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Hace casi un año abrí este blog con el único objetivo de ir haciendo pública parte de mis notas personales de lectura. Llevaba tiempo sin publicar nada en ningún sitio que tuviera una circulación aceptable y una visibilidad decente; es decir, llevaba tiempo sin publicar nada. Provengo de un entorno profesional que nada tiene que ver con la literatura, pero en el que es relativamente fácil ocupar un hueco si tienes un adecuado bagaje literario. Por lo que la literatura no sólo me ha servido para buscar respuestas en otras voces a las grandes cuestiones o para comprobar que los grandes interrogantes son universales, sino también para la adquisición de unas habilidades rudimentarias convertibles en dinero. El blog no prometía nada más allá de la reserva de espacio en una máquina que sirviera las composiciones de texto e imagen que fuera produciendo (o rescatando). En este aspecto su identificación con la mayoría de publicaciones literarias actuales es casi total: el pago por la escritura es ver impresas tus frases, ya sea en papel o en pantalla o en ambos medios. Por lo que, a priori, colgar un artículo en la entrada de tu casa (a modo de felpudo) o en la puerta del establo más fotografiado de Norteamérica es lo mismo; el verdadero rendimiento no se deriva del número de lecturas sino de la calidad de éstas; la comida se obtiene por otros lares.
Después volví a acostumbrarme a la escritura como fórmula interpretativa. Escribir sobre literatura como mero eco de lo leído es, en cierto modo, como tararear en público con una melodía de fondo: una suerte de karaoke simulado. Pero escribir interpretaciones personales sobre esas melodías implica voluntad de desentrañamiento, de traducción pasada por el matiz de la propia subjetividad. La mayoría de los libros ahora editados no son más que eso: interpretaciones mixtificadas de otras literaturas menos contaminadas y más alejadas, en la cadena de conceptos resampleados en estructuras más o menos novedosas, del mercado de segunda mano de las ideas. Sin embargo en esos libros se juega además con la ficción como ingrediente generador de entretenimiento. La fórmula también funciona a la inversa: historias construidas sobre la base conceptual de una o varias ideas filosóficas, metafísicas o psicológicas. ¿Se busca entretener o generar diálogo? ¿Se busca algo, en realidad?
Estas preguntas me las hago mientras leo una obra. Qué quiere decir, pero también cuál es su objetivo, para qué fines fue escrita. Sin olvidar los más trillados: de dónde bebe, a quién o quiénes trata de venerar, cuáles son sus ideologías, etc. Leo e, inevitablemente, interpreto. A veces el entretenimiento es un bonus de la lectura; otras, se autogenera porque despierta asociaciones mentales, aflora recuerdos, dispara la creatividad; con (mucha) suerte se disfrutará de ambas diversiones. Como tengo mala memoria, suelo tomar breves apuntes tras finalizar (o dar por finalizada) una lectura. Basándome en ellos quizá redacte un texto que publique aquí, aunque en la mayoría de ocasiones simplemente los guardo sin ningún propósito a la vista.
Dentro de esos textos, la valoración es obligada. Se corresponde con una vena comercial que no quiero evitar. Cuando escribo sobre una obra que creo merece una lectura más amplia, más difundida, pienso en la ganancia implícita de la literatura en sí, por mínima que sea. Por sí sola una voz no es despreciable, puesto que todas juntas son capaces de generar ruido. Y pienso que el silencio es aún más explícito, porque indica inexistencia de valoración, desinterés absoluto.
De alguna forma, Borges reclamaba un estatus artístico para el lector. Él mismo se definía lector antes que escritor. Entiéndase en este contexto el término lector como algo más allá del consumidor de tramas y acción, de diálogos, descripciones y fantasías, de historias, horrores y ficciones. Inscríbase a ese lector como parte dialogante del juego literario, como actor necesario más allá de su pretendida función de espectador. Un lector intérprete, en definitiva, con cuyos actos derivados de la lectura no vampiriza la obra ni asume un rol parasitario de la misma. A diferencia de la crítica institucionalizada por el mercado, rea de la remuneración y las políticas de simbiosis, ese lector se caracteriza por un total grado de autonomía, ausencia de filiación e inexistencia de deudas.
El crítico puro es, pues, lector informado, intérprete y silenciador; no remunerado, súbdito de nadie; producto literario a la par que productor de literatura. Ese crítico sólo puede ser blogger. Fuera de la blogosfera, tan sólo existe la sospecha.
