7 ene 2011

David Ogilvy. El rey de Madison Avenue


«En 2007, Mad Men, una serie de televisión americana ambientada en los años 60 de Madison Avenue en una agencia de ficción llamada Sterling, Cooper [Draper & Pryce], cosechó un gran éxito con su retrato en cierto modo exagerado del tabaco, la bebida y el ambiente mujeriego de la época. Inspiró modas de diseño, escaparates en los grandes almacenes y una publicación ficticia del Advertising Age. Después, se exportó al Reino Unido, donde el canal cuatro de la BBC emitió un especial para aportar su perspectiva histórica: “David Ogilvy: un hombre de una originalidad enfermiza”. Él habría odiado el título, pero le habría encantado la atención», p. 285, David Ogilvy. El rey de Madison Avenue, Kenneth Roman, Gestión 2000, 2010.

Don Draper, protagonista masculino de dicha serie de televisión, se inspira en David Ogilvy, protagonista absoluto de esta biografía publicada por la editorial Gestión 2000 (Grupo Planeta). El autor trabajó junto a Ogilvy, en la agencia de publicidad Ogilvy & Mather, durante más de veintiséis años, y su libro es una muestra perfecta de cómo disciplinas tan alejadas de la literatura como el marketing y la publicidad están de hecho más cerca las unas de la otra de lo que se piensa. Tanto por su factura, la forma en que ha sido planeado y escrito, como por su fundamento: la figura y el genio, a partes iguales, de quien se dice inventó la publicidad tal y como la conocemos en nuestros días.

Don Draper vs. David Ogilvy

Ambos fumaban, pero Draper conseguirá dejarlo, haciendo de ello incluso un alegato escrito. Los dos tenían una apariencia espectacular y un encanto irresistible, pero Ogilvy supo sacarles un mejor provecho. Tanto a uno como al otro le gustaban en exceso las mujeres, pero Draper fue siempre mucho menos cuidadoso con las repercusiones de su atracción. Ambos trabajaron como publicitarios, pero Ogilvy lo era de verdad. Es decir, uno es pura invención —un producto del marketing, un destilado de los castings, y el otro no.

Después de haber visto la serie con cuya cita comienza este artículo, y de leer la vida y obra de David Ogilvy, no cabría preguntarse por qué se ha recurrido al personaje de Draper y no al de Ogilvy para construir la historia de la primera. Mientras que Draper es suma de estereotipos neoyorquinos de su época, molde de una masculinidad de manual —y por ello más atractivo por entrar sus hechos e imagen, paradójicamente, en la escala de lo factible—, el personaje de Ogilvy parece, por real, bastante más inverosímil que su reflejo en pantalla. Su vida fue de todo menos simple, no digamos ya si aburrida. En él se cumple aquello de

La realidad supera a la ficción

Fettes, Edimburgo
Cuarto de cinco hermanos, nació en 1911 en Surrey, 50 kilómetros al suroeste de Londres, pero siempre se definió a sí mismo como escocés por sus orígenes. Murió en 1999, tres décadas después de que el hombre pisara la Luna, en su château de Touffou, a 25 kilómetros de Poitiers. Su tercera esposa decía de él: “el más inglés de los americanos y el más americano de los ingleses”. De familia económicamente venida a menos e incluso pobre, estudió en Fettes, Edimburgo, en la escuela en que se inspiró el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería (donde tomó clases Harry Potter), y después en Oxford, donde se le recuerda como culo de mal asiento. Toda su vida fue asmático y una afección le dejó prácticamente sordo de un oído, lo que no le impidió adquirir una sólida formación literaria cuyo principal residuo, la escritura, facilitaría su posterior triunfo. Durante año y medio trabajó como cocinero en el Hotel Majestic de París, tras lo que fue vendedor de cocinas de carbón en el Reino Unido. De esta experiencia escribiría un manual de ventas que se hizo famoso por su concisión y acierto. Sin embargo, su base publicitaria la aprendió en Estados Unidos, adonde llegó como suele llegarse en estos casos —sí, lo habéis adivinado—: sin dinero. Hizo carrera en Gallup, una famosa empresa de encuestas, llegando a influenciar a la industria de Hollywood sobre cuáles películas debían producirse y cuáles no. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en la British Security Coordination, en Nueva York y Washington, en un equipo donde fueron reclutados como espías, entre otros, Leslie Howard, David Niven, Cary Grant, Alexander Korda y Roald Dahl. Fue una especie de granjero en Lancaster, Pensilvania, entre la comunidad amish.
Knickerbocker Club, Madison Avenue
Con el novelista y abogado Louis Auchincloss mantuvo la siguiente conversación en la barra del Knickerbocker Club de Nueva York: Ogilvy, «Dígame, ¿existe en este país una sola norma o ley que diga que la publicidad tiene que ser aburrida?»; Auchincloss, «Le garanticé que no había ninguna, aunque le confesé que era una de nuestras más ancestrales y dignas tradiciones» (ser aburrido); Ogilvy, «Entonces, ¿podría cambiarse?» (p. 109). A partir de este momento, el trabajo de Ogilvy consistió en cambiar la forma de hacer publicidad en Estados Unidos —vale decir, la forma de hacer publicidad en el Mundo—, y procurar que ésta no fuera aburrida aunque sin perder de vista la máxima que mantuvo hasta su muerte: hacer publicidad que venda (To sell or not to sell, that is the question).

