Sé de buena tinta que la
concesión del Nobel de Literatura no genera muchas más ventas de
las que ya tuviera el autor antes de recibir al motorista con la
notificación. Si además el premio se otorga en uno de esos años
reservados para el pago de deudas internacionales o interculturales,
las editoriales lo tienen aún más crudo para rentabilizar el
obligado gasto en reimpresiones. Probablemente la causa sea la
acostumbrada: la literatura no vende porque no interesa. Harían
mejor en emplear todo ese papel y toda esa tinta en la fabricación
de billetes falsos; actividad mucho menos peligrosa y bastante más
lucrativa.
Un caso demostrativo de
lo enunciado es el de Coetzee. Recibe el Noble Nobel
en 2003, tras una sólida y larga trayectoria literaria. En España,
Mondadori se frota las manos e inunda el mercadillo con el
correspondiente producto, ya reducido a merchandising
del ahora verdadero producto: el escritor John Maxwell Coetzee.
El habitual grupúsculo multiétnico acude a comprar lo que por otra
parte no deja de ser novedad: uno que escribe bien y, además, tiene
algo que decir. Se desata una especie de furia Coetzee y da la
impresión de que los pro-coetzianos proliferan como hongos, o que se
reproducen por esporas. Sin embargo, el cómputo final de ventas es
irrisorio. Como siempre, los ingresos sedimentan en bolsillos de
promotores inmobiliarios, supermercados, franquicias, bares,
camellos, clubes de carretera y futbolistas. Un libro sigue
resultando excesivamente caro y su consumo poco atractivo; un caña a
dos euros, uno por el agua y el otro por la espuma, no.
Coetzee conoce estas
paradojas y en cada una de sus obras no deja escapar la oportunidad
de insistir en ello. Sólo que su inteligencia le permite disimular
tales manifestaciones entre palabras y metáforas brillantes. En el
complejo palimpsesto que son sus narraciones, bajo esa inicial pátina
de sencillez, digamos que a media distancia entre la capa de
objetivos aparentes y el fondo de auténticas intenciones, subsiste
la empresa, en su caso con poco o ningún tinte satírico aunque sí
despiadada, de poner de manifiesto el sempiterno enfrentamiento entre
el sector culto de la sociedad (el verdaderamente culto, de mayoría
empobrecida) y el que no lo es (acomodados o no). Pero en ese
señalamiento Coetzee no emplea materiales sarcásticos, y en rara
ocasión utiliza la invectiva. Se limita a exponer unos hechos
históricos, pintando contra el telón de fondo difícilmente
mejorable constituido por la Sudáfrica del apartheid. No se trata,
por supuesto, del único fin de su literatura, aunque sí el más
obviado por los lectores, críticos o no.
Sin embargo, en contra de
lo que podría parecer, utiliza ese enfrentamiento cultural como
parte y medio de una estrategia de demolición de su figura pública,
de socavamiento de su imagen. En su última obra publicada en España,
Verano, completa el ciclo autobiográfico iniciado con
Infancia y Juventud,
dejando a su alter ego escrito con la inquietante edad de 35 años,
nel mezzo del cammin di nostra vita: estudioso de la obra de
Elliot y de su comúnmente admirado Virgilio, Coetzee parecería
utilizar una metáfora dantesca para anticipar su muerte a los 70;
vaticinio no cumplido, pues ya los ha sobrepasado. Hubiera sido
Verano el epitafio de un gran escritor empeñado en
autoderrocarse de un trono que parece considerar inmerecido.
Como es sabido, Verano
está compuesta por cinco entrevistas y dos pequeñas recopilaciones
de extractos de diarios personales de la época. Coetzee ha muerto en
Australia y un investigador literario habla con personas que le
conocieron y tuvieron cierta relación con él. Cuatro mujeres y un
hombre. Se le describe y narra como sujeto asocial, huraño,
equivocadamente comprometido con su entorno, no demasiado brillante,
fracasado congénito en sus relaciones amorosas e incluso acosador
incipiente. En las entrevistas, que son relatos escritos con una
habilidad deslumbrante, lo acompaña una figura paterna patética y
demediada, más un estorbo que un sostén aunque también sería
válida una inversión de papeles. Circunstancias, entorno,
comportamiento y opiniones sirven para caracterizar a un Coetzee
extremo en cuanto a lo que de él se decía, por otros y fuera de la
ficción, como persona y no como escritor: frío, helado,
desagradable y torpe, nadie. No tiene mucho sentido, al menos desde
la óptica literaria, preguntarse si lo narrado es cierto. Sí
merecen interrogación, a mi juicio, los porqués de tal acción y
actuación.
Creo ver al menos tres
razones fundamentales y dos derivadas. Respecto de las primeras, una
podría ser, simple y llanamente, contar la verdad, aunque esta
verdad no nos interese, o quizá sólo nos interesara en la medida en
que se ajustase al arquetipo del héroe literario más o menos
clásico; aquel nacido para convertir el mundo en frases y éstas en
arte, y no alguien necesitado de que le expliquen ese mundo que, por
lo que se ve o se lee, no comprende. Pero la verdad puesta por
escrito tiende a deformarse, tanto por la incapacidad del lenguaje
para ponerla de manifiesto como por la visión y la opinión de quien
la escribe. Que en este caso es el propio autor y, por tanto,
sospechoso de pseudofraude. He aquí, pues, la segunda razón: tratar
de desmitificar una figura enNOBLEcida por haber sido enNOBELcida.