Después volví a acostumbrarme a la escritura como fórmula interpretativa. Escribir sobre literatura como mero eco de lo leído es, en cierto modo, como tararear en público con una melodía de fondo: una suerte de karaoke simulado. Pero escribir interpretaciones personales sobre esas melodías implica voluntad de desentrañamiento, de traducción pasada por el matiz de la propia subjetividad. La mayoría de los libros ahora editados no son más que eso: interpretaciones mixtificadas de otras literaturas menos contaminadas y más alejadas, en la cadena de conceptos resampleados en estructuras más o menos novedosas, del mercado de segunda mano de las ideas. Sin embargo en esos libros se juega además con la ficción como ingrediente generador de entretenimiento. La fórmula también funciona a la inversa: historias construidas sobre la base conceptual de una o varias ideas filosóficas, metafísicas o psicológicas. ¿Se busca entretener o generar diálogo? ¿Se busca algo, en realidad?
Estas preguntas me las hago mientras leo una obra. Qué quiere decir, pero también cuál es su objetivo, para qué fines fue escrita. Sin olvidar los más trillados: de dónde bebe, a quién o quiénes trata de venerar, cuáles son sus ideologías, etc. Leo e, inevitablemente, interpreto. A veces el entretenimiento es un bonus de la lectura; otras, se autogenera porque despierta asociaciones mentales, aflora recuerdos, dispara la creatividad; con (mucha) suerte se disfrutará de ambas diversiones. Como tengo mala memoria, suelo tomar breves apuntes tras finalizar (o dar por finalizada) una lectura. Basándome en ellos quizá redacte un texto que publique aquí, aunque en la mayoría de ocasiones simplemente los guardo sin ningún propósito a la vista.
Dentro de esos textos, la valoración es obligada. Se corresponde con una vena comercial que no quiero evitar. Cuando escribo sobre una obra que creo merece una lectura más amplia, más difundida, pienso en la ganancia implícita de la literatura en sí, por mínima que sea. Por sí sola una voz no es despreciable, puesto que todas juntas son capaces de generar ruido. Y pienso que el silencio es aún más explícito, porque indica inexistencia de valoración, desinterés absoluto.
De alguna forma, Borges reclamaba un estatus artístico para el lector. Él mismo se definía lector antes que escritor. Entiéndase en este contexto el término lector como algo más allá del consumidor de tramas y acción, de diálogos, descripciones y fantasías, de historias, horrores y ficciones. Inscríbase a ese lector como parte dialogante del juego literario, como actor necesario más allá de su pretendida función de espectador. Un lector intérprete, en definitiva, con cuyos actos derivados de la lectura no vampiriza la obra ni asume un rol parasitario de la misma. A diferencia de la crítica institucionalizada por el mercado, rea de la remuneración y las políticas de simbiosis, ese lector se caracteriza por un total grado de autonomía, ausencia de filiación e inexistencia de deudas.
El crítico puro es, pues, lector informado, intérprete y silenciador; no remunerado, súbdito de nadie; producto literario a la par que productor de literatura. Ese crítico sólo puede ser blogger. Fuera de la blogosfera, tan sólo existe la sospecha.
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Cuando decidí abrir este espacio lo hice movido por la inquietud de expresar las interpretaciones personales de determinadas obras. Profesionalmente, provengo de un entorno alejado de lo que se entiende por esferas artísticas. Aunque ciertas derivaciones de la creatividad han ido penetrando, con ocasional fuerza, en todos los órdenes vitales, el sistema capitalista se resiste a una fecundación total, tomando solamente aquello que le interesa, y oponiendo barreras tales como un rígido esquema de clasificación en cuanto a los grados de validez y necesidad de los medios para alcanzar sus fines (los del sistema). Aun así la creatividad ha conseguido postularse en los últimos quince años como factor estrella en un entorno tradicionalmente hostil a todo lo que no se deja medir. Siguen ganando por goleada los casos en que el fin (ganar dinero) se alcanza sin la mediación de ningún tipo de arte (expresión máxima de ese impulso creador), ya sea puro o artificial (de producción mecanizada), pero la propia velocidad con que el capitalismo se retroalimenta propicia una cada día mayor preponderancia de lo artístico sobre lo meramente financiero.
Así, la elección de la literatura frente a otro tipo de arte no es caprichosa. No obedece, desde luego, a una necesidad de matar el aburrimiento, pues no suelo aburrirme. Ya desde muy joven, la lectura desplazó y se impuso sobre otras gamas de entretenimiento masivo más populares, probablemente porque el acto de leer se adecúa, en mi caso, con una serie de circunstancias y características personales. Una esporádica soledad juvenil (después buscada), una preocupación por encontrar respuesta a las grandes cuestiones y la posibilidad de sincronizar tiempo disponible y lectura (actividad artística relegada o supeditada a la existencia de ratos muertos) son las razones principales por las que, sin ser demasiado consciente de ello, elegí leer en detrimento de otro tipo de (des)ocupaciones.
