no se trata de una "crítica", sino de una constatación). El ejemplo que ofrece Viñas (y del que cita bastante para fundamentar su inclusión aquí) es de un libro publicado 2010: Superar la adversidad. El poder de la resiliencia, Espasa-Calpe, que aún se ve en puestos visibles en las grandes librerías.
Del libro de Murakami se dice hasta qué punto participa de la poética de la autoayuda. Ese libro de Murakami no lo he leído, pero por los ejemplos que ofrece Viñas se ve que, aun sin salirse de su propia intimidad, el japonés acaba ofreciendo una especie de manual de autosuperación.
Se puede hace un experimento: cambiar todos los párrafos en los que Murakami escribió la palabra "correr" (en "De qué hablo cuando hablo de correr") y cambiarla por "escribir". El resultado es sorprendente. Prepararse y aprender a correr maratones. Hacer algo parecido con las novelas. En Murakami, las dos actividades se confunden. No lo veo como un libro de autoayuda. Nada que ver con el resto de la cuadrilla. Es otro escritor hablando de su particular odisea a la hora de escribir.
No lo es, pero te sorprenderías si leyeras el análisis que hace Viñas de él y por qué cree que participa de las formas de hacer de la autoayuda. De hecho, muchos libros de memorias son meros ejemplos de autosuperación y autorrealización con muchas páginas.
Ví el libro de Viñas la semana pasada, y esperé a comprarlo para informarme antes acerca del autor. Y entro aquí y lo encuentro reseñado. Felizmente reseñado. Cuando miré la bibliografía y descubrí que su análisis abarcaba de Bucay a Punset y Murakami, me interesó aún más, pues a priori parece que Viñas analiza no sólo los libros marcadamente de autoayuda, sino lo que -en palabras de Eva Illouz- viene siendo la cultura de la autoayuda, una lógica narrativa que va de las revistas femeninas y los bestsellers a los blockbusters.
Me parece excepcional que cites a DFW, porque creo que sus personajes no pueden ser analizados al margen de esa preocupación terapéutica con sí mismos, la cual, además, viene avalada por un lenguaje sobre las emociones estereotipado y kitsch.
Hola, Eudald.
Efectivamente Viñas considera, y bastante, a Illouz, y también a Lipovetsky, con quien en España se podrá estar de acuerdo o no pero ahí están su trabajo y sus conclusiones. El análisis de Viñas no es superficial, aunque se reduce al cómo sin entrar tanto en el porqué, ya fenomenalmente dicho por los dos mencionados. Interesante también, o incluso imprescindible, se me olvidó comentarlo, para los buscadores de la fórmula magistral que transforme el plomo en oro.
Cuando cité a DFW me acordaba, sobre todo (aunque hay tantos personajes suyos así), de la mujer deprimida (Entrevistas breves), de Meredith Rand (El rey pálido, capítulo 46) y de This is Water, que traduje aquí y a la que la semana que viene le voy a dedicar otro post con epub incluido.
Saludos.
Sobre los libros de autoayuda disfrazados de novelas, tengo la teoría de que lo son todos los que incluyen un animal en el título y los protagonizados por animales. Como ya por el título me dan bastante alergia no suelo leerlos, así que es una teoría bastante patillas, lo reconozco. Pero me jugaría algo a que esa trilogía de cocodrilos, tortugas y no sé que otro animal lloriqueante o lo que sea va por ahí.
Me espero al post sobre This is Water (¡gracias por la traducción!) para comentar sobre DFW.
Julia
Bueno, quizá sea porque creen que si rebajan el discurso poniéndolo en bocas de animalitos llegarán a más gente (y venderán más), y por lo que se ve, aciertan. La historia del erizo sin embargo no incluye animales parlantes, que recuerde, sino una metáfora bastante populista sobre la fealdad exterior versus la belleza interior. Y filosofía didáctica a montones, que supongo el lector medium de ese tipo de género (ni siquiera voy al lector pelao y mondao) se iría saltando para conocer cuanto antes los detalles de la vida de la portera. De vez en cuando leo estas cosas para "estar en el mundo", aunque reconozco que huyo de novelas "gordas" de ese tipo (el mismo prejuicio de la extensión que existe, en general, para la literatura lo tengo para los escasos best-sellers que me decido a "analizar").
Te comprendo en lo de los prejuicios sobre best sellers "gordos". Me enorgullezco de haber aguantado hasta ahora sin leer Los pilares de la tierra. Aunque debo reconocer que lo intenté (mea culpa). Yo también tengo otro prejuicio contra las novelas que incluyen la palabra "viento" en el título. ¡Y hay muchas!
Julia
Precisamente el libro me interesó porque parecía que en efecto se ocupaba del cómo y no el porqué.
En relación a lo que comentábamos acerca de los personajes de DFW (encuentro acertadísimos los que has escogido, y además creo que La persona deprimida es uno de los mejores textos de su autor) no puedo contenerme, y he de copiar una cita de Illouz, que cuando la leí en su momento me pareció que hablaba inequívocamente (y además con guiños al lector) de los personajes de DFW:
"El enamorado posmoderno queda entonces en un estado de sospecha, sea cual sea el modelo: o bien sospecha irónicamente que está imitando el glamour del cine o bien sospecha terapéuticamente de que no está trabajando lo suficiente como para revelar la verdadera esencia del amor más allá de su aparente tedio o palidez" (El consumo de la utopía romántica, p. 245)
Te respondo con otra cita, esta vez de DFW (en una entrevista de 1993 con Larry McCaffery, de Review of Contemporary Fiction):
“Tuve un profesor que me gustaba y que solía decir que la labor de la buena narrativa es aliviar al incómodo y molestar al cómodo. Pienso que buena parte del propósito de la narrativa seria consiste en dar al lector, quien como todos nosotros es una especie de recluso en su propio cráneo, darle acceso imaginativo a otro yo. Puesto que una parte ineludible del ser humano es sufrir, como humanos que somos de alguna manera nos acercamos al arte para experimentar el sufrimiento, una experiencia necesariamente vicaria, más bien una especie de generalización del sufrimiento.”
Ahora está todo mucho más claro.
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