Decir que soy fan de Houellebecq está de más. Su última novela la leí hace tiempo, pocas semanas después de que saliera al mercado la edición española, y si no he hablado de ella antes fue porque la avalancha de elogios, reseñas, comentarios y críticas pre y pos lanzamiento fue tal que hacían sobrante una recomendación más. Todavía hoy es factible encontrar la novela en las mejores librerías en sitios eminentes, visibles, como Libertad, de Franzen, pero sin su aparato propagandístico (aunque se ve que ésta va perdiendo fuelle y necesita de la faja con el “más de 100.000 ejemplares vendidos”).
Pero me apetece añadirla a mi particular colección de obras de arte, máxime cuando una de sus razones de ser es precisamente una brutal reflexión sobre el arte.
Es breve, la sinopsis, por incompleta, y rudimentaria por ir a los hechos y no a la literatura. La ampliaré sólo un poco más. (Sobre la interpretación de la novela de Houellebecq se ha escrito ya mucho y bastante bien, de ahí que me limite a esta sinopsis con ampliación de algunos detalles menos comentados.) Jed Martin, el protagonista, cuando accede, a instancias de su galerista, a pedirle a Houellebecq un texto que otorgue empaque a su próxima exposición, acaba visitándolo en su refugio de Irlanda, retiro voluntario del escritor. Allí vive Houellebecq como un cerdo, desaseado, con las cajas de la mudanza sin abrir, consumiendo cantidades considerables de alcohol y atiborrándose de embutidos. Aunque el “mercado del arte” no le ha tratado mal, ni de lejos consiguió el afamado novelista el éxito económico que Martin llegará a alcanzar. La razón de la disparidad entre reconocimiento social y económico, según la veo yo, es fácil de inferir: Houellebecq escribe, y las palabras nunca se medirán por el mismo baremo económico que las artes tangibles; además, en el caso de la pintura estamos ante una disciplina alejada de las masas, accesible y asequible sólo a/para las clases pudientes, con posibles, mientras que la literatura se caracteriza por su fácil accesibilidad (está aquejada de las masas) y lo innecesario o superfluo de su posesión, y aunque ese acercamiento posibilita su difusión en el ancho mundo no está claro que el sistema sepa o pueda premiar, como sucede con las revalorizaciones de obras que alcanzan una fama parecida, de forma tangible —medible económicamente— esa propagación. La facilidad de circulación de la literatura daría lugar, por otro lado, a una mayor diseminación de su crítica y comentario, tanto positivo como negativo, de imposible control y, por ende, de consecuencias imprevisibles. Así, “no pasa una semana sin que uno u otro medio de comunicación me cague en la cara” del novelista francés, (129). Por otro lado, y sin ánimo de agotar la lista de agravios “artísticos” comparativos, mientras que un cuadro o una fotografía son apreciables en cuestión de segundos o minutos, para poder valorar en la misma justa medida un texto es necesario leerlo. Las desventajas del arte literario frente al pictórico, fotográfico, escultórico y arquitectónico son manifiestas. De ahí, según lo interpreto, que en las críticas interpoladas en la novela a la obra de Martin abunden las realizadas por personajes de países emergentes; no se trata solamente de que la presencia de europeos orientales, africanos y asiáticos en el reducto cultural occidental sea cada vez mayor por efecto de la globalización en todos los órdenes —y aquí el sarcasmo de Houellebecq es el habitual suyo, no como forma de desprecio hacia los nuevos actores o de demérito de su intromisión creciente, sino hacia la quiebra de un modo de vida insostenible, el occidental, basado en gran medida en el aprovechamiento de los recursos materiales y humanos propiedad natural de quienes ahora tienen la sartén por el mango y en el mantenimiento por costumbre, sin que medien esfuerzos significativos (véase el episodio del arreglo de la caldera), del estatus y bienestar conseguidos— sino que son precisamente éstos casi el único mercado posible al que puede dirigirse el arte, o sus excedentes de fin de cultura: “De todas formas, en este momento casi no hay compradores franceses de arte contemporáneo”, de nuevo página 129.