He calificado, entre paréntesis, la lectura como actividad artística. Sobran las razones para ello pero, aun a riesgo de incurrir en lo obvio, voy a adentrarme en este territorio enfangado. Un lector interpreta, es intérprete de una partitura escrita por otros, y para demostrarlo pensemos en la música. Existen dos posibles receptores de una partitura: el intérprete genuino, músico profesional o amateur, y el oyente. Se me objetará que el primero es médium necesario para el disfrute del segundo, el vulgar oyente, pero replicaré con el ejemplo de los lectores de partituras (todavía se los puede encontrar en el metro) y con el más universal del movimiento corporal como forma de traducción musical a la par que interpretación. Es indudable que escuchar música es un arte en sí mismo, con diferentes niveles de ejecución. Gustos aparte, un oído entrenado (un oído artístico) es capaz de una mejor apreciación de la partitura, escenificada o no, adquiriendo con ello una aptitud crítica basada en el conocimiento objetivo y no en el capricho o en opiniones adquiridas a través del tráfico de ideas. Imposible apreciar el verdadero arte sin poder ejecutarlo en principio con el cerebro. No es necesario ser escritor para interpretar correctamente el Ulysses de Joyce (de hecho, la mayoría de escritores son incapaces de apreciarlo o comprenderlo), ni pianista consumado para disfrutar en toda su amplitud Las variaciones Goldberg. Incluso diría que, para verdaderamente poder atrapar los significados de una obra de arte, es improcedente ser intérprete a la vez que receptor, por el grado de impureza interpretativa que añade a la apreciación de la obra el hecho de pertenecer (o considerarse perteneciente) a la misma clasificación profesional en tanto que autor.
Las dos obras apuntadas son ya antiguas y su adecuación en tanto que representaciones de las cuestiones sociales puede (y quizá deba) ser discutida, pero las he seleccionado por su aceptado carácter canónico y porque su consumo está, en la actualidad, restringido a pequeños grupos de individuos cuya única característica en común sea acaso la extraña voluntad de interpretarlas. Voluntad sempiternamente reservada a cuestiones de supervivencia; en esto el estado de bienestar sólo ha conseguido acercar simulacros de arte a simulacros de espectadores, núcleos ambos (obras y público) que han crecido exponencialmente por mera necesidad de las estructuras de producción y no por una defendida (y jaleada) culturización de la masa. La difusión del arte como necesidad de mercado provocó una sucesiva vulgarización y simplificación de las obras de arte, que debían ser acercadas a un, ahora, gran público. (Afortunadamente, dentro de esta vulgarización, el verdadero artista no se conformó con la pertenencia a una uniformidad ramplona, lo que ha permitido que, insertas en esa incesante simplificación estética y conceptual del objeto artístico, surjan escasas, aunque notables, manifestaciones de calidad necesitadas, a su vez, de intérpretes cualificados y no meros espectadores en busca de entretenimiento.) No obstante, ese más fácil acceso al arte como cultura no ha implicado una mejor educación de los receptores, que siguen siendo los mismos que hace un siglo rechazaban de plano todo aquello que no comprendían sin esfuerzo, a la primera. (Hoy ese rechazo está tecnológica y políticamente institucionalizado, materializándose en un infinito bucle de prueba y descarte, el zapping, en el que las escasas elecciones rara vez son aprehendidas de veras, dado el poco entrenamiento de voluntades cada día más laxas.) Ahora, en el momento de mayor esplendor de los simulacros artísticos, cuando incluso se acepta la idea errónea de diálogo (contaminación) entre cultura elevada y cultura de masas; cuando el arte debe ir precedido, para la mera difusión de su existencia, de un abigarrado aparato mediático y espectacular, acercándose peligrosamente a exhibiciones circenses (ya sólo faltaría arrojar panes al graderío): ahora es cuando más se echa de menos la existencia de auténticos oyentes y lectores (y, por no dejar a un lado las artes plásticas y escénicas, espectadores), individuos capaces de considerar, apreciar, descubrir, en definitiva interpretar, no ya qué es arte y qué no lo es, o no solamente, sino cuáles son las auténticas motivaciones, dimensiones y objetivos del verdadero.
Podría decirse que, en alguno de sus escritos, Borges reclamaba un estatus artístico para el lector como ente dotado de similar grado de autonomía creativa que el autor. Él se definía a sí mismo lector antes que escritor. En la época moderna, cuando hacía estas manifestaciones, quizá no fueran del todo novedosas, pero sí lo fueron la fuerza de los razonamientos que utilizaba. Hasta aquel momento (y después, y ahora) sólo los manifiesta y declaradamente eruditos, aun sin obra de la que presumir, eran dignos de consideración a ambos lados del escenario. No necesitaban poner de relieve el esfuerzo y horas invertidas puesto que éstas se daban por descontadas. Sin embargo, pocas veces se cuestionaba la substanciación de esos conocimientos, o mejor sería decir “dotes de interpretación”, adquiridos. Quien ha leído, a la fuerza ha de haber comprendido. Nada más lejos de la realidad. Sólo que la talla solía (suele) deslumbrar, incluso cuando ésta dependa de actitudes tan primitivas como el atragantamiento, aunque la ingesta desmedida lo sea de objetos y representaciones artísticas y no de comida, sangre o sexo.
Queden establecidos, pues, con estos ejemplos y antecedentes los fundamentos para elevar las siguientes afirmaciones: el lector auténtico es tan artista como el verdadero escritor; sin lectores auténticos es irrelevante la existencia o no de literatura. En mi anterior época, en la que me codeé con chamanes oficiales y oficiosos de la cosa literaria (no de la literatura) más localista, suburbial y aun callejoncista, pude comprobar las diferencias entre lo que unos y otros entienden por literatura; y cómo la condición literata se adquiere cada vez más por imposición propia y no por unción externa o por la más sencilla y auténtica de la lectura. Es decir, se es literato porque se escribe, no porque se lea; ergo es el supuesto activismo de la escritura (sea cual sea su calidad) la marca territorial de la literatura; la condición lectora es genuinamente pasiva y no depositaria de la confianza del entendimiento, de la interpretación (en todo caso esta interpretación sería incompleta, torpe por desinteresada, más focalizada en las cualidades intrínsecas del entretenimiento que en desvelar los fines y objetivos del artefacto artístico como tal): el lector es solamente público, y aunque también cliente, en este caso no siempre lleva la razón.
Sorprendentemente, tales premisas son consciente o inconscientemente asumidas (/defendidas) por estratos literarios superiores a los vecinales que he mencionado. Contribuyen a ello el ombliguismo manifiesto de una gran masa de escritores y del sector editorial, amen de la pasividad demostrada de una mayoría lectora conforme con el aludido bucle de prueba y descarte. Lecturas flojas que engendran escritura floja que a su vez deviene lectura aún más floja (literatura de garrafón). El escritor actual está más preocupado por sintonizar con los deseos y fantasías del público que con hacer literatura. Nunca antes la palabra target se había utilizado tanto en los medios literarios. Y el lector de hoy está más interesado en que se le entretenga que en comprender (interpretar), a través de un medio vicario como la literatura, en qué clase de mundo vive o cree que vive.
Hay muy pocos lectores, admitámoslo. Aunque la estadística comercial y bibliotecaria arroje cifras por millares, el porcentaje de consumidores frente a interpretadores es abrumador. Y hay muy pocos escritores, admitámoslo. Aunque la estadística editorial arroje cifras por centenas e incluso millares, el porcentaje de escribidores frente a artistas es demoledor. Si existe una incesante denuncia de la segunda realidad (en demasiadas ocasiones desvirtuada por puros intereses y envidias comerciales), es extraño que no se enfatice la primera. Quizá tenga que ver el miedo a la pérdida de consumidores, por indignación, en un mercado que, paradójicamente (y sin que nadie se atreva a ofrecer índices objetivables de estupidez inducida), los pierde cada día que pasa.