Coetzee observa al Coetzee mediatizado y concluye que no soporta la
fama, aborrece esa imagen suya repetida hasta la saciedad y se
propone, con lo que acaso él crea la verdad, desmitificarla mediante
el uso de sus mejores armas, las literarias. Para lo que escribe su
propia historia, interrumpiéndola en los albores de lo que hoy se
conoce y entiende como marca Coetzee: el autor, sus obras, el premio
y los chismorreos alrededor de su persona. Enseñando al individuo
despojado de estos atributos, eligiendo las escenas precisas para
mostrarlo al mundo en un estadio anterior a su concepción como el J.
M. Coetzee recreado por los medios, lo desmitifica y, con ello, lo
destruye.
Intuyo una tercera
intención, más simple y personal, en parte substanciada por las dos
primeras. Coetzee podría haber entrado, incluso antes de recibir El
Premio, en un bucle interrogativo: ¿por qué yo?, ¿no os dais
cuenta del tipo de individuo que estáis ayudando a encumbrar? Sean o
no ciertas las revelaciones biográficas contenidas en Verano,
lo cierto es que, como se dijo más arriba, ofrecen una imagen
demeritada de quien objetivamente es uno de los mejores escritores de
nuestra época. Coetzee podría comprender el interés suscitado por
su literatura, un interés deseado y perseguido como escritor; cómo
no, pues en caso contrario poco sentido hubieran tenido los esfuerzos
en publicarla. Pero no estaría conforme con lo que de intromisión
(y fabulación) en su ser privado conlleva esa paulatina (y acelerada
a partir de 2003) fama. De ahí la vuelta de tuerca que supone Verano
en el ritmo de revelaciones biográficas. Unas revelaciones que,
concordando con el habitual amarilleo sobre sus modos de estar y
comportarse, van más allá de la penetración en la sórdida
cotidianidad del joven literato que fue, adentrándose en un diorama
de inducción al rechazo sólo entrevisto en personalísimos diarios
kafkianos.
Las razones que he dado
en llamar derivadas entran en terrenos exclusivamente
literarios. Una sería la ya apuntada referencia a la Divina
Comedia de Dante. Verano se situaría en un plano paralelo
a la segunda parte, la del Purgatorio, con sus siete cornisas (cinco
entrevistas más dos capítulos fragmentarios de sus diarios
personales), y con una Beatrice central en este caso brasileña, o
brasileñas si hay que hacer caso del testimonio ofrecido por la
mujer entrevistada.
Pero también cabría
encontrar en el texto una primaria intención referencial a la obra
de Marcellus Emants, uno de los autores incluidos en su libro de
ensayos Costas extrañas (Mondadori, 2004). Trata este ensayo
fundamentalmente de una novela de Emants, Una confesión póstuma,
en la que el protagonista, Willem Termeer (trasunto deformado del
Willhelm Werther de Goethe), teme enfrentarse a su auténtico yo, «un
yo impotente, cobarde, ridículo».
Entre otras múltiples y numerosas coincidencias, Coetzee apunta que
Termeer fue llevado a la escuela y abandonado allí «como
un conejo en una jaula de fieras [...] siente la hostilidad de la
gente que intuye que hay algo raro en él y quieren eliminarlo por el
bien de la especie. Sus congéneres son bestias salvajes, y la
sociedad misma un gigantesco sistema de ruedas y engranajes en el que
las criaturas ineficientes como él están predestinadas a ser
aplastadas». (Como el
Coetzee a que él mismo nos ha acostumbrad: a disgusto con su
entorno, incómodo en el mundo.) La confesión de Termeer «es
casi tanto una pieza de análisis introspectivo y de astuto
exhibicionismo como una desesperada súplica de piedad»,
la cursiva es mía. Esta hipótesis nace por la dificultad de
sustraerse a la aglomeración de similitudes e intertextos, desde el
título de la novela aludida (Una confesión póstuma, y
recordemos que Verano es una
confesión posterior a la muerte de Coetzee) hasta las propias
conclusiones del ensayista Coetzee sobre la novela de Emants: «No
podemos separar a Willem Termeer de Marcellus Emants: el autor se
implica en el proyecto anómalo de su criatura para transmutar en oro
el metal de baja ley de su yo»,
para terminar diciendo de Emants que es «un pensador menor, un
artista menor, un psicólogo menor (¿y
quién no lo es?)
[…] atrapado en las redes de Rousseau».
En
todo caso, una obra sorprendente tanto por la elevada calidad de su
factura como por los múltiples estratos que cabe deducir en su
análisis, que siempre será incompleto y probablemente fuera de
lugar. Lo que seguro nunca estará de más es leer a Coetzee, sea lo
que sea lo que éste tenga que decir.
1 comentario:
Esta es la segunda vez que publico este post. Ayer Blogger, por problemas de mantenimiento, lo borró, junto con varios comentarios del post anterior.
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