La cultura occidental, encarnada en la francesa de principios del siglo XXI, ya no está siquiera en decadencia —llevaba así cien años, ya le vale— sino en bancarrota y sus pedazos se los reparten quienes hasta el momento no habían podido decir, por cuestiones económicas y/o totalitaristas, ni mu. La constatación de esta quiebra del sistema dominante durante siglos no se produce de la noche a la mañana. De hecho la muerte de Houellbecq tiene lugar a manos de otro francés, coleccionista de arte, que desea poseer el retrato que Martin le regaló —asesinato o fratricidio que actúa de contrapunto al suicidio asistido del padre del protagonista (acabamos con nuestras vidas si antes no nos matamos entre nosotros)—. Los fontaneros más eficientes son rumanos, las rusas escalan posiciones hasta puestos directivos, en un futuro los chinos dominarán el mercado de la crítica cultural. Y al artista occidental le queda el exilio exterior o la confinación rural, alejado de la masa vociferante y de la entropía tóxica generada por el ruido informativo de las urbes superpobladas.
Uno de los aspectos más apetecibles de la trayectoria narrativa de Michel Houellebecq consiste en asistir al cambio de su visión del futuro. Inicialmente dominada por vectores sexuales y hedonistas, ha transitado por la ciencia y, ahora mismo, son las turbulencias de la economía las que configuran su última extrapolación narrativa. Futuro mucho menos distópico que el anterior (La posibilidad de una isla), pues es capaz de encontrar una posibilidad de redención en la convivencia armónica de los pueblos en plena naturaleza. Aunque habrán de pasar décadas, y quizá no lleguemos a verlo/disfrutarlo.
Buenas lecturas.
Pero me apetece añadirla a mi particular colección de obras de arte, máxime cuando una de sus razones de ser es precisamente una brutal reflexión sobre el arte.
Sinopsis breve y rudimentaria. Un fotógrafo con problemillas de misantropía no diagnosticados tiene la ocurrencia de tomar fotos de mapas Michelín. La iniciativa es un éxito, acumula rápidamente una pequeña fortuna y como premio se lleva, durante un tiempo, a la relaciones públicas de Michelin en Francia, una rusa que está como un tren. Pasa el tiempo y la rusa se traslada. El fotógrafo deja la fotografía por la pintura y produce un buen número de cuadros que representan a personas en oficios diversos. Uno de los cuadros es un retrato del escritor Michel Houellebecq, en realidad (parte del) pago del texto que el novelista, ensayista y vilipendiado autor en su tierra hace para la presentación de la muestra que del trabajo del fotógrafo/pintor ofrece un galerista “amigo” suyo.
Es breve, la sinopsis, por incompleta, y rudimentaria por ir a los hechos y no a la literatura. La ampliaré sólo un poco más. (Sobre la interpretación de la novela de Houellebecq se ha escrito ya mucho y bastante bien, de ahí que me limite a esta sinopsis con ampliación de algunos detalles menos comentados.) Jed Martin, el protagonista, cuando accede, a instancias de su galerista, a pedirle a Houellebecq un texto que otorgue empaque a su próxima exposición, acaba visitándolo en su refugio de Irlanda, retiro voluntario del escritor. Allí vive Houellebecq como un cerdo, desaseado, con las cajas de la mudanza sin abrir, consumiendo cantidades considerables de alcohol y atiborrándose de embutidos. Aunque el “mercado del arte” no le ha tratado mal, ni de lejos consiguió el afamado novelista el éxito económico que Martin llegará a alcanzar. La razón de la disparidad entre reconocimiento social y económico, según la veo yo, es fácil de inferir: Houellebecq escribe, y las palabras nunca se medirán por el mismo baremo económico que las artes tangibles; además, en el caso de la pintura estamos ante una disciplina alejada de las masas, accesible y asequible sólo a/para las clases pudientes, con posibles, mientras que la literatura se caracteriza por su fácil accesibilidad (está aquejada de las masas) y lo innecesario o superfluo de su posesión, y aunque ese acercamiento posibilita su difusión en el ancho mundo no está claro que el sistema sepa o pueda premiar, como sucede con las revalorizaciones de obras que alcanzan una fama parecida, de forma tangible —medible económicamente— esa propagación. La facilidad de circulación de la literatura daría lugar, por otro lado, a una mayor diseminación de su crítica y comentario, tanto positivo como negativo, de imposible control y, por ende, de consecuencias imprevisibles. Así, “no pasa una semana sin que uno u otro medio de comunicación me cague en la cara” del novelista francés, (129). Por otro lado, y sin ánimo de agotar la lista de agravios “artísticos” comparativos, mientras que un cuadro o una fotografía son apreciables en cuestión de segundos o minutos, para poder valorar en la misma justa medida un texto es necesario leerlo. Las desventajas del arte literario frente al pictórico, fotográfico, escultórico y arquitectónico son manifiestas. De ahí, según lo interpreto, que en las críticas interpoladas en la novela a la obra de Martin abunden las realizadas por personajes de países emergentes; no se trata solamente de que la presencia de europeos orientales, africanos y asiáticos en el reducto cultural occidental sea cada vez mayor por efecto de la globalización en todos los órdenes —y aquí el sarcasmo de Houellebecq es el habitual suyo, no como forma de desprecio hacia los nuevos actores o de demérito de su intromisión creciente, sino hacia la quiebra de un modo de vida insostenible, el occidental, basado en gran medida en el aprovechamiento de los recursos materiales y humanos propiedad natural de quienes ahora tienen la sartén por el mango y en el mantenimiento por costumbre, sin que medien esfuerzos significativos (véase el episodio del arreglo de la caldera), del estatus y bienestar conseguidos— sino que son precisamente éstos casi el único mercado posible al que puede dirigirse el arte, o sus excedentes de fin de cultura: “De todas formas, en este momento casi no hay compradores franceses de arte contemporáneo”, de nuevo página 129.