Y es en medio de este panorama cuando pequeños grupos de lectores deciden tomar la palabra. Esa palabra antes sólo leída ahora se les ofrece como medio de expresión con varios objetivos desprejuiciados. En primer lugar, decirles a las editoriales que su aquiescencia con la velocidad del mercado de la novedad ha provocado una degeneración sin par del producto (la obra literaria). Los editores, deslumbrados por el hiperconsumismo triunfante en otros órdenes comerciales, asumieron unas supuestas demandas de los lectores en cuanto a la rapidez de aparición de novedades, formatos y propuestas. Sin embargo, sucede que esos lectores, en tanto que consumers, se comportan de manera idéntica en el mercado de perfumes que en el literario: no pueden asumir más que unos cuantos puntos básicos (es decir, por debajo del 1%) de lo que se les sugiere que se echen encima. Las editoriales no son hoy muy distintas de las compañías telefónicas: se montan con un equipo mínimo (escritura de constitución, PC clónico, Adobe InDesign pirata y cuenta en facebook) tras obtener una modesta esquina para “operar”, y se dedican a robarse clientes entre ellas… Y sea por una actitud de defensa ante esa proliferación de chiringuitos editoriales, sea por simple mimetismo con las actitudes postcapitalistas más de moda, las grandes editoriales acabaron por comportarse de la misma manera que sus pequeñas contrincantes. En la operación pierden los autores, quienes al no poder actuar como una gran corporación (con sus equipos de I+D+I creando nuevas generaciones de productos continuamente) ven cómo el esfuerzo de meses y años de trabajo se ventila en un par de semanas de permanencia sobre un contrachapado entre decenas de productos perfectamente intercambiables. Quizá sean éstas las principales causas de la sangría de lectores, o al menos las más fáciles de combatir dado su carácter interno. Frente a las externas (por ejemplo, espectacularidad y facilidad de consumo pasivo, e incluso gratuito, de la narrativa de la imagen) pocas estrategias caben que no se hayan utilizado ya sin ningún éxito.
Tal y como está sucediendo ahora mismo en la calle en aspectos tan importantes como el que nos ocupa, no se me ocurre (no se me ocurrió) mejor forma de luchar contra el oligopolio de la uniformidad y la estupidez que poner de relieve, explícitamente, las características de la mejor literatura que aún se sigue fabricando, de aquella que ofrece respuestas (o se plantea los debidos interrogantes) sobre las grandes cuestiones de nuestro tiempo, y no emplear esfuerzo en la que no lo hace, aun cuando su nivel de calidad estilística pudiera ser apreciable y digno de mención.
Así, la elección de la literatura frente a otro tipo de arte no es caprichosa. No obedece, desde luego, a una necesidad de matar el aburrimiento, pues no suelo aburrirme. Ya desde muy joven, la lectura desplazó y se impuso sobre otras gamas de entretenimiento masivo más populares, probablemente porque el acto de leer se adecúa, en mi caso, con una serie de circunstancias y características personales. Una esporádica soledad juvenil (después buscada), una preocupación por encontrar respuesta a las grandes cuestiones y la posibilidad de sincronizar tiempo disponible y lectura (actividad artística relegada o supeditada a la existencia de ratos muertos) son las razones principales por las que, sin ser demasiado consciente de ello, elegí leer en detrimento de otro tipo de (des)ocupaciones.
He calificado, entre paréntesis, la lectura como actividad artística. Sobran las razones para ello pero, aun a riesgo de incurrir en lo obvio, voy a adentrarme en este territorio enfangado. Un lector interpreta, es intérprete de una partitura escrita por otros, y para demostrarlo pensemos en la música. Existen dos posibles receptores de una partitura: el intérprete genuino, músico profesional o amateur, y el oyente. Se me objetará que el primero es médium necesario para el disfrute del segundo, el vulgar oyente, pero replicaré con el ejemplo de los lectores de partituras (todavía se los puede encontrar en el metro) y con el más universal del movimiento corporal como forma de traducción musical a la par que interpretación. Es indudable que escuchar música es un arte en sí mismo, con diferentes niveles de ejecución. Gustos aparte, un oído entrenado (un oído artístico) es capaz de una mejor apreciación de la partitura, escenificada o no, adquiriendo con ello una aptitud crítica basada en el conocimiento objetivo y no en el capricho o en opiniones adquiridas a través del tráfico de ideas. Imposible apreciar el verdadero arte sin poder ejecutarlo en principio con el cerebro. No es necesario ser escritor para interpretar correctamente el Ulysses de Joyce (de hecho, la mayoría de escritores son incapaces de apreciarlo o comprenderlo), ni pianista consumado para disfrutar en toda su amplitud Las variaciones Goldberg. Incluso diría que, para verdaderamente poder atrapar los significados de una obra de arte, es improcedente ser intérprete a la vez que receptor, por el grado de impureza interpretativa que añade a la apreciación de la obra el hecho de pertenecer (o considerarse perteneciente) a la misma clasificación profesional en tanto que autor.