Para ello se desprendió de la granja de Lancaster y logró convencer a los socios de la empresa británica Mather & Crowther, en la que trabajaba su hermano Francis, a Bobby Evan, de la también británica S. H. Benson, y a Anderson F. Hewitt para crear Hewitt, Ogilvy, Benson & Mather, que más tarde derivaría en Ogilvy & Mather. Sus primeras oficinas se ubicaron, de más está decirlo, en Madison Avenue, Nueva York. Comenzaba así la leyenda de los Hombres de Madison o Mad Men.

Fuentes de inspiración

A quienes interactúen con la literatura, sea como consumidores o como parte más o menos activa —creativa o satelital— de la misma, la irrupción de un libro con esta temática en una sucesión de lecturas exclusivamente centrada, al menos en apariencia, en la ficción debe parecerles a primera vista una intromisión excéntrica o incluso una extravagancia. Podría también, más allá del eclecticismo de que sería justamente sospechoso quien esto escribe, ser muestra de cierto agotamiento temático y aun de cambio de tercio disciplinar. Pero si asumimos que encerrar la cultura dentro de cualesquiera límites supone práctica tan pacata como ni siquiera acercarse a ella, convendremos que, tal que en asuntos como la dieta, un adecuado equilibrio de conocimientos impide la esclerotización del pensamiento así como renueva sus fuentes de inspiración.


Por poner sólo un ejemplo “sanitario”, piénsese en la variopinta composición del llamado Círculo de Bloomsbury, en el que no faltaban, además de los famosos literatos y metaliteratos, economistas de la talla de John Maynard Keynes. Aunque siempre resulta curioso comprobar cómo los más enriquecidos personajes de la historia, anterior y actual, se jactan de no poseer formación alguna y aun de no haber leído un solo libro, lo cierto es que la economía real se ha servido siempre de individuos con una sólida educación y, lo que es más importante, un amor sincero por la literatura. Es el caso de David Ogilvy, quien valoraba el saber escribir como la mejor aptitud para dedicarse tanto a la publicidad como a cualquier otro negocio. No ponderaba tanto ser creativo —término que odiaba— como escribir bien. «Jock Elliot, amigo y sucesor de Ogilvy […] era admirado por […] su colección de 3.000 libros sobre la Navidad […] Ed Ney, antiguo presidente de Young & Rubicam, llamaba a Elliot “el poeta laureado del negocio de la publicidad”» (p. 284). Salman Rushdie fue redactor de Ogilvy & Mather en Londres, «creando Irresti-bubble y delecti-bubble, haciendo un juego de sonoridad y fusión de conceptos con la palabra bubble [burbuja]» (p. 215). Don DeLilllo —cuya novela Americana está imbuida del ambiente de trabajo en la agencia de publicidad— escribió, como redactor de Ogilvy, «anuncios contra la suciedad en las calles de Nueva York, anuncios para las imágenes de Sears […] y una serie de documentos internacionales acerca de escritores de renombre, bajo el titular: “Envíenme un hombre que lea”». Así también los escritores Indra Shina —quien tradujo al inglés Kamasutra, lecciones de amor, escribió las novelas The Death of Mr. Love y Cybergypsies e inventó el lema «cada vez que abres una lata salvas un poco tu vida»— y Peter Mayle —Un año en Provenza—, quien una vez entró en el despacho de Ogilvy y, tras sorprenderse al encontrarlo vacío, escuchó una voz «desde la otra punta del despacho: “Estoy en el excusado. Pase el texto por debajo de la puerta” […] Finalmente el texto apareció de nuevo por debajo de la puerta, lleno de marcas en lápiz rojo. “Póngase a ello ya” […] David había subrayado una frase de la que yo estaba especialmente satisfecho y había escrito: Bla bla. Belles lettres. Omitir» (p. 216).


Mucho más cercanos son los ejemplos de Luis Bassat, socio de Ogilvy en España, y autor de dos grandes obras cuya lectura es todo un placer, El libro rojo de la publicidad y El libro rojo de las marcas, además de prologuista de este del que ahora nos ocupamos; de Fernando Beltrán —practicante de la poesía de la experiencia y de la poesía social o entrometida—, quien además de ser famoso por su actividad poética se dedica a bautizar negocios —inventar marcas, actividad también denominada naming—, teniendo en su haber nombres como Amena y OpenCor; y de Santiago Rodríguez, auténtico crack del mundo de la publicidad y autor, entre otros, del magnífico libro Creatividad en marketing directo (Ediciones Deusto, 1997, pero reeditado una y otra vez), de cuya lectura no puede sino obtenerse la conclusión derivada de la gran formación literaria del autor y de lo que se pierde la literatura al no incluir obras así en sus diversos y egocéntricos cánones.

Y el camino funciona, naturalmente, a la inversa. Como dije en anteriores textos, en estos tiempos de agonía de los géneros y los formatos, la mejor forma de calificar una obra es indicar su calidad: buena o mala. Esta biografía de David Ogilvy pertenece, sin lugar a dudas, a la primera categoría.

No se vayan todavía, aún hay más

Hasta ahora he recomendado de forma expresa la lectura de la biografía de Ogilvy escrita por Kenneth Roman y, subrepticiamente, la de un par de libros de Luis Bassat y otro de Santiago Rodríguez. Con las enseñanzas vitales y empresariales del primero debería ser suficiente para sanear mentes culturalmente empobrecidas, desatorándolas del exceso de belles lettres y procurándoles además un tiempo de lectura con altas dosis de entretenimiento y de conocimientos fundamentales para entender parte del funcionamiento de nuestro entorno económico actual. Pero no quiero desaprovechar la ocasión para hacer referencia a un último título, mencionado éste en esa biografía: Confesiones de un publicitario (Ediciones Orbis, 1984). Este libro es también una joya producto del invento de Gutenberg. Aun teniendo en cuenta su relativa antigüedad (fue publicado por primera vez en 1963), la mayoría de sus postulados siguen totalmente vigentes. Se trataría, tomando prestada la base de una idea de Santiago Rodríguez relativa a la Coca-Cola, «de una última recomendación enlatada, pero con la conocida forma de una botella de cristal» (op. cit., p. 113).

En estos libros, todo escritor, todo lector, todo aspirante a escritor/lector, encontrará una mina inspirativa de primer nivel, tanto en los terrenos de la lectura y la escritura, como en el simplemente vital y social. Y sin obviar, lógicamente, el publicitario: un negocio que movió mundialmente el año pasado 409.000 millones de dólares en todos sus formatos (fuente: Don Draper's Revenge, Businessweek, 24/11/2010). Un negocio construido sobre la base de frases cortas, imágenes fijas y pequeños vídeos en el que los verdaderos límites los pone la imaginación, no la creatividad.

Las cosas de un genio


La biografía de Ogilvy está repleta de frases geniales que en bastantes ocasiones adquieren el rango de aforismos, e igualmente de situaciones memorables, como la mencionada con el abogado Auchincloss. Por ejemplo, al final del libro se incluyen una serie de extractos inéditos de notas, cartas y diverso material del propio Ogilvy. Ahí pueden encontrarse perlas como las siguientes:
  • A sus directores: «Piensen por un momento en lo útil que le habría sido a Moisés disponer de una casete grabada cuando bajó con las tablas del Sinaí».
  • Animando al pluriempleo: «Desde aquí estimulamos el pluriempleo, en especial entre nuestros redactores. / Dilata su experiencia. / Les otorga un mayor sentido de la responsabilidad. / Eleva sus ingresos sin coste alguno por nuestra parte».
  • A los directores creativos: «¿Son ustedes los mejores? [E incluye una lista de 37 preguntas relacionadas con la práctica de la creación de anuncios] 37. ¿Ha dejado de pegar a su mujer? Si su respuesta a todas estas preguntas es SÍ, es usted el mejor Director Creativo sobre la faz de la Tierra».

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