La cultura occidental, encarnada en la francesa de principios del siglo XXI, ya no está siquiera en decadencia —llevaba así cien años, ya le vale— sino en bancarrota y sus pedazos se los reparten quienes hasta el momento no habían podido decir, por cuestiones económicas y/o totalitaristas, ni mu. La constatación de esta quiebra del sistema dominante durante siglos no se produce de la noche a la mañana. De hecho la muerte de Houellbecq tiene lugar a manos de otro francés, coleccionista de arte, que desea poseer el retrato que Martin le regaló —asesinato o fratricidio que actúa de contrapunto al suicidio asistido del padre del protagonista (acabamos con nuestras vidas si antes no nos matamos entre nosotros)—. Los fontaneros más eficientes son rumanos, las rusas escalan posiciones hasta puestos directivos, en un futuro los chinos dominarán el mercado de la crítica cultural. Y al artista occidental le queda el exilio exterior o la confinación rural, alejado de la masa vociferante y de la entropía tóxica generada por el ruido informativo de las urbes superpobladas.
Uno de los aspectos más apetecibles de la trayectoria narrativa de Michel Houellebecq consiste en asistir al cambio de su visión del futuro. Inicialmente dominada por vectores sexuales y hedonistas, ha transitado por la ciencia y, ahora mismo, son las turbulencias de la economía las que configuran su última extrapolación narrativa. Futuro mucho menos distópico que el anterior (La posibilidad de una isla), pues es capaz de encontrar una posibilidad de redención en la convivencia armónica de los pueblos en plena naturaleza. Aunque habrán de pasar décadas, y quizá no lleguemos a verlo/disfrutarlo.
Es subrayable la inclusión del personaje del galerista, un secundario que ejerce el papel de editor de Martin —y que sustituye a la propia Michelin de su etapa fotográfica—. Houellebecq descarga hábilmente en él el conjunto de roles que en la industria editorial ejercen agentes y editores. De alguna manera apunta a la posibilidad real, y ya testada, de comercializar el arte —cualquier arte— por uno mismo con la mera asistencia de un único intermediario que sustituya a la actual cadena de terceras figuras, quienes por la simple lógica del mercado acaban despojando al artista de casi todo el valor por él generado. El galerista se queda con el 50 por ciento de los ingresos generados por la venta de los cuadros, pero el 50 por ciento restante va a parar a manos de Jed Martin. Ahora que parece que en muchos casos puede terminar despojándose a la literatura de su envoltura física, un modo de actuar en el terreno literario que sea similar al tradicional binomio galerista-artista cobra sentido más que nunca. Y a quienes quisieran aprender el oficio de mano de uno de sus grandes maestros les recomiendo, además de la lectura de El mapa y el territorio, la del ensayo El galerista. Leo Castelli y su círculo, de Annie Cohen-Sohial, editado en España por Turner.
Buenas lecturas.
1 comentario:
Houllebecq siempre vuelve a los mismos temas pero el aura de vacío vital se encarna en 'El mapa y el territorio'como nunca, incluyendo su propio asesinato...
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