Las dos obras apuntadas son ya antiguas y su adecuación en tanto que representaciones de las cuestiones sociales puede (y quizá deba) ser discutida, pero las he seleccionado por su aceptado carácter canónico y porque su consumo está, en la actualidad, restringido a pequeños grupos de individuos cuya única característica en común sea acaso la extraña voluntad de interpretarlas. Voluntad sempiternamente reservada a cuestiones de supervivencia; en esto el estado de bienestar sólo ha conseguido acercar simulacros de arte a simulacros de espectadores, núcleos ambos (obras y público) que han crecido exponencialmente por mera necesidad de las estructuras de producción y no por una defendida (y jaleada) culturización de la masa. La difusión del arte como necesidad de mercado provocó una sucesiva vulgarización y simplificación de las obras de arte, que debían ser acercadas a un, ahora, gran público. (Afortunadamente, dentro de esta vulgarización, el verdadero artista no se conformó con la pertenencia a una uniformidad ramplona, lo que ha permitido que, insertas en esa incesante simplificación estética y conceptual del objeto artístico, surjan escasas, aunque notables, manifestaciones de calidad necesitadas, a su vez, de intérpretes cualificados y no meros espectadores en busca de entretenimiento.) No obstante, ese más fácil acceso al arte como cultura no ha implicado una mejor educación de los receptores, que siguen siendo los mismos que hace un siglo rechazaban de plano todo aquello que no comprendían sin esfuerzo, a la primera. (Hoy ese rechazo está tecnológica y políticamente institucionalizado, materializándose en un infinito bucle de prueba y descarte, el zapping, en el que las escasas elecciones rara vez son aprehendidas de veras, dado el poco entrenamiento de voluntades cada día más laxas.) Ahora, en el momento de mayor esplendor de los simulacros artísticos, cuando incluso se acepta la idea errónea de diálogo (contaminación) entre cultura elevada y cultura de masas; cuando el arte debe ir precedido, para la mera difusión de su existencia, de un abigarrado aparato mediático y espectacular, acercándose peligrosamente a exhibiciones circenses (ya sólo faltaría arrojar panes al graderío): ahora es cuando más se echa de menos la existencia de auténticos oyentes y lectores (y, por no dejar a un lado las artes plásticas y escénicas, espectadores), individuos capaces de considerar, apreciar, descubrir, en definitiva interpretar, no ya qué es arte y qué no lo es, o no solamente, sino cuáles son las auténticas motivaciones, dimensiones y objetivos del verdadero.
Podría decirse que, en alguno de sus escritos, Borges reclamaba un estatus artístico para el lector como ente dotado de similar grado de autonomía creativa que el autor. Él se definía a sí mismo lector antes que escritor. En la época moderna, cuando hacía estas manifestaciones, quizá no fueran del todo novedosas, pero sí lo fueron la fuerza de los razonamientos que utilizaba. Hasta aquel momento (y después, y ahora) sólo los manifiesta y declaradamente eruditos, aun sin obra de la que presumir, eran dignos de consideración a ambos lados del escenario. No necesitaban poner de relieve el esfuerzo y horas invertidas puesto que éstas se daban por descontadas. Sin embargo, pocas veces se cuestionaba la substanciación de esos conocimientos, o mejor sería decir “dotes de interpretación”, adquiridos. Quien ha leído, a la fuerza ha de haber comprendido. Nada más lejos de la realidad. Sólo que la talla solía (suele) deslumbrar, incluso cuando ésta dependa de actitudes tan primitivas como el atragantamiento, aunque la ingesta desmedida lo sea de objetos y representaciones artísticas y no de comida, sangre o sexo.
Queden establecidos, pues, con estos ejemplos y antecedentes los fundamentos para elevar las siguientes afirmaciones: el lector auténtico es tan artista como el verdadero escritor; sin lectores auténticos es irrelevante la existencia o no de literatura. En mi anterior época, en la que me codeé con chamanes oficiales y oficiosos de la cosa literaria (no de la literatura) más localista, suburbial y aun callejoncista, pude comprobar las diferencias entre lo que unos y otros entienden por literatura; y cómo la condición literata se adquiere cada vez más por imposición propia y no por unción externa o por la más sencilla y auténtica de la lectura. Es decir, se es literato porque se escribe, no porque se lea; ergo es el supuesto activismo de la escritura (sea cual sea su calidad) la marca territorial de la literatura; la condición lectora es genuinamente pasiva y no depositaria de la confianza del entendimiento, de la interpretación (en todo caso esta interpretación sería incompleta, torpe por desinteresada, más focalizada en las cualidades intrínsecas del entretenimiento que en desvelar los fines y objetivos del artefacto artístico como tal): el lector es solamente público, y aunque también cliente, en este caso no siempre lleva la razón.
Sorprendentemente, tales premisas son consciente o inconscientemente asumidas (/defendidas) por estratos literarios superiores a los vecinales que he mencionado. Contribuyen a ello el ombliguismo manifiesto de una gran masa de escritores y del sector editorial, amen de la pasividad demostrada de una mayoría lectora conforme con el aludido bucle de prueba y descarte. Lecturas flojas que engendran escritura floja que a su vez deviene lectura aún más floja (literatura de garrafón). El escritor actual está más preocupado por sintonizar con los deseos y fantasías del público que con hacer literatura. Nunca antes la palabra target se había utilizado tanto en los medios literarios. Y el lector de hoy está más interesado en que se le entretenga que en comprender (interpretar), a través de un medio vicario como la literatura, en qué clase de mundo vive o cree que vive.
Hay muy pocos lectores, admitámoslo. Aunque la estadística comercial y bibliotecaria arroje cifras por millares, el porcentaje de consumidores frente a interpretadores es abrumador. Y hay muy pocos escritores, admitámoslo. Aunque la estadística editorial arroje cifras por centenas e incluso millares, el porcentaje de escribidores frente a artistas es demoledor. Si existe una incesante denuncia de la segunda realidad (en demasiadas ocasiones desvirtuada por puros intereses y envidias comerciales), es extraño que no se enfatice la primera. Quizá tenga que ver el miedo a la pérdida de consumidores, por indignación, en un mercado que, paradójicamente (y sin que nadie se atreva a ofrecer índices objetivables de estupidez inducida), los pierde cada día que pasa.
Y es en medio de este panorama cuando pequeños grupos de lectores deciden tomar la palabra. Esa palabra antes sólo leída ahora se les ofrece como medio de expresión con varios objetivos desprejuiciados. En primer lugar, decirles a las editoriales que su aquiescencia con la velocidad del mercado de la novedad ha provocado una degeneración sin par del producto (la obra literaria). Los editores, deslumbrados por el hiperconsumismo triunfante en otros órdenes comerciales, asumieron unas supuestas demandas de los lectores en cuanto a la rapidez de aparición de novedades, formatos y propuestas. Sin embargo, sucede que esos lectores, en tanto que consumers, se comportan de manera idéntica en el mercado de perfumes que en el literario: no pueden asumir más que unos cuantos puntos básicos (es decir, por debajo del 1%) de lo que se les sugiere que se echen encima. Las editoriales no son hoy muy distintas de las compañías telefónicas: se montan con un equipo mínimo (escritura de constitución, PC clónico, Adobe InDesign pirata y cuenta en facebook) tras obtener una modesta esquina para “operar”, y se dedican a robarse clientes entre ellas… Y sea por una actitud de defensa ante esa proliferación de chiringuitos editoriales, sea por simple mimetismo con las actitudes postcapitalistas más de moda, las grandes editoriales acabaron por comportarse de la misma manera que sus pequeñas contrincantes. En la operación pierden los autores, quienes al no poder actuar como una gran corporación (con sus equipos de I+D+I creando nuevas generaciones de productos continuamente) ven cómo el esfuerzo de meses y años de trabajo se ventila en un par de semanas de permanencia sobre un contrachapado entre decenas de productos perfectamente intercambiables. Quizá sean éstas las principales causas de la sangría de lectores, o al menos las más fáciles de combatir dado su carácter interno. Frente a las externas (por ejemplo, espectacularidad y facilidad de consumo pasivo, e incluso gratuito, de la narrativa de la imagen) pocas estrategias caben que no se hayan utilizado ya sin ningún éxito.
Tal y como está sucediendo ahora mismo en la calle en aspectos tan importantes como el que nos ocupa, no se me ocurre (no se me ocurrió) mejor forma de luchar contra el oligopolio de la uniformidad y la estupidez que poner de relieve, explícitamente, las características de la mejor literatura que aún se sigue fabricando, de aquella que ofrece respuestas (o se plantea los debidos interrogantes) sobre las grandes cuestiones de nuestro tiempo, y no emplear esfuerzo en la que no lo hace, aun cuando su nivel de calidad estilística pudiera ser apreciable y digno de mención.
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Amigos, dentro de unos días se cumple un año del nacimiento de este blog. En estos meses han sucedido muchas cosas en el mundo, en nuestro mundo, que no han sido reflejadas aquí, lo que además de sospechoso resulta sumamente vergonzoso. Casi sólo hemos dialogado sobre literatura. Con decisión, hemos contribuido a la causa literaria, dejando a un lado la humana. La literatura de hoy rara vez se preocupa de la humanidad, y los lectores de hoy no forman parte de esa humanidad. Entramos en una librería y nos situamos ante hileras de portadas y títulos que encierran masturbaciones mentales sobre literatura, refocilaciones en charcos literarios, andanzas descafeinadas, invenciones improbables, realidad adulterada por mentes enfermas de literatura y de fama y reconocimiento, pero no, amigos, concernidas por lo que sucede al otro lado de las cuatro paredes de turno. Amigos, esa literatura no vale nada. Entramos en esas librerías y vemos pases de modelos, elegimos a una de esas modelos y nos la llevamos a casa y la colocamos en una estantería repleta de otras modelos. Abrimos el navegador y curioseamos las listas de novedades de las editoriales y no nos queda otra opción que dejar de curiosear esas listas de novedades. Nos dedicamos entonces a la relectura de prosa antigua, descatalogada o caducada según los dictados del imperio de lo efímero, y advertimos que los antiguos predijeron nuestro ahora hace veinte años, cincuenta años, hace mil años. Amigos, sólo es salvable una ínfima porción de la literatura actual. Mientras pienso o escribo estas líneas las imprentas no dan abasto en la fabricación de novedades literarias en tiradas de 1.500 ejemplares, 1.000 ejemplares, 500 ejemplares. Sí, cada vez menos. Los críticos literarios son los mejores clientes de las estanterías Billy de IKEA porque no saben ya dónde almacenar ejemplares no leídos aunque sí criticados mediante técnicas de moldes anodinos. Los autores escriben una decena de novelas al mismo tiempo con la absurda esperanza de captar en alguna de ellas una mínima porción de la realidad de mañana. Se han convertido en fatales futurólogos y pésimos analistas de un hoy desbocado. Pero, amigos, mañana será ya demasiado tarde porque las realidades habrán perecido enterradas en discos duros Seagate de 1 Terabyte a 7.200 rpm. Decenas de miles de narraciones nonatas irán al Purgatorio de la Literatura y será donde mejor estén, pues habremos salvado árboles, dejado de arrojar una apreciable cantidad de emisiones de mierda irrespirable a la atmósfera; habremos salvado a centenares de autores de la desilusión de ver cómo sus obras perecen en las Ferias del Libro, seguramente se evitará más de un suicidio. Es fundamental que dejemos de torcer el cuello y levantemos la vista al frente para mirar a. Es fundamental que volvamos la vista al pasado y reconozcamos que. Es absolutamente n
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No iba mucho al cine. Por eso decidí abrir, hace casi un año, este blog.
Mi formación es universitaria, rama empresarial. En las empresas hay, básicamente, cuatro tipos de capital: el financiero, el fondo de comercio, los productos y/o servicios y el capital humano (cuya abreviatura es RRHH). Pero si las empresas supieran que el consumo literario genera creatividad además de cultura, sin duda lo añadirían a la contabilidad de sus principales activos. Porque en un mundo inundado de imágenes sólo las palabras son capaces de dar la medida de las grandes cuestiones e interrogantes que, en el fondo, preocupan a la humanidad. Sólo las palabras son competentes para seducir a la razón, y en cuestiones económicas es mejor tenerla de lado, a la razón, pues es la única que podría contradecir los dictados del cuerpo, tan proclive a ser engañado.
Mi formación es universitaria, rama empresarial. En las empresas hay, básicamente, cuatro tipos de capital: el financiero, el fondo de comercio, los productos y/o servicios y el capital humano (cuya abreviatura es RRHH). Pero si las empresas supieran que el consumo literario genera creatividad además de cultura, sin duda lo añadirían a la contabilidad de sus principales activos. Porque en un mundo inundado de imágenes sólo las palabras son capaces de dar la medida de las grandes cuestiones e interrogantes que, en el fondo, preocupan a la humanidad. Sólo las palabras son competentes para seducir a la razón, y en cuestiones económicas es mejor tenerla de lado, a la razón, pues es la única que podría contradecir los dictados del cuerpo, tan proclive a ser engañado.
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(El arte escrito como expresión de un juego polifónico de variantes de preguntas con sus respectivas respuestas. El arte como única forma de situarse en un plano superior al eterno presente actual.)
Ha sido mi intención ir separando el escaso grano de la abundante paja para mostrarlo.
Ha sido mi intención ir separando el escaso grano de la abundante paja para mostrarlo.
6
Lo cierto es que no hay mejor novela que la mostrada en una pantalla